Cross

Cross


SEGUNDA PARTE - Caso enfriado » 44

Página 49 de 131

4

4

Siguió a Martin y Marcia Harris, que se adentraron en un callejón oscuro cogidos del brazo, una vía estrecha y típicamente veneciana. Cruzaron la verja de entrada al hotel Bauer. Se preguntó por qué los querría muertos John Maggione Junior, pero tampoco le importaba.

Al poco rato estaba sentado enfrente de ellos, al otro lado de la barra, en la terraza del hotel. Un rinconcito encantador, acogedor como un sofá de dos plazas, que daba al Canal y a la Chiesa della Salute. El Carnicero se pidió un Bushmills, pero no bebió más que un sorbo o dos, lo justo para rebajar un poco la tensión. Llevaba un bisturí en el bolsillo del pantalón, y lo acariciaba mientras observaba a los Harris.

«Menudos tortolitos —pensó, sin poderlo evitar, mientras les veía darse un beso interminable en el bar—. Marchaos a la habitación, haced el favor».

Como si le estuviera leyendo el pensamiento al Carnicero, Martin Harris pagó la cuenta y la pareja abandonó el bar de la terraza, abarrotado y en penumbra. Sullivan salió detrás de ellos. El Bauer era un

palazzo de estilo veneciano, más parecido a una casa particular que a un hotel, lujoso y opulento hasta el último rincón. A su propia mujer, Caitlin, le habría encantado, pero nunca podría llevarla allí, como tampoco podría él volver jamás.

No después de aquella noche y de la atroz tragedia que iba a tener lugar allí en cuestión de minutos. Porque ésa era su especialidad: las tragedias, y concretamente las atroces.

Sabía que el Bauer tenía noventa y siete habitaciones y dieciocho suites, y que los Harris se alojaban en una de las suites del tercer piso. Subió tras ellos por las escaleras alfombradas y enseguida pensó: «Error».

«Pero ¿de quién: suyo o mío?».

Giró por el pasillo tras el último peldaño… ¡y todo se complicó, en un abrir y cerrar de ojos!

Los Harris lo estaban esperando, los dos con las pistolas desenfundadas, y Martin con una sonrisa de suficiencia de lo más desagradable. Todo indicaba que pensaban hacerlo entrar en su habitación para matarlo allí. Estaba claro que era una encerrona… a cargo de dos profesionales.

Y un trabajo no demasiado chapucero. De ocho sobre diez.

Pero ¿quién le había hecho esto? ¿Quién le había preparado una encerrona mortal en Venecia? Y lo más intrigante: ¿por qué iban a por él? ¿Por qué a por él? ¿Y por qué ahora?

Tampoco es que estuviera pensando en nada de eso en aquel momento, en el pasillo tenuemente iluminado del Bauer, encañonado por dos pistolas.

Por fortuna, los Harris habían cometido varias equivocaciones por el camino. Se habían dejado seguir con demasiada facilidad; se habían mostrado demasiado descuidados e indiferentes; y demasiado románticos, en su hastiada opinión al menos, para ser una pareja que llevaba casada veinte años, por más que estuvieran de vacaciones en Venecia.

Así que el Carnicero había subido las escaleras con su propia pistola desenfundada… y en el momento en que los vio con las armas en la mano, disparó.

Sin dudar ni un momento, ni medio segundo.

Como el cerdo machista que era, se cargó primero al tío, al adversario más peligroso a su juicio. Acertó a Martin Harris en la cara, le voló la nariz y el labio superior. Un tiro mortal de necesidad. La cabeza del hombre se inclinó hacia atrás violentamente y su rubio peluquín salió volando.

Entonces Sullivan se tiró al suelo como el rayo, rodó a su izquierda, y el disparo de Marcia Harris le pasó a palmo y medio por lo menos.

Él volvió a disparar… y le dio a Marcia a un lado de la garganta; luego le encajó un segundo disparo en el pecho agitado. Y un tercero en el corazón.

El Carnicero sabía que los Harris yacían muertos en el pasillo, ahí tendidos como dos faldas de vaca, pero no salió por piernas del Bauer.

Lo que hizo fue sacar su bisturí como un látigo y acercarse a trabajar un poco sus caras y gargantas. De haber contado con tiempo, les hubiera cosido además las bocas y los párpados, a modo de mensaje. Luego sacó media docena de fotos de sus víctimas, los frustrados asesinos, para su preciada colección particular.

Un día no muy lejano, el Carnicero mostraría esas fotos a la persona que había pagado por verle muerto y fracasado en el intento, y que podía darse ya por muerta.

Esa persona era John Maggione Junior, el mismísimo Don.

Ir a la siguiente página

Report Page