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TERCERA PARTE - Terapia » 79

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El Carnicero había ido a Georgetown para descargar un poco de tensión acumulada; si no, podía ser que las cosas no acabaran de ir bien cuando volviera con Caitlin y los chavales, a su vida recta y estrecha. De hecho, hacía ya tiempo había comprendido que disfrutaba viviendo una doble vida. Joder, ¿y quién no?

Quizás hoy tocaba volver a jugar a «semáforo rojo, semáforo verde». ¿Por qué no? Su guerra contra Maggione Junior le estaba produciendo un montón de estrés.

La manzana del 3.000 de la calle Q, por donde ahora caminaba con paso ligero, era bonita, con sus filas de árboles y dominada por elegantes casas de ciudad y residencias aun más grandes, de tipo solariego. Era básicamente una zona residencial de clase alta, y los coches que había aparcados decían mucho del nivel social y los gustos de quienes allí vivían: varios Mercedes, un Range Rover, un BMW, un Aston Martin, uno o dos Bentleys nuevos y relucientes…

La afluencia de peatones se limitaba prácticamente a quienes entraban y salían de sus casas. Lo que convenía a sus propósitos para el día. Llevaba los auriculares puestos e iba escuchando a un grupo escocés que le gustaba, Franz Ferdinand. Al cabo de un rato, sin embargo, apagó la música y se puso serio.

En la casa de ladrillo rojo de la esquina de la Treinta y uno con Q, parecía estar preparándose para esa noche algún tipo de fiesta con cena, muy sofisticada. Estaban descargando un surtido de delicatessen carísimas de una furgoneta larga con el rótulo «Georgetown Valet», y los empleados que había en el jardín estaban probando las falsas lámparas de gas de la fachada de la casa, que parecían funcionar perfectamente.

Entonces, el Carnicero oyó el «clic-clac» característico de unos zapatos de tacón alto. El sonido incitante, casi intoxicante, venía de delante de él, a cierta distancia por la misma acera, que era de ladrillo más que de enlosado, y serpenteaba por el vecindario como un collar extendido plano sobre una mesa.

Por fin, divisó a la mujer de espaldas: una cosa exquisita, torneada, con una larga cabellera negra que le colgaba hasta mitad de camino de la cintura. ¿Irlandesa, como él? ¿Una guapa soltera? No había forma de saberlo vista de espaldas. Pero había empezado la caza. Pronto sabría de ella todo lo que quería saber. Sentía que el destino de esa hembra estaba ya en sus manos, que ya le pertenecía, a él, al Carnicero, su poderoso álter ego, o tal vez su verdadero yo. ¿Quién sabe?

Se acercaba cada vez más a la mujer del pelo negro como ala de cuervo, e iba fijándose en los estrechos callejones que flanqueaban algunas de las casas más grandes, las zonas arboladas, buscando un lugar adecuado… cuando vio que se aproximaban a una tienda. ¿Qué era esto? El único comercio que se había encontrado en varias manzanas. Casi parecía fuera de lugar en aquel barrio.

«Mercado de Sara», rezaba el rótulo de la fachada.

Y entonces la morenaza entró por la puerta.

—Maldita sea, mi gozo en un pozo —musitó el Carnicero, y sonrió imaginándose que se retorcía un bigote de villano. Le encantaban estos jueguecitos, esa especie de travesura del ratón y el gato provocador y peligroso en la que él dictaba todas las reglas. Pero esa sonrisa se disipó enseguida… porque vio otra cosa en el Mercado de Sara aquel, y lo que vio no fue de su agrado.

Había periódicos expuestos: ejemplares del Washington Post. Y qué curioso, de pronto recordó que el mismísimo Bob Woodward vivía por aquella zona. Pero lo peliagudo no era eso.

El problema era su cara, o al menos una aproximación, un dibujo a línea del Carnicero bastante logrado. Estaba colocado encima del pliegue del periódico, justo donde no debía.

—Dios mío, soy famoso.

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