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CUARTA PARTE Matadragones » 107

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Llegó por fin a Stockbridge, cerca de la frontera entre Nueva York y Massachusetts, y localizó la casa indicada gracias a su GPS. Estaba listo para aplicarse con toda su saña, para volver a ser el Carnicero, para ganarse el jornal.

Al carajo con las buenas obras y los buenos pensamientos, que a saber qué se suponía que demostraban. Localizó la casa, que era de estilo «campestre» y, en su opinión, de muy buen gusto. Se alzaba en mitad de varios acres de arces, olmos y pinos. Había un Porsche Targa negro aparcado en el camino de entrada, como una escultura moderna.

Al Carnicero le habían dicho que estaba en la casa una mujer de cuarenta y un años llamada Melinda Steiner… pero que conducía un Mercedes descapotable rojo despampanante. Así que, ¿de quién era el Porsche negro?

Sullivan aparcó fuera de la carretera principal, tras un grupo de pinos, y estuvo unos veinte minutos observando la casa. Una de las cosas en que se fijó fue que la puerta del garaje estaba cerrada. Y tal vez hubiera un magnífico Mercedes rojo descapotable en el garaje.

De modo que, una vez más, ¿de quién era el Porsche negro?

Con cuidado de permanecer oculto tras las gruesas ramas, se llevó a los ojos un par de binoculares alemanes. Entonces examinó despacio las ventanas de la casa que daban al este y al sur, una por una.

No parecía haber nadie en la cocina: no se veía luz tras sus ventanas, ni movimiento alguno.

Lo mismo en el salón, que se veía igualmente oscuro y desierto.

Pero alguien había en la casa, ¿no?

Les encontró al fin en un dormitorio que hacía esquina en el segundo piso. Probablemente, la suite principal.

Melinda, o Mel, Steiner estaba allí arriba.

Y un tipo rubio. De probablemente cuarenta y pocos años, cabía suponer que el propietario del Porsche.

«Demasiadas equivocaciones que calcular —pensó—. Una verdadera maraña de errores, y bien jodidos».

Lo que podía calcular también era que su tarifa de setenta y cinco mil dólares por este trabajo acababa de duplicarse, porque nunca hacía dos por el precio de uno.

El Carnicero empezó a caminar hacia la casa de campo, en una mano la pistola, en la otra la caja de herramientas, y se sentía bastante contento con el trabajo, el día, la vida que llevaba.

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