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SEGUNDA PARTE - Caso enfriado » 24

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Decididamente, estaba muy claro por qué requería allí Ned Mahoney.

Una fábrica de heroína que se calculaba que contenía más de ciento cincuenta kilos de ponzoña, con un valor en la calle de siete millones. Polis contra polis. Parecía la típica situación en que ninguno de los implicados puede salir ganando. Oí que el capitán Moran le decía a alguien:

—Te mandaría al infierno, pero trabajo allí y no me apetece tener que verte todos los días. —Aquello venía a resumir la situación perfectamente.

Dentro del edificio no parecía que nadie estuviera tentado de rendirse: ni los traficantes ni los tíos de Operaciones Especiales. Tampoco dejaban salir a ninguno de los trabajadores del laboratorio encerrados en el cuarto piso. Teníamos el nombre y edad aproximada de algunos de estos últimos, y casi todos eran mujeres de entre quince y ochenta y un años. Era gente del barrio que no tenía acceso a otros trabajos, generalmente por barreras lingüísticas y educativas, pero que necesitaba y quería trabajar.

No me estaba yendo mucho mejor que a todos los demás en lo tocante a dar con una solución o un plan alternativo. Tal vez por eso decidí, a eso de las diez, ir a dar un paseo fuera de la zona acordonada. Para tratar de despejarme la cabeza. Quizá me viniera una idea si salía físicamente de aquella olla a presión.

Para entonces había ya cientos de espectadores, incluidas algunas docenas de periodistas y equipos de televisión.

Me alejé unas manzanas caminando tranquilamente por la calle M, con las manos hundidas en los bolsillos. Llegué a una esquina atestada en la que los de la tele estaban entrevistando a gente del barrio.

Iba a pasar de largo, absorto en mis pensamientos, cuando oí a una de las mujeres que hablaba entre sollozos, desconsolada:

—Hay sangre de mi sangre atrapada ahí dentro. Y nadie hace nada. ¡Les trae sin cuidado!

Me paré a escuchar la entrevista. La mujer no tendría más de veinte años, y estaba embarazada. Por su aspecto, le faltaba muy poco para salir de cuentas. Igual rompía aguas aquella misma noche.

—Mi abuela tiene setenta y cinco años. Está ahí dentro por querer ganar dinero para que mis hijos puedan ir a la escuela católica. Se llama Rosario. Es una mujer maravillosa. Mi abuela no merece morir.

Escuché unas cuantas entrevistas emotivas más, casi todas a familiares de los trabajadores del laboratorio, pero también un par de ellas a mujeres e hijos de los miembros de la banda de narcotraficantes. Uno de los camellos atrapados no tenía más que doce años.

Finalmente, volví a la zona acordonada, al perímetro interior, y fui a buscar a Ned Mahoney. Lo encontré reunido con unos cuantos burócratas de traje y el capitán Moran, junto a una de las furgonetas de puesto de mando. Estaban discutiendo si se cortaba la luz al edificio.

—He tenido una idea —le dije.

—Pues ya iba siendo hora.

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