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CUARTA PARTE Matadragones » 109

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Al llegar al segundo piso, el corazón le latía mucho más deprisa, los gemidos y el surtido de ruidos de la cama se oían más alto, y a él se le escapó una sonrisa sin querer.

Curiosamente, le había venido a la cabeza una escena de una película titulada Entre copas, con la que en su día se había partido de risa. El personaje más bajito, que básicamente era un borrachín, tenía que recuperar la cartera del otro gilipollas, y no tenía más remedio que colarse en un dormitorio en donde una pareja regordeta y de baja estofa copulaba como cerdos en celo en su pocilga. La escena era genial; desternillante y totalmente inesperada, además. Igual que iba a resultar esto. Para él, al menos.

De modo que dio la vuelta a una esquina y echó un ojo al interior de la habitación, y pensó: «Sorpresa, estáis los dos muertos».

Tanto el hombre como la mujer estaban en muy buena forma. Atléticos, con buen tono muscular y culos bonitos y prietos. Una pareja muy sexy. Sonrientes los dos.

Daba la impresión de que se gustaban, y de que por eso estaban disfrutando. Quizás estuvieran enamorados. Desde luego, parecían estar pasándolo fenomenal con el polvo, que era de los gimnásticos y sudorosos. El tío rubio la estaba metiendo hasta el fondo, y se diría que a Melinda ya le parecía bien así. Resultaba todo bastante excitante. Melinda llevaba puestos unos calcetines blancos largos hasta la rodilla, un detalle que a Sullivan le encantó. ¿Lo hacía por el tío o por ella misma?, se preguntó.

Después de mirarlos durante un minuto más o menos, se aclaró la garganta.

—Ejem, ejem. Orden en la polvera.

La pareja en celo se separó de un brinco, lo que no resultó fácil, dada la enrevesada posición en que se hallaban trabados un par de milisegundos antes.

—¡Caramba! ¡Sois la bomba! —dijo, y sonrió complaciente, como si estuviera allí de inspección de asuntos extraconyugales o algo así—. No veas cómo le dais. Estoy impresionado.

Lo cierto era que le gustaban los dos bastante, sobre todo la tal Mel. No había duda de que era muy atractiva para su edad. Bonito cuerpo, bonita cara; «muy dulce», pensó. Le gustaba incluso el hecho de que no se tapara y se quedara sosteniéndole la mirada, como diciendo: «¿Qué coño te crees que estás haciendo aquí? Ésta es mi casa, me acuesto con quien me da la gana, y no es asunto tuyo, quienquiera que seas. ¡Así que piérdete!».

—Eres Melinda Steiner, ¿correcto? —preguntó, apuntándole con la pistola, pero no de modo amenazador. ¿Qué sentido tenía amenazarlos, asustarlos más de lo estrictamente necesario? A éstos no se la tenía jurada. No eran de la Mafia. No la habían emprendido a tiros con él ni con su familia.

—Sí. Soy Melinda Steiner. Y tú, ¿quién eres? ¿Qué pintas aquí?

Era algo peleona, decididamente, pero no por ello un fastidio. Joder, era su casa, y tenía derecho a saber qué estaba haciendo él allí.

Se plantó dentro de la habitación en dos zancadas y…

¡Pop!

¡Pop!

¡Pop!

Alcanzó en la garganta y en la frente al rubio, que cayó de la cama al suelo, sobre la alfombra de estilo indio. Para que digan que si te mantienes en forma vives más tiempo.

Melinda se tapó la boca con ambas manos, y exclamó con voz entrecortada:

—¡Oh, Dios mío! —Pero no chilló, lo que significaba que aquello iba más que nada de sexo. Estaban follando, pero no estaban enamorados ni mucho menos. Viendo la cara de ella ahora mismo, Michael ni siquiera creía que a Melinda le gustara tanto el rubiales.

—Buena chica, Melinda. Estás pensando con la cabeza. No ha sentido nada de nada. Ningún dolor, te lo prometo.

—Era mi arquitecto —dijo ella, y añadió inmediatamente—: No sé por qué te lo digo.

—Porque estás nerviosa, eso es todo. ¿Cómo no ibas a estarlo? Probablemente ya has adivinado que he venido a matarte a ti, no a tu ex amante.

Estaba de pie a un metro de la mujer, y la apuntaba con la pistola más o menos al corazón. Parecía dominar bastante bien su pánico, sin embargo; lo tenía muy impresionado. A Sullivan le iban ese tipo de chicas. Tal vez debiera ser ella la jefa de la Mafia. Tal vez la propusiera para el cargo.

Decididamente, le gustaba, y de pronto le asaltó la idea de que su marido no le gustaba demasiado. Se sentó en la cama con la pistola sobre ella; bueno, concretamente sobre su teta izquierda.

—La cosa está así, Mel. A mí me ha enviado a matarte tu marido. Me ha pagado setenta y cinco mil dólares —dijo—. Ahora mismo estoy improvisando, pero ¿tienes acceso a tu propio dinero? Tal vez podríamos negociar algún tipo de acuerdo. ¿Crees que es posible?

—Sí —dijo ella—. Lo es. —Eso fue todo.

Alcanzaron un acuerdo en cuestión de dos minutos, y su tarifa se cuadriplicó. Hay mucha gente loca por el mundo; se le pasó por la cabeza que no era de extrañar que Mujeres desesperadas tuviera tanto éxito.

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