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TERCERA PARTE - Terapia » 75

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Yaya seguía con su clase, pero sólo me llevó un par de minutos avisar a Naomi Harris, la vecina, para que se quedara con los niños. Me subí al coche de un salto y fui todo el camino corriendo. Una sirena habría sido de ayuda.

El trayecto al hospital fue rápido; es casi lo único que recuerdo, y que estuve pensando en Kayla todo el camino. Cuando paré el coche en el exterior de urgencias, vi que el suyo estaba aparcado bajo la cubierta de la entrada.

Tenía la puerta del conductor abierta, y al pasar corriendo junto a él, observé que había sangre en el asiento delantero. ¡Dios, había llegado hasta el hospital conduciendo ella misma! De alguna forma, había conseguido escapar de su agresor.

La sala de espera estaba abarrotada, como ocurre siempre en el San Antonio. En el mostrador de la recepción había una fila de gente con aspecto desamparado y andrajoso. Los heridos menos graves y sus amigos y parientes. Aquí habían declarado muerta a Maria.

—Señor, no puede usted…

Pero yo ya me había colado por la puerta de la zona de atención médica antes de que se cerrara. Una vez dentro, vi que el San Antonio tenía otra de esas noches muy atareadas. El personal sanitario empujaba camillas; médicos, enfermeros y pacientes se cruzaban en todas direcciones a mi alrededor.

Había un joven tendido en un catre con una brecha en la línea de nacimiento del pelo que bañaba de sangre su frente.

—¿Me voy a morir? —preguntaba a todo el que pasaba.

—No, te vas a poner bien —le dije yo, ya que nadie más se detenía a hablar con él—. Estás bien, hijo.

Pero ¿dónde estaba Kayla? Todo se movía demasiado rápido. No encontraba a nadie a quien preguntarle por ella. Entonces oí una voz que me llamaba.

—¡Alex, aquí!

Annie me hacía señas desde el fondo del pasillo. Cuando llegué hasta ella, me cogió del brazo y me condujo a una sala de traumatología: un espacio con dos camas separadas por una cortina de plástico verde.

Había varios miembros del personal médico rodeando la cama, en herradura. Movían ágilmente las manos, enfundadas muchas de ellas en guantes manchados de sangre.

Otros sanitarios entraban y salían, pasando a mi lado como si yo ni siquiera estuviera allí.

Eso quería decir que Kayla estaba viva. Supuse que estaban tratando de estabilizarla, si era posible, para llevarla después al quirófano.

Estiré el cuello intentando ver lo que pudiera, y entonces vi a Kayla. Una mascarilla le cubría la boca y la nariz. Alguien estaba levantando una gasa empapada en sangre de su estómago, que habían dejado al descubierto cortándole la camisa.

La médica jefe, una mujer en la treintena, dijo:

—Herida de arma blanca, en el abdomen, posible herida en el bazo.

El resto de voces que sonaban en la sala se fundían en un murmullo, y traté de entender cuanto pudiera, pero todo se me volvía borroso.

—Presión sanguínea setenta, pulso ciento veinte. Respiración, treinta-cuarenta.

—Un poco de drenaje aquí, por favor.

—¿Está ella bien? —solté de pronto. Me sentía como en una pesadilla en la que nadie podía oírme.

—Alex. —Annie me puso la mano en el hombro—. Tienes que dejarles sitio. Todavía no sabemos gran cosa. En cuanto sepamos algo, te lo diré.

Me di cuenta de que me había acercado a empujones a la cama, a Kayla. Dios mío, estaba sufriendo por ella, y me costaba respirar.

—Llamad a la planta siete y decidles que estamos listos —dijo la médica que parecía al mando del resto de los que estaban en la sala—. Tiene un abdomen quirúrgico.

Annie me susurró:

—Eso quiere decir que tiene el vientre en tabla, que hay parálisis intestinal.

—¡Vamos! ¡Rápido, todos!

Me estaban empujando por detrás, y no muy amablemente.

—Apártese, señor. Tiene que salir de en medio. Esta paciente está grave. Podría morir.

Me hice a un lado para dejarles sitio mientras empujaban su camilla hacia el pasillo. Kayla continuaba con los ojos cerrados. ¿Sabía que estaba yo allí? ¿Quién le había hecho aquello? Seguí a la comitiva de tan cerca como pude. Entonces, con la misma rapidez con que habían hecho todo lo demás, la cargaron en un ascensor y las puertas metálicas se cerraron entre ella y yo.

Annie estaba ahí mismo, a mi lado. Con un gesto, me señaló otra fila de ascensores.

—Si quieres, te llevo a la sala de espera de arriba. Créeme, todos están haciendo cuanto pueden. Saben que Kayla es médica. Y todo el mundo sabe que es una santa.

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