Cross

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CUARTA PARTE Matadragones » 119

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Volví a disparar al monstruo que había matado a mi mujer y a tantos otros, por lo general de formas impensables, con mazos de carnicero, sierras, cuchillos de trinchar. «Michael el Carnicero Sullivan, muere. Muérete ya, hijo de puta. Si alguien merece la muerte en este mundo, ése eres tú».

De pronto salió del coche, con dificultad.

¿Qué estaba pasando? ¿Qué hacía?

Comenzó a caminar renqueando hacia su mujer y sus tres hijos. La sangre le corría por la camisa, calándosela, chorreándole por los pantalones y hasta los zapatos. Luego Sullivan cayó de rodillas sobre el césped junto a su familia. Les atrajo hacia sí y los abrazó.

Sampson y yo nos acercamos al trote, desconcertados ante lo que estaba ocurriendo, sin saber muy bien qué hacer a continuación.

Veía hilos de sangre en los chicos, y Caitlin Sullivan los tenía por todas partes. Era la sangre de su padre, del Carnicero. Al aproximarme más, vi que parecía aturdido, como a punto de desmayarse, o quizá de morir. Entonces me habló:

—Caitlin es una buena persona. No sabe a qué me dedico, todavía no lo sabe. Y éstos son buenos chicos. Llévatelos lejos de aquí, lejos de la Mafia.

Yo seguía queriendo matarlo, y temía que fuera a escapar con vida, pero bajé la pistola. No podía apuntar a su mujer y a sus críos. Sullivan se echó a reír, y súbitamente levantó la pistola hasta la cabeza de su mujer. La hizo levantarse de un tirón.

—Deja la pistola o la mato, Cross. En un visto y no visto. La mataré. Incluso a los niños. No me supone ningún problema. Ése soy yo.

La expresión del rostro de Caitlin Sullivan no era tanto de sorpresa o conmoción como de una inmensa tristeza y decepción por este hombre al que probablemente amaba, o había amado en algún momento, cuando menos. El más pequeño de los chicos estaba chillándole a su padre, y era algo que partía el corazón.

—¡No, papá, no! ¡No hagas daño a mamá! ¡Papá, por favor!

—¡Tirad las armas! —gritó Sullivan.

¿Qué podía hacer yo? No tenía elección. No cabía otra en mi cabeza, ni en mi universo ético. Solté mi Glock.

Y Sullivan hizo una reverencia.

Luego en su pistola estalló un disparo.

Sentí un fuerte impacto en el pecho, que casi me elevó del suelo. Durante un segundo quizá, me sostuve de puntillas. ¿Bailando? ¿Levitando? ¿Muriendo?

Oí una segunda explosión… y después ya no sentí gran cosa. Sabía que iba a morir, que no volvería a ver a mi familia, y que nadie más que yo tenía la culpa.

Me lo habían advertido muchas veces. Sólo que no escuchaba.

Se acabó el Matadragones.

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