Cross

Cross


PRIMERA PARTE - Nadie va a quererte nunca como te quiero yo (1993) » 15

Página 19 de 131

15

El hospital de San Antonio no estaba lejos, y yo corría todo lo rápido que podía con Maria hecha un guiñapo desmadejado y pesado en mis brazos. Mi corazón, la sangre acelerada, creaban un rugido ensordecedor en mis oídos, como si estuviera atrapado debajo, o tal vez dentro, de una ola oceánica a punto de romper sobre nosotros dos y ahogarnos en aquellas calles de la ciudad.

Tenía miedo de tropezar y caerme, porque sentía las piernas flojas y temblorosas. Pero también sabía que no podía reducir el paso, que no podía dejar de correr hasta que llegara a Urgencias.

Maria no había hecho el menor ruido desde que susurrara mi nombre. Yo estaba atemorizado, tal vez conmocionado, y desde luego afectado de «visión de túnel». Todo a mí alrededor era una nube borrosa que hacía que el momento pareciera aún más irreal.

Pero estaba corriendo, de eso no había duda.

Llegué a la avenida de la Independencia y vi por fin el rótulo luminoso rojo de «Urgencias» a menos de una manzana de distancia.

Tuve que detenerme a causa del tráfico, que era rápido y denso. Empecé a gritar pidiendo ayuda. Desde donde me hallaba, podía ver a un grupo de auxiliares de hospital reunidos en corrillo, charlando entre ellos, pero no me habían visto todavía y con el ruido del tráfico no me oían.

No tenía otra elección, así que me adentré como pude en la calzada abarrotada.

Los coches viraban bruscamente para esquivarme, y un gran monovolumen plateado se detuvo en seco. Al volante iba un padre exasperado, y en el asiento trasero unos críos volcados al frente. Nadie me pitaba, tal vez porque veían a Maria en mis brazos. O quizá fuera por la expresión de mi cara. Pánico, desesperación, lo que fuese.

Los coches seguían frenando para dejarme pasar.

Yo pensaba para mis adentros: «vamos a conseguirlo». Se lo dije a Maria:

—Estamos en el hospital de San Antonio. Te pondrás bien, cariño. Casi hemos llegado. Aguanta, ya estamos allí. Te quiero.

Llegué al otro lado de la calle, y Maria abrió repentinamente los ojos de par en par. Me miró, clavó sus ojos en lo más profundo de los míos. Al principio, parecía confusa, pero luego enfocó la mirada sobre mi rostro.

—Cuánto te quiero, Alex —dijo Maria, y me hizo ese guiño suyo maravilloso. Y entonces los ojos de mi dulce niña se cerraron por última vez, y me dejó para siempre. Mientras yo seguía allí, de pie, aferrándome a ella como a un clavo ardiendo.

Ir a la siguiente página

Report Page