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CUARTA PARTE Matadragones » 104

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No estoy seguro de por qué necesitaba ahora hablarles de Maria, pero quería que los críos conocieran mejor la verdad sobre ella.

Tal vez quería que ellos pudieran correr el telón que no había podido correr yo. Nunca había mentido a los niños acerca de Maria, pero me había guardado cosas, y… no, había mentido respecto a una cosa. Había contado a Damon y a Jannie que no estaba con Maria cuando le dispararon, pero que llegué al San Antonio antes de que muriera, y aún pudimos tener unas últimas palabras. El motivo fue que no quería tener que darles detalles que nunca podría quitarme yo de la cabeza: el sonido de los disparos que derribaron a Maria; su brusca inspiración en el instante en que la alcanzaron; la forma en que se escurrió de entre mis brazos y cayó a la acera.

Luego, la visión inolvidable de la sangre manando del pecho de Maria, y el momento en que comprendí que sus heridas eran mortales.

Seguía recordándolo con una claridad de pesadilla diez años después.

—He estado pensando en vuestra madre últimamente —dije aquella noche en el porche—. He pensado mucho en ella. Supongo que eso ya lo sabéis vosotros. —Los críos se habían colocado muy cerca de mí, sospechando que ésta no era una de nuestras charlas habituales—. Era una persona especial por tantas, tantas cosas, Damon, Jannie… Tenía los ojos vivaces, y siempre francos. Sabía escuchar. Y eso suele ser señal de que se es buena persona. Yo creo que lo era, vaya. Le encantaba sonreír y hacer sonreír a otras personas si podía. Solía decir: «Aquí tienes una taza de tristeza, y aquí tienes una de alegría, ¿con cuál te quedas?». Ella casi siempre elegía la taza de alegría.

—¿Casi siempre? —preguntó Jannie.

—Casi siempre. Piénsalo, Janelle. Tú eres lista. Me eligió a mí, ¿no? Con todos los chicos guapos que podía haber elegido, eligió este careto, este carácter adusto.

Janelle y Damon sonrieron; luego, Damon dijo:

—¿Esto es porque el que la mató ha vuelto? ¿Por eso estamos hablando ahora de mamá?

—En parte sí. Pero, además, últimamente he comprendido que tengo asuntos pendientes con ella. Y con vosotros dos. Por eso estamos hablando, ¿vale?

Damon y Jannie me escucharon en silencio, y estuve hablando mucho rato. Al final, mi voz se quebró con un sollozo. Creo que fue la primera vez que les dejé verme llorar por Maria.

—La quería tanto, quería a vuestra madre como si fuera una parte física de mí. Y supongo que la sigo queriendo. Sé que la sigo queriendo.

—¿Es por nosotros? —Preguntó Damon—. En parte es culpa nuestra, ¿no?

—¿Qué quieres decir, cariño? Me parece que no te sigo —le dije.

—Te recordamos a ella, ¿verdad? Te hacemos recordar a mamá todos los días, cada mañana cuando nos ves te acuerdas de que ella no está, ¿no es así?

Negué con la cabeza.

—A lo mejor hay un poquito de verdad en eso. Pero me la recordáis para bien, de la mejor manera posible. Créeme si te lo digo. Es todo bueno.

Esperaron a que dijera algo más, y no me quitaban los ojos de encima, como si de pronto fuera a salir corriendo.

—Están teniendo lugar muchos cambios en nuestras vidas —dije—. Ahora tenemos a Ali con nosotros. Yaya se hace mayor. Yo vuelvo a tener pacientes.

—¿Te gusta? —Preguntó Damon—. Lo de ser psicólogo.

—Sí. Por ahora.

—Por ahora. Qué tuyo es eso, papi —dijo Jannie.

Resoplé a modo de risa, pero no quise ver un cumplido en lo que había dicho Jannie. No porque fuera absolutamente reacio a los cumplidos, sino porque hay un momento para cada cosa, y éste no era el adecuado. Recuerdo que cuando leí la autobiografía de Bill Clinton, no pude sino pensar que, cuando admitía el daño que había hecho a su esposa y a su hija, daba la impresión de no poder resistirse a buscar el perdón a la vez, y puede que hasta los abrazos del lector. No podía evitarlo; tal vez por la gran necesidad que tiene de ser amado. Y tal vez le vengan de ahí también su empatía y su compasión.

Luego, por fin, hice lo más difícil: conté a Damon y a Jannie lo que le había pasado a Maria. Conté a mis hijos la verdad tal y como yo la conocía. Compartí casi todos los detalles de la muerte de Maria, de su asesinato, y les conté que ocurrió ante mis ojos, que estaba con ella cuando murió, que sentí su último aliento en este mundo y oí sus últimas palabras.

Cuando hube acabado, cuando ya no podía seguir hablando, Jannie susurró:

—Mira el río, cómo corre, papi. El río es verdad.

Eso era un mantra que les repetía yo a los niños cuando eran pequeños y Maria ya no estaba. Les llevaba a dar un paseo por el río Anacostia o el Potomac y les hacía mirarlo, mirar el agua, y les decía: «Mirad el río… El río es verdad».

O al menos, está más cerca de ella de lo que nosotros lo estaremos nunca.

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