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TERCERA PARTE - Terapia » 55

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El Carnicero tenía un trabajo entre manos; uno de los buenos, de seis cifras. Entre otras cosas, intentaba no pensar en John Maggione Junior y en el dolor que tenía intención de infligirle. Estaba observando a un hombre mayor, bien vestido, que rodeaba con su brazo a una joven. Un «pajarito», como las llamaban aquí en Londres hace algún tiempo.

Él debía de tener sesenta años; ella tendría veinticinco como mucho. Una pareja curiosa. Llamativa, cosa que podía suponerle a él un problema.

El Carnicero los observaba mientras estaban parados frente al hotel Claridge, esperando a que llegara el coche particular del hombre. Que apareció, igual que lo había hecho la noche anterior y otra vez aquella misma mañana, hacia las diez.

La pareja no había cometido ningún error grave de momento. Nada que le hubiera dado ocasión de atacar.

El conductor del coche era un guardaespaldas, e iba controlando. Y no hacía mal su trabajo, tampoco.

Sólo había un problema para el guardaespaldas: era evidente que a la chica no le hacía gracia su presencia. La noche anterior había intentado sin éxito que el hombre despachara al conductor, cuando acudieron a un asunto formal de algún tipo en la galería Saatchi.

Bien, no le quedaba otra que esperar a ver cómo se desarrollaba el día. El Carnicero salió tras el reluciente Mercedes CL65 negro, manteniéndose a unos coches de distancia. El Mercedes era rápido, con más de 600 caballos de potencia, pero de poco les iba a servir eso en las abarrotadas calles de Londres.

Estaba un poco paranoico con lo de volver a trabajar, y tenía buenas razones para ello, pero había conseguido el trabajo a través de un contacto de la zona de Boston totalmente de fiar. Confiaba en el tipo, o al menos tenía buena impresión de él. Y necesitaba ese cheque de seis cifras.

Por fin vio una posible ocasión en Long Acre, cerca de la parada de metro de Covent Garden. La chica se bajó del coche en un semáforo, echó a caminar… y el viejo salió detrás de ella.

Michael Sullivan se acercó a la acera inmediatamente y dejó el coche abandonado sin más. Era de alquiler y no podría nunca conducirles hasta él, de todas formas. La jugada era genial, porque a la mayor parte de la gente ni se le ocurriría, pero a él no podía traerle más sin cuidado dejar el vehículo tirado en mitad de Londres. El coche no tenía importancia.

Supuso que el conductor y guardaespaldas no haría lo mismo con el Mercedes de doscientos mil dólares, con lo que dispondría de varios minutos antes de que el tipo les alcanzara.

Las calles que rodeaban la Covent Garden Piazza estaban abarrotadas de peatones, y podía ver a la pareja, sus cabezas yendo arriba y abajo, riéndose, probablemente de cómo se habían «escapado» del guardaespaldas. Les siguió James Street abajo. Seguían riéndose y hablando, totalmente despreocupados.

Inmenso error.

Vio un mercado cubierto con un techo de cristal más adelante. Y una multitud congregada en torno a artistas callejeros disfrazados de estatuas de mármol blanco que sólo se movían cuando alguien arrojaba una moneda.

Entonces, de pronto, estuvo encima de la pareja, y le pareció el momento, así que disparó la Beretta silenciada: dos tiros al corazón.

La chica cayó como si bajo sus pies hubieran tirado de una alfombra.

No tenía ni idea de quién era ni de quién la quería muerta ni por qué, y no le importaba lo más mínimo.

—¡Un infarto! ¡Le ha dado un infarto! —exclamó, al tiempo que soltaba limpiamente la pistola, se daba media vuelta y se perdía en la cada vez más apretada multitud. Subió por Neal Street, pasó por un par de pubs de fachada victoriana y se encontró su coche abandonado allí donde lo había dejado. Qué agradable sorpresa.

Era más seguro pasar la noche en Londres, pero tenía el vuelo de vuelta a Washington por la mañana.

Dinero fácil; como siempre, o como lo había sido para él hasta la encerrona de Venecia, de la que todavía tenía que ocuparse en serio.

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