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TERCERA PARTE - Terapia » 68

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Ahora la cosa se estaba calentando.

El Carnicero odiaba la playa; odiaba la arena, el olor salobre del agua, los embotellamientos, todo cuanto implicaba una visita a la maldita playa. Caitlin y los chicos, con sus escapadas de verano a Cape May. Por él, se las podían comer con patatas.

Así que era el trabajo, y nada más que el trabajo, lo que lo traía a la costa, y encima hasta el sur de Jersey, nada menos. Era la venganza contra John Maggione Junior. Los dos se odiaban desde que el padre de Maggione permitió a este «irlandés pirado» convertirse en su asesino favorito. Luego, a Sullivan le ordenaron eliminar a uno de los coleguitas de Junior, y el Carnicero hizo el trabajo con su entusiasmo habitual. Cortó a Rico Marinacci en pedacitos.

John Maggione Junior no daba señales de vida últimamente —lo que tampoco era de extrañar—, así que el Carnicero había modificado sus planes un poco, de momento. Si todavía no podía cortar la cabeza, empezaría por alguna otra parte del cuerpo.

La parte, en este caso, se llamaba Dante Ricci. Dante era el miembro de pleno derecho más joven del sindicato Maggione, y un favorito personal del Don. Era como un hijo para él. Y lo que no dejaba de tener su chiste era que John Maggione no permitía a sus socios ni limpiarse el culo sin consultarlo antes con Dante.

Sullivan llegó al pueblo costero de Mantoloking, Nueva Jersey, justo antes de ponerse el sol. Mientras conducía por la bahía de Barnegat, el océano parecía casi morado a lo lejos; precioso, si a uno le iban ese tipo de imágenes de postal, de momentos Kodak. Sullivan subió las ventanillas para que no entrara el aire salado. No veía el momento de liquidar el trabajo y abrirse de allí corriendo.

El pueblo mismo se extendía por una franja de terreno carísimo de kilómetro y medio de ancho. No le costó mucho encontrar la casa de Ricci, en Ocean Avenue. Pasó de largo por delante de la verja de entrada, aparcó el coche más adelante en la carretera, y retrocedió a pie algo más de ochocientos metros.

Daba la impresión de que a Ricci le iban bastante bien las cosas. La casa principal era muy grande, blanca, de estilo colonial: tres pisos, con listones de cedro oscuro, todo mantenido en perfecto estado, y en primera línea de mar. Garaje de cuatro plazas, casita de invitados, bañera de hidromasaje arriba en la duna. Seis millones, tirando por lo bajo. Justo el tipo de objeto deslumbrante que los listillos de hoy en día agitan ante los ojos de sus mujeres para distraer su atención de los asesinatos y robos con que se ganan la vida cada día.

Y Dante Ricci era un asesino; eso era lo que mejor se le daba. Carajo, si era un nuevo y mejorado Carnicero.

Mirando la fachada principal, Sullivan no acababa de hacerse una idea de la distribución general. Supuso que la mayor parte de la casa estaría orientada hacia el mar, del otro lado. Pero en la playa no estaría bien cubierto. Iba a tener que quedarse donde estaba y tomarse su tiempo.

No le suponía ningún problema. Tenía todo lo necesario para hacer su trabajo, paciencia incluida. Le vinieron a la cabeza unas palabras en gaélico, algo que solía decir su abuelo James. «Coimhéad fearg fhear na foighde», o una mierda por el estilo. «Guárdate de la ira como un hombre paciente».

«Exacto», pensó Michael Sullivan mientras esperaba, perfectamente inmóvil en la creciente oscuridad. «Exacto».

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