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TERCERA PARTE - Terapia » 77

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—Llevo deprimido una buena temporada, como sabes. Nadie lo sabe mejor que tú.

—Más de diez años. Supongo que eso es una buena temporada, Alex.

Estaba sentado frente a mi médica favorita, mi psiquiatra personal, Adele Finaly. Adele es además mi mentora ocasional. Fue ella quien me animó a retomar el ejercicio privado, y hasta me consiguió un par de pacientes. «Conejillos de Indias», como a ella le gusta llamarlos.

—Tengo que contarte un par de cosas que me están agobiando mucho, Adele. Nos puede llevar varias horas.

—No hay problema. —Se encogió de hombros. Adele tiene el pelo castaño claro y cuarenta y pocos años, pero no parece haber envejecido desde que nos conocemos. Ahora mismo no está casada, y con cierta frecuencia nos imagino a los dos juntos, pero luego me quito la idea de la cabeza. Demasiado estúpido, una locura.

«Mientras seas capaz de condensar varias horas de tus patrañas en cincuenta minutos» —prosiguió, haciéndose, como siempre, la listilla; que es justo el tono que hay que adoptar conmigo.

—Puedo hacerlo.

Ella asintió.

—Pues más vale que empieces. Ya estoy contando el tiempo. Y el reloj corre.

Le conté lo que le había pasado a Kayla y lo que me había hecho sentir, incluido el hecho de que se había ido a Carolina del Norte a recuperarse en casa de sus padres.

—No creo que sea culpa mía. Así que no me siento culpable de que hayan agredido a Kayla… al menos, no directamente.

Adele no pudo evitar, con todo lo buena que es, elevar las cejas y descubrir sus pensamientos.

—¿E indirectamente?

Moví la cabeza arriba y abajo.

—Sí que siento esta especie de culpabilidad vaga… como si pudiera haber hecho algo para evitar que la atacaran.

—¿Por ejemplo?

Sonreí. Entonces, también Adele.

—Por poner sólo uno, acabar con el crimen en toda el área del D.C. —dije.

—Te estás escondiendo otra vez tras tu sentido del humor —dijo Adele.

—Desde luego, y aquí viene lo peor. Por más que me tengo por una persona racional, sí que me siento culpable por no haber sabido proteger a Kayla de alguna manera. Y sí, sé lo ridículo que es eso, Adele. Pensarlo. Y admitirlo en voz alta. Pero ahí está.

—Háblame más de esa «protección» que de alguna manera podías haber brindado a Kayla Coles. Necesito oír eso, Alex.

—No me lo restriegues. Y no creo haber usado la palabra «protección» —dije, contrariado.

—Lo cierto es que lo has hecho. Pero da igual, sácalo fuera para que yo lo oiga, por favor. Has dicho que querías contármelo todo. Es posible que esto sea más importante de lo que tú crees.

—No hay absolutamente nada que hubiera podido hacer para ayudar a Kayla. ¿Ya estás contenta?

—Me falta poco —dijo Adele; luego esperó a que yo siguiera.

—Todo viene de aquella noche con Maria, por supuesto. Yo estaba allí. La vi morir en mis brazos. No pude hacer nada por salvar a la mujer que amaba. No hice nada. Ni siquiera atrapé nunca al hijo de puta que la mató. —Adele siguió sin decir nada—. ¿Sabes qué es lo peor? Siempre me preguntaré si aquella bala no iba dirigida a mí. Maria se me echó en los brazos… y en aquel momento le dieron.

Entonces nos quedamos sentados en silencio un rato largo, incluso para nosotros, que soportamos bien los silencios prolongados.

Nunca había confesado esto último a Adele hasta entonces, nunca lo había dicho en voz alta, a nadie. Concluí:

—Adele, voy a cambiar de vida, de un modo u otro.

Tampoco dijo nada a eso. Lista y dura, como me gusta que sean mis psiquiatras, y como espero ser yo mismo algún día, cuando madure de una puta vez.

—¿No me crees? —pregunté.

Ella habló por fin.

—Quiero creerte, Alex. Por supuesto que sí. —Luego añadió—: ¿Te crees tú a ti mismo? ¿Tú crees que de verdad alguno de nosotros puede cambiar? ¿Puedes tú?

—Sí —le respondí a Adele—. Sí que creo que puedo cambiar. Pero me engaño a menudo. —Se echó a reír. Los dos nos reímos—. No me puedo creer que pague dinero por esta mierda —dije por fin.

—Yo tampoco —dijo Adele—. Pero se te acabó el tiempo.

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