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SEGUNDA PARTE - Caso enfriado » 23

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Lo llevaba en la sangre.

El Carnicero tenía la costumbre de interceptar la señal de radio de la policía siempre que estaba en el D.C., y era difícil que se le pasara por alto aquel caramelito. «Aquí se va a montar un sarao de mil pares de cojones», se dijo inmediatamente. Operaciones Especiales contra Rescate de Rehenes. Le encantaba.

A lo largo de los últimos años, había ido limitando el tipo de trabajos que aceptaba: «currar menos, cobrar más». Tres o cuatro encargos gordos al año, más algún que otro favor a los jefes. Con eso tenía de sobra para pagar las facturas. Además, el nuevo Don, Maggione Junior, no era precisamente su fan número uno. La única pega era que echaba en falta la emoción, los viajes de adrenalina, la acción constante. ¡Conque allí estaba, de invitado en el baile de la poli!

Se iba riendo mientras aparcaba su Range Rover a una docena de manzanas del escenario del probable tiroteo. Sí, señor, el barrio estaba que ardía. Ni siquiera a pie pudo acercarse por la avenida Kentucky a menos de unos cuantos bloques. De camino a la escena del crimen, ya había contado más de dos docenas de furgonetas de la policía metropolitana aparcadas en la calle. Aparte de unas cuantas más de coches patrulla.

Luego vio gabanes azules del FBI; probablemente, serían los chicos de Rescate de Rehenes, que habrían venido de Quantico. ¡Joder! Se suponía que eran unos figuras, que llegaban allí sólo los mejores. Igualito que él. La cosa prometía, y no se lo habría perdido por nada del mundo, aunque para él fuera un poco peligroso estar aquí. Después identificó varios vehículos de puesto de mando. Y en la «zona restringida» o perímetro interior, creyó distinguir al tipo a cargo de la operación.

Entonces, Michael Sullivan vio algo que hizo que se detuviera y que se le acelerara ligeramente el corazón. Un tío con ropa de calle hablando con uno de los agentes del FBI.

Sullivan conocía a aquel notas, el que iba de paisano. Se llamaba Alex Cross, y, en fin, él y Sullivan habían compartido un par de momentos. Y luego se acordó de otra cosa: Marianne, Marianne. Uno de sus asesinatos —y fotos— favoritos.

La cosa se ponía mejor por momentos.

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