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SEGUNDA PARTE - Caso enfriado » 32

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Su padre llevaba ya mucho tiempo muerto, pero el siniestro hijoputa no andaba nunca lo bastante lejos de los pensamientos de Michael, que, de hecho, había ingeniado formas muy particulares de «escapar» de los demonios de su infancia.

Al día siguiente por la tarde, hacia las cuatro, se fue de compras a las Galerías Tysons, en McLean, Virginia. Buscaba algo muy especial: justo la chica indicada. Quería jugar a un juego llamado «semáforo rojo, semáforo verde».

En las galerías, y durante la siguiente media hora, abordó a unas cuantas posibles jugadoras en la puerta de Saks Quinta Avenida, de Neiman Marcus después, y luego de Lillie Rubin.

Su técnica era directa e invariable. Amplia sonrisa, y luego: «Hola. Me llamo Jeff Carter. ¿Podría hacerle un par de preguntas? ¿Le importa? Será rápido, se lo prometo».

La quinta o sexta mujer a la que abordó tenía una cara muy bonita e inocente —¿cara de Madonna?—, y se paró a oír lo que tenía que decirle. Cuatro de las mujeres con las que lo había intentado antes eran bastante agradables. Una hasta coqueteó un poco, pero todas terminaron por irse.

No era algo que le molestara. Le gustaba la gente inteligente, y aquellas mujeres sólo estaban siendo cautelosas en el juego de ligar. ¿Qué decía la clásica advertencia? «No cojas eso, no tienes manera de saber de dónde ha salido».

—Bueno, no se trata exactamente de preguntas —dijo a la Madonna de las galerías, siguiendo con su rutina de captación—. Permítame expresarlo de otra manera. Si digo algo que la moleste, daré media vuelta y me iré. ¿Le parece justo? Usted pone el semáforo en rojo o en verde.

—Es un poco raro —dijo la morenita. Era espectacularmente guapa de cara y, por lo que se podía apreciar, tenía buen cuerpo. Su voz era un poco monótona, pero, oye, nadie era perfecto. Salvo tal vez él mismo.

—Pero inofensivo —prosiguió—. Por cierto, me gustan sus botas.

—Gracias —dijo la chica—. No me molesta que me diga que le gustan. También me gustan a mí.

—También tiene una sonrisa muy bonita. Usted ya lo sabe, ¿verdad? Naturalmente que sí —se atrevió Sullivan.

—Vaya con cuidado. No tiente a su suerte.

Se rieron los dos, y a Sullivan le pareció que estaban congeniando. En todo caso, el juego seguía abierto. Sólo tenía que evitar que el semáforo se pusiera en rojo.

—¿Puedo continuar? —preguntó. Siempre hay que pedirles permiso. Era una regla que seguía cada vez que jugaba. «Sé siempre educado».

Ella se encogió de hombros, desvió sus claros ojos castaños, traspasó la carga de su peso de una pierna a la otra.

—Supongo que sí. Ya que estamos, ¿por qué no?

—Mil dólares —dijo Sullivan. Normalmente, era en este punto cuando se ganaba o se perdía el juego. Justo… ahora.

La sonrisa se esfumó del rostro de la Madonna… pero no lo dejó plantado. A Sullivan empezó a latirle más fuerte el corazón. La tenía enganchada, inclinada a su favor. Ahora sólo le quedaba cerrar la venta.

—Sin cosas raras, se lo prometo —se apresuró a decir Sullivan, derrochando su encanto sin que resultara demasiado fehaciente.

La Madonna frunció el ceño.

—Conque me lo promete, ¿eh?

—Una hora —dijo Sullivan. El truco estaba en cómo lo decía. Tenía que sonar como si fuera lo más normal del mundo, nada amenazador, nada que se saliera de lo corriente. Sólo una hora. Son mil dólares. ¿Por qué no? ¿Qué hay de malo en ello?

—Semáforo rojo —dijo ella, y se alejó de él, enfurruñada, sin siquiera volverse a mirarlo. Estaba claro que se había molestado.

Sullivan se puso como loco, el corazón se le había acelerado a cien y alguna otra cosa también. Sintió deseos de agarrar a la Madonna y estrangularla en mitad del centro comercial. Hacer una escabechina con ella. Pero le encantaba aquel jueguecito que se había inventado. Semáforo rojo, semáforo verde.

Media hora más tarde, estaba probando suerte en la puerta de Victoria's Secret, en el cercano centro comercial de Tysons Corner; llegó hasta «una hora» con una rubia de aspecto soñador que llevaba una camiseta con la inscripción «Jersey Girl» y unos shorts muy ajustados. Pero no hubo suerte con ella, y Sullivan empezaba ya a estar salido y a cabrearse. Necesitaba ganar, necesitaba echar un polvo, necesitaba una descarga de adrenalina.

La siguiente chica a la que abordó tenía un pelo rojo precioso, reluciente. Un cuerpo que quitaba el hipo. Piernas largas y unas tetas pequeñas y vivaces, que se movían al ritmo de su conversación cuando hablaba. Cuando le soltó lo de «una hora», cruzó sus delgados brazos sobre el pecho. «Caramba, eso sí que es lenguaje corporal». Pero la pelirroja no se alejó de él. ¿Sentimientos encontrados? Seguro. Le encantaba eso en las mujeres.

—Tú mandas en todo momento. Tú eliges el hotel que quieras, o tu casa. Lo que quieras, lo que creas conveniente. Las condiciones las pones tú.

Ella se detuvo un momento a mirarlo, en silencio, y supo que lo estaba evaluando; llegados a este punto, todas te miraban fijamente a los ojos. Estaba seguro de que ésta confiaba en su instinto. «Las condiciones las pones tú». Además, o quería los mil dólares o los necesitaba. Y por supuesto, él era guapo. La pelirroja habló por fin, en voz baja, porque nadie más debía escuchar esto, ¿vale?

—¿Llevas el dinero encima?

Él le enseñó un rollo de billetes de cien.

—¿Son todos de cien?

Él le mostró que eran de cien.

—¿Te importa que te pregunte cómo te llamas? —dijo Sullivan.

—Sherry.

—¿Es tu verdadero nombre?

—¿Qué más da, Jeff? Vamos. El tiempo corre. Tu hora ya ha empezado.

Y allá fueron.

Cuando hubo transcurrido su hora con Sherry, que de hecho fue más bien hora y media, a Michael Sullivan no le hizo falta darle dinero. Ni mil dólares, ni cinco centavos. No tuvo más que enseñarle a Sherry su colección de fotos… y un bisturí que traía consigo.

Semáforo rojo, semáforo verde.

Un juego cojonudo.

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