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CUARTA PARTE Matadragones » 106

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Michael Sullivan venía usando el nombre de Michael Morrisey desde que se mudaron a Massachusetts; Morrisey era un capullo al que había destripado y troceado un poco en sus primeros tiempos de asesino a sueldo. Caitlin y los chicos conservaban sus nombres de pila, pero ahora llevaban todos el apellido Morrisey también. La historia que se habían aprendido de memoria era que habían estado viviendo unos años en Dublín, donde su padre trabajaba como asesor para varias empresas irlandesas que mantenían relaciones comerciales con Estados Unidos.

Ahora hacía trabajos de «asesoría» en Boston.

La última parte resultaba que era verdad, ya que el Carnicero acababa de aceptar un encargo que le había llegado a través de un viejo contacto que tenía en Boston sur. Un encargo, un trabajo, un asesinato remunerado.

Aquella mañana salió de la casa sobre el río Hoosic a las nueve de la mañana, una hora de lo más civilizada. Luego cogió el coche, hacia el oeste; se dirigía a la autopista de peaje de Massachusetts en su Lexus nuevo. Llevaba las herramientas en el maletero: pistolas, una sierra de carnicero, una pistola de clavos.

No puso música en toda la primera mitad del trayecto, prefirió recorrer otra vez los caminos de la memoria. Últimamente se acordaba mucho de sus primeros asesinatos: de su padre, por supuesto; de dos trabajitos que hizo para Maggione Senior; y de un cura católico llamado Francis X. Conley. El padre Frank X. llevaba años abusando de niños de la parroquia. Los rumores corrían por todo el barrio, historias adornadas con cantidad de detalles escabrosos, morbosos. A Sullivan no le cabía en la cabeza que algunos padres supieran lo que estaba pasando y no hubieran tomado ninguna iniciativa para impedirlo.

Cuando tenía diecinueve años y trabajaba ya para Maggione, un día vio al cura por casualidad en los muelles, donde Conley tenía una pequeña fueraborda con la que salía a pescar. Alguna vez se llevaba a pasar la tarde a alguno de los monaguillos. Un premio. Un regalito por ser bueno.

Aquel día de primavera en concreto, el buen cura se había acercado a los muelles para preparar su barca de cara a la temporada. Estaba trabajando con el motor cuando Sullivan y Jimmy Sombreros subieron a bordo.

—¡Eh, padre Frankie! —Dijo Jimmy, y esbozó una sonrisa maligna—. ¿Qué le parece si hoy nos damos una vueltecita en la barca? ¿Nos vamos de pesca?

El cura entornó los ojos ante los jóvenes sicarios, y frunció el gesto al reconocerlos.

—Creo que no, chicos. La barca todavía no está dispuesta para la acción.

Aquello le arrancó una risotada a Sombreros, que repitió:

—Dispuesta para la acción… Sí, sí, ya lo pillo.

Entonces Sullivan dio un paso al frente.

—Sí que está dispuesta, padre. Nos vamos de crucero por el mar. ¿Conoce esa canción? ¿Un crucero por el mar, de Frankie Ford? Pues ahí vamos. Los tres solitos.

De modo que botaron la barca y se alejaron del muelle, y del padre Frank X. nunca más se supo.

—Que Dios acoja su alma inmortal en el infierno —bromeó Jimmy Sombreros en el camino de vuelta.

Y aquella mañana, mientras iba a cumplir con su último encargo, a Sullivan le vino a la cabeza la vieja canción de Frankie Ford; y recordó cómo había suplicado el patético cura por su vida, y luego por su muerte, antes de acabar troceado para dar de comer a los tiburones. Pero sobre todo, recordó que él se preguntó si acababa de hacer una buena acción con el padre Frank, y si era o no posible que hiciera una.

¿Podría hacer el bien alguna vez en su vida?

¿O no había en él más que maldad?

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