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PRIMERA PARTE - Nadie va a quererte nunca como te quiero yo (1993) » 10

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Jiang era alto, y parecía casi consumido. Lucía una barbita de chivo, negra y descuidada, que le colgaba sus buenos veinte centímetros por debajo del mentón.

El señor de la droga tenía fama de ser taimado, competitivo y sanguinario, esto último a menudo sin necesidad, como si todo aquello no fuera para él más que un juego, peligroso y a lo grande. Había crecido en las calles de Shanghai, después se trasladó a Hong-Kong, luego a Bagdad, y finalmente a Washington, donde reinaba sobre varios barrios como un señor de la guerra chino del Nuevo Mundo.

Recorrí con la vista la calle M en busca de señales de peligro. Los dos guardaespaldas de Jiang parecían alerta, y me pregunté si lo habrían puesto sobre aviso; y de ser así, ¿quién? ¿Alguno de los miembros del Departamento de Policía que tenga en nómina? Era posible, decididamente.

También me preguntaba si ese asesino irlandés sería tan bueno como decían.

—¿Nos han visto ya los guardaespaldas? —dijo Sampson.

—Me figuro que sí, John. Estamos aquí como factor disuasorio más que otra cosa.

—¿Nos habrá visto también el sicario? —preguntó.

—Si es que está aquí. Por poco bueno que sea, si hay un sicario, probablemente también nos ha visto.

Cuando Jiang An-Lo estaba a mitad de camino a un reluciente Mercedes negro aparcado en la calle, otro coche, un Buick LeSabre, giró por la calle M. Aceleró, haciendo rugir el motor y rechinar los neumáticos al quemarlos contra el pavimento.

Los guardaespaldas de Jiang se dieron la vuelta hacia el coche, que seguía acelerando. Los dos habían sacado las pistolas. Sampson y yo abrimos violentamente las puertas de nuestro coche.

—Disuasorio, por mis cojones —masculló él.

Jiang vaciló, pero sólo por un instante. Luego empezó a caminar a grandes zancadas desgarbadas, casi como si estuviera intentando correr con una falda tobillera, en dirección al adosado del que acababa de salir. Se habría figurado, acertadamente, que continuaría en peligro si seguía adelante y llegaba al Mercedes.

Pero todo el mundo estaba confundido. Jiang, los guardaespaldas, Sampson y yo.

Los disparos vinieron de detrás del narcotraficante, de la dirección opuesta de la calle.

Tres sonoros estallidos de arma larga.

Jiang cayó y se quedó tendido en la acera, completamente inmóvil. Le manaba sangre de un lado de la cabeza como por un surtidor. Dudaba que estuviera vivo.

Di media vuelta y miré a la azotea de un edificio de piedra roja conectado con más azoteas que flanqueaban el otro lado de M.

Vi a un hombre rubio, que hizo una cosa rarísima: nos dedicó una reverencia. No podía creerme lo que acababa de hacer. ¿Una reverencia?

Entonces se agachó tras un parapeto de ladrillo y desapareció de nuestra vista por completo.

Sampson y yo cruzamos la calle M a la carrera y entramos en el edificio. Subimos las escaleras de cuatro en cuatro escalones, a toda prisa. Cuando llegamos a la azotea, el tirador había desaparecido. No se veía a nadie por ninguna parte.

¿Había sido el sicario irlandés? ¿El Carnicero? ¿El sicario de la Mafia llegado de Nueva York?

¿Quién coño podía haber sido si no?

Aún no podía creer lo que había visto. No sólo que hubiera alcanzado a Jiang An-Lo con tanta facilidad, sino que hubiera hecho una reverencia tras su actuación.

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