Cross

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SEGUNDA PARTE - Caso enfriado » 30

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Estaba sentada ante una taza de té y una tostada. Parecía enferma, pero yo sabía que no se trataba de eso.

Su infusión caliente echaba humo, y ella también. Todavía no había sacado a los críos de la cama. Tenía su tele pequeña sintonizada en los boletines locales de noticias sobre la operación policial de la noche anterior en el cruce de Kentucky con la Quince. Resultaba irreal ver las grabaciones en mitad de nuestra cocina.

Yaya fijó la vista en la herida que tenía en un lado de la frente; en la «venda» que la cubría.

—Es un rasguño —dije—. Poca cosa. No ha pasado nada. Estoy bien.

—No me vengas con esas ridículas explicaciones, Alex. No te atrevas a tratarme con esa condescendencia, como si fuera tonta. Estoy contemplando la línea de la trayectoria de una bala a la que le ha faltado un dedo para reventarte los sesos y dejar huérfanos a tus tres pobres hijos. Sin madre ni padre. ¿Me equivoco acaso? ¡No, claro que no! Y ya estoy harta de esto, Alex. Llevo más de diez años viviendo cada día con esta especie de miedo espantoso. Y ya está bien. Hasta aquí hemos llegado. Te juro que ya he tenido bastante. Se acabó. ¡No quiero saber nada más! ¡Me desentiendo! ¡Sí, me has oído bien! ¡Os dejo a los niños y a ti! ¡Os dejo!

Levanté ambas manos en mi descargo.

—Yaya, estaba fuera con los críos cuando recibí un aviso de emergencia. No tenía ni idea de que fueran a llamarme. ¿Cómo iba a saberlo? No hay nada que hubiera podido hacer para evitar que pasara lo que ha pasado.

—Aceptaste la llamada, Alex. Luego aceptaste la misión. Como haces siempre. Tú lo llamas dedicación, deber. Yo lo llamo enajenación total, locura.

—No. Tenía. Otra. Elección —silabeé exageradamente.

—Sí que la tienes, Alex —afirmó mi abuela—. A eso voy precisamente. Pudiste decir que no, que estabas fuera con tus hijos. ¿Qué crees que te habrían hecho, Alex? ¿Despedirte por tener vida privada? ¿Por ser padre? Y si por casualidad te hubieran despedido, que no hubiera caído esa breva, pues adelante.

—No sé qué habrían podido hacer, Yaya. Antes o después supongo que sí que acabarían por despedirme.

—¿Y tan malo sería eso? ¿En serio? ¡Bah, déjalo! —dijo, y dio un golpetazo en la mesa con el tazón—. ¡Me voy!

—Por Dios, Yaya, esto es ridículo. Estoy derrengado. Me han pegado un tiro. O casi. Lo hablamos más tarde. Ahora mismo necesito dormir.

Yaya se puso súbitamente en pie, y se me acercó. Tenía el rostro desencajado de rabia, los ojos como minúsculas cuentas negras. No la había visto así en muchos años, quizá desde que estaba creciendo y andaba yo también un poco descontrolado. Dijo, aún furiosa:

—¿Ridículo? ¿Esto te parece ridículo? ¿Cómo te atreves a decirme semejante cosa?

Yaya me golpeó el pecho con la base de ambas manos. Los golpes no dolieron, pero la intención sí, la verdad que encerraban sus palabras sí.

—Lo siento —dije—. Es sólo que estoy cansado.

—Búscate una asistenta, una niñera, lo que quiera que encuentres. ¿Tú estás cansado? Yo sí que estoy cansada. ¡Cansada, y harta, y asqueada de preocuparme por ti!

—Yaya, lo siento. ¿Qué más quieres que te diga?

—Nada, Alex. No digas nada. Estoy aburrida de oírte, de todos modos.

Salió disparada hacia su habitación hecha una furia, sin decir una palabra más. «Bueno, al menos hemos terminado con esto», pensé mientras me sentaba junto a la mesa de la cocina, cansado y ahora además con una depresión de caballo.

Pero no habíamos terminado.

Al cabo de unos minutos, Yaya reapareció en la cocina arrastrando una vieja maleta de piel y una bolsa de viaje con ruedas, más pequeña. Pasó de largo junto a mí, cruzó el comedor y salió por la puerta principal sin volverse a mirarme.

—¡Yaya! —exclamé, levantándome como pude de la silla y echando a trotar detrás de ella—. Para. Por favor, para y habla conmigo. Hablemos.

—¡Ya he dicho todo lo que tenía que decir!

Llegué hasta la puerta y vi un taxi azul claro, rayado y abollado y soltando un humo mortecino, parado enfrente de casa. Uno de sus muchos primos, Abraham, trabajaba de conductor para una de las compañías de taxis de Washington. Desde el porche, alcanzaba a distinguir su cogote, con su corte de pelo retro, a lo afro.

Yaya se subió al desangelado taxi azul, que se alejó de inmediato de la casa entre pedorretas.

Entonces escuché una vocecita:

—¿Adónde va Yaya?

Me di la vuelta y cogí en brazos a Ali, que se había colado en el porche, detrás de mí.

—No sé, hombrecito. Creo que nos acaba de abandonar.

Pareció horrorizado al oírlo.

—¿Yaya abandona nuestra familia?

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