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PRIMERA PARTE - Nadie va a quererte nunca como te quiero yo (1993) » 17

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Mi abuela estaba de pie en la entrada del pasillo que conducía a los dos pequeños dormitorios del apartamento. Llevaba todo aquel rato observándome con los brazos cruzados. ¿Había estado hablando conmigo mismo? ¿En voz alta? No tenía ni idea de lo que había hecho.

—Te he despertado, ¿no? —dije, en un susurro más bien innecesario, teniendo en cuenta el llanto del bebé.

Yaya estaba tranquila, y mantenía en apariencia un perfecto dominio de sí misma. Se había quedado en el apartamento para ayudarme con los niños por la mañana, pero ya estaba levantada, y era por culpa mía y de la pequeña Jannie.

—Estaba despierta —dijo—. Pensando en que los niños y tú tenéis que veniros a mi casa de la calle Cinco. Hay espacio de sobra, Alex. Es una casa muy grande. Es la mejor forma de organizamos a partir de ahora.

—¿De organizar qué? —pregunté, un poco confundido por sus palabras, sobre todo porque Jannie me estaba berreando en la otra oreja.

Yaya encorvó la espalda.

—Necesitas que te ayude con estos críos, Alex. Está más claro que el agua. Lo acepto. Quiero hacerlo, y lo voy a hacer.

—Yaya —dije—. Nos apañaremos. Saldremos adelante solos. Sólo tienes que darme un poco de tiempo para que me aclare con todo.

Yaya me ignoró y siguió poniéndome al corriente de sus pensamientos.

—Estoy aquí por ti, Alex, y estoy aquí por los niños. Así debe ser ahora. No quiero oír más peros. Así que déjalo ya, por favor.

Entonces se acercó a mí y me rodeó con sus brazos delgados, ciñéndome más fuerte de lo que nadie hubiera pensado que pudiera.

—Te quiero más que a mi vida. —Y añadió—: Quería a Maria. Yo también la echo de menos. Y quiero a estos pequeños, Alex. Ahora más que nunca.

Ahora a los dos se nos saltaban las lágrimas; estábamos los tres llorando en el reducido y atestado espacio de la salita del apartamento. Yaya tenía razón en una cosa: aquel sitio no podía seguir siendo nuestra casa. Había entre sus paredes demasiados recuerdos de Maria.

—Venga, dame a Jannie. Dámela —dijo, y no era precisamente un ruego. Suspiré y le tendí el bebé a aquella temible guerrera de metro y medio que me había criado desde que, con diez años, me quedé huérfano.

Yaya empezó a darle a Jannie palmaditas en la espalda y a frotarle el cuello, y entonces la criatura soltó un rotundo eructo. Yaya y yo nos echamos a reír, sin poder evitarlo.

—Muy poco propio de una dama —susurró Yaya—. Ahora, Janelle, basta de llorar de esa manera. ¿Me oyes? Para inmediatamente.

Jannie hizo lo que Yaya le ordenaba, y ése fue el principio de nuestra nueva vida.

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