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CUARTA PARTE Matadragones » 108

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Pocas cosas había en la vida mejores que la sensación de confiar en tu habilidad para hacer bien un trabajo. Michael Sullivan pensaba en lo cierto de esa afirmación al aproximarse a la casa.

Era consciente de la cantidad de terreno que rodeaba la casa blanca de estilo colonial, tres o cuatro acres de campos y bosques aislados. Vio al fondo una pista de tenis que parecía hecha de arcilla verde. Podía ser que fuera de Har-Tru, que al parecer era la favorita de los aficionados al tenis allá en Maryland.

Pero sobre todo estaba centrado en su trabajo, en la misión que debía cumplir, y en sus dos puntos fundamentales.

Matar a una mujer llamada Melinda Steiner… y a su amigo, que ya se había convertido en un estorbo.

No dejarse matar él. Nada de errores.

Abrió lentamente la puerta principal de madera de la casa, que no tenía echado el pestillo. La gente hacía eso mucho en el campo, ¿verdad? Error. Y estaba bastante seguro de que tampoco iba a encontrar mucha resistencia una vez arriba.

«Pero nunca se sabe, así que no vayas de sobrado, no te vuelvas descuidado, no te confíes más de la cuenta, Mikey».

Recordó el fiasco de Venecia, en Italia, lo que había ocurrido allí. El desastre que fue, y lo poco que faltó para que lo pillaran. Ahora La Cosa Nostra andaría buscándolo por todas partes, y un día lo encontrarían.

Así que, ¿por qué no hoy? ¿Por qué no ahí mismo?

El contacto por el que le había llegado el trabajo era un viejo amigo, pero la Mafia podía haberse propuesto llegar hasta él fácilmente. Y luego tenderle una encerrona al Carnicero.

Pero no lo creía, la verdad.

Hoy no.

Se había encontrado la puerta principal sin atrancar. La habrían cerrado si fuera una trampa, sobre todo si querían que resultara convincente.

La pareja que había visto en el dormitorio actuaba con demasiada naturalidad, se la veía demasiado metida en situación, y no se creía que nadie, salvo quizás él mismo, fuera lo bastante fino como para montar una trampa de ese tipo tan meticulosamente. Los dos del piso de arriba estaban sacudiéndose los sesos y fluidos vitales a base de bien; de eso no le cabían muchas dudas.

Al subir por la escalera, iban llegando a sus oídos los gruñidos de placer con que acompañaban el polvo. El ruido de los muelles del colchón al contraerse y estirarse, el de la cabecera dando golpes contra la pared.

Claro que podía tratarse de una grabación.

Pero el Carnicero lo dudaba, y su instinto solía funcionar bien, muy bien. Hasta el momento, lo había mantenido con vida, y había supuesto la muerte para muchas otras personas.

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