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CUARTA PARTE Matadragones » 116

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Volví el cuello bruscamente para mirar hacia la casa de la colina. Vi a dos de los chicos de Sullivan, que bajaban corriendo por las escaleras de la entrada. Iban en pijama y con los pies descalzos.

—¡Volved atrás! —Les chilló Sullivan—. ¡Vosotros dos, entrad en casa! ¡Adentro!

Entonces Caitlin Sullivan salió corriendo de la casa en albornoz, tratando de retener a su hijo pequeño hasta que lo cogió en brazos. Se desgañitaba gritándoles a los otros dos chicos para que volvieran adentro.

Entre tanto, continuaba la ensalada de tiros, explosiones estruendosas que resonaban en la noche. Fogonazos de luz iluminaban los árboles, las rocas, los cuerpos caídos sobre la hierba.

Sullivan seguía gritando:

—¡Volved a la casa! ¡Volved! ¡Caitlin, hazles entrar!

Los chicos no hacían caso; seguían avanzando por el césped en dirección a su padre.

Uno de los sicarios volvió su arma hacia las figuras que corrían; le disparé y le acerté en un lado del cuello. Se retorció, cayó, y allí se quedó. Pensé: «Acabo de salvarles la vida a los hijos de Sullivan». ¿Qué significaba eso? ¿Que estábamos en paz por la vez que vino a mi casa y no mató a nadie? ¿Se suponía que ahora debía disparar yo a Caitlin Sullivan en represalia por Maria?

Nada parecía tener mucho sentido para mí en aquel césped oscuro y teñido de sangre.

Otro sicario retrocedió corriendo en zigzag hasta llegar al bosque. Entonces se tiró de cabeza en la maleza. Un último sicario se alzó en campo abierto. Sullivan y él se encararon y se dispararon el uno al otro. El soldado giró de pronto sobre sí mismo y se fue al suelo, con la sangre brotándole a borbotones de una herida abierta en la cara. Sullivan quedó en pie.

Se volvió hacia donde estábamos Sampson y yo.

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