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TERCERA PARTE - Terapia » 57

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Michael Sullivan había dejado de aguantarle nada a nadie a los catorce o quince años. En su familia, todos sabían que el abuelo James tenía una pistola y que la guardaba en el cajón de abajo del tocador de su dormitorio. Una tarde de junio, la semana en que terminaron las clases en su colegio, Sullivan se coló en el apartamento de su abuelo y le robó la pistola. Pasó el resto del día dando vueltas con la pipa en los pantalones, disimulada bajo una camisa ancha. No sentía ninguna necesidad de pavonearse enseñándosela a nadie, pero descubrió que le gustaba tenerla, que le gustaba una barbaridad. Pasó de ser un chico duro a sentirse invencible.

Sullivan anduvo por ahí hasta las ocho más o menos; luego cogió Quentin Road para ir a la tienda de su padre. Llegó allí cuando sabía que el hombre estaría solo, cerrando.

Por la radio de algún coche de los alrededores sonaba una canción que detestaba, una de Elton John, y estuvo tentado de pegarle un tiro a quien hubiera puesto esa mierda.

La puerta de la carnicería estaba abierta, y cuando entro como si tal cosa, su padre ni siquiera levantó la vista, pese a que debía de haber visto a su hijo pasar por delante del escaparate.

Junto a la puerta estaba el habitual montón de ejemplares del Irish Echo. Todo siempre en su puto sitio. Limpio, ordenado, y completamente previsto.

—¿Qué coño quieres? —masculló su padre. La escoba que manejaba tenía una cuchilla de rascar para arrancar la grasa de la lechada del suelo. Era el tipo de trabajo de mierda que Sullivan odiaba.

—¿Tener una charla contigo? —preguntó a modo de respuesta.

—Lárgate. Estoy ocupado ganándome la vida por vosotros.

—¿Ah, sí? ¿Ocupado fregando el suelo? —Entonces extendió el brazo como un rayo.

Y ésa fue la primera vez que Sullivan golpeó a su padre —con la pistola—, en la sien, junto al ojo derecho. Volvió a pegarle, en la nariz, y el hombretón cayó sobre el aserrín y los despojos de carne. Se puso a gemir y a escupir aserrín y cartílagos.

—«¿Tú sabes el daño que puedo llegar a hacerte, Michael?» —Michael Sullivan se agachó hasta el suelo y preguntó a su padre—: ¿Te acuerdas de esa frase, Kevin? Yo sí. No la olvidaré en la vida.

—No me llames Kevin, desgraciado.

Volvió a pegar a su padre con la culata de la pistola. Luego le dio una patada en los testículos, y su padre aulló de dolor.

Sullivan echó una mirada de desprecio absoluto a la carnicería. Derribó de una patada un expositor de pan irlandés, por el puro gusto de patear algo. Luego le puso a su padre la pistola en la cabeza y la armó.

—Por favor —dijo su padre con voz entrecortada, y en sus ojos muy abiertos se reflejaron la sorpresa y el terror y la extraña impresión de que acababa de entender quién era su hijo en realidad—. No. No hagas eso. No lo hagas, Michael.

Sullivan apretó el gatillo… y hubo un chasquido estrepitoso de metal contra metal.

Pero no un estallido ensordecedor. Ni una bala que esparciera sus sesos. Luego sobrevino un silencio sobrecogedor, como el de una iglesia.

—Algún día —le dijo a su padre—. No hoy, sino cuando menos te lo esperes. Un día que no quieras morir, te mataré. Y además será una muerte amarga, Kevin. Y no con una pistola de juguete como ésta.

Acto seguido, salió de la carnicería, y se convirtió en el Carnicero de Sligo: él. Tres días antes de Navidad, el año en que cumplió los dieciocho, regresó y mató a su padre. Tal y como había prometido, no con una pistola. Utilizó uno de los cuchillos de deshuesar del viejo, y sacó varias Polaroids para llevarse de recuerdo.

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