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TERCERA PARTE - Terapia » 51

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No se chupaba el dedo, la pájara: su madre no había criado hijas tontas. Supo que estaba en apuros al instante, pero en los pocos segundos que siguieron no pudo hacer gran cosa.

Él llegó a la escalinata de la entrada rápidamente, antes de que pudiera cerrar la puerta de cristal entre los dos y encerrarse a salvo en el interior.

Una falsa lámpara de gas que había en el vestíbulo permitió a Sullivan observar el pánico que asomaba a sus preciosos ojos azules.

También iluminaba el filo del bisturí que sostenía él en la mano, con el brazo extendido hacia su cara.

El Carnicero quería que viera el cortante filo para que fuera eso en lo que pensara, más que en él mismo. Eso era lo que sucedía habitualmente, y él lo sabía. Casi el noventa por ciento de la gente que era víctima de un ataque recordaba más detalles del arma que de quien la blandía. Un tropezón torpe fue lo más que Tweed-tweed pudo intentar antes de que él se colara junto a ella en el vestíbulo. Michael Sullivan se situó de espaldas a la calle impidiendo que en caso de pasar alguien por el exterior pudiera verla a ella. Mantuvo el bisturí a la vista en una mano y con la otra le arrebató las llaves.

—Ni una palabra —dijo, acercándole el filo a los labios—. Y procura recordar esto: este instrumento lo aplico sin anestesia; ni siquiera pongo Betadine en la piel. Corto directamente.

Ella retrocedió de puntillas hasta apoyar la espalda contra la columna primorosamente labrada de la que arrancaba la escalera.

—Toma. —Ella le lanzó su pequeño bolso de diseño—. Por favor. Es tuyo. Vete ya.

—No va a ir así la cosa. No quiero tu dinero. Ahora escúchame. ¿Me estás escuchando?

—Sí.

—¿Vives sola? —preguntó. Produjo el efecto que buscaba. Ella, al dudar, le dio la respuesta.

—No. —Intentó protegerse, demasiado tarde.

En la pared había tres buzones. Sólo en el segundo figuraba un único nombre: L. Brandt.

—Subamos a casa, señorita Brandt.

—No soy…

—Sí que lo eres. No tiene sentido que me mientas. Ahora muévete, mientras aún puedes.

En menos de veinte segundos estuvieron en su apartamento del segundo piso. El salón, como la propia L. Brandt, estaba limpio y muy arreglado. En las paredes colgaban fotos en blanco y negro de escenas de besos. Carteles de películas:

Algo para recordar, Oficial y caballero. La chica era una romántica, en el fondo. Pero en cierto sentido, también lo era Sullivan; o eso pensaba él.

A ella se le puso el cuerpo más rígido que el palo de una escoba cuando la levantó. Era muy poca cosa; le bastó con un brazo para meterla en la habitación y dejarla luego en la cama, donde se quedó echada sin mover un músculo.

—Eres una preciosidad —le dijo—. Preciosa, en serio. Como una muñeca exquisita. Ahora, si no te importa, me gustaría ver el resto del paquete.

Arrancó con el bisturí los botones de aquel traje suyo de tweed tan caro. L. Brandt se desmadejó a la vez que su ropa; pasó de estar paralizada a dejar el cuerpo muerto, pero al menos Sullivan no tuvo que recordarle que no gritara.

El sujetador y las bragas, que eran negros y de encaje, se los quitó con la mano. «Y eso que es día laborable». No llevaba medias, y tenía unas piernas estupendas, esbeltas y ligeramente bronceadas. Las uñas de los pies, pintadas de rojo brillante. Cuando cerró los ojos, apretando los párpados, él le dio un cachete, lo justo para reclamar su completa atención.

—Has de estar por mí, L. Brandt.

Algo que vio en su cómoda le llamó la atención. Una barra de labios.

—Mira, ponte un poco de eso. Y un buen perfume. Elígelo tú. —L. Brandt hizo lo que se le ordenaba. Sabía que no tenía elección.

Él se agarró la polla con una mano, sin dejar de sostener el bisturí con la otra: una visión que ella no olvidaría nunca, jamás. Luego se la metió.

—Quiero que sigas el juego —le dijo—. Finge si es necesario. Seguro que no será la primera vez. —Ella lo hizo lo mejor que pudo, arqueando la pelvis, lanzando un gemido o dos, sólo que sin mirarlo.

—Vale, mírame —la conminó—. Mírame. Mírame. Mírame. Mucho mejor. —Luego la cosa acabó para él. Para ambos.

»Charlaremos un momento antes de que me vaya —dijo—. Y lo creas o no, pienso marcharme. No voy a hacerte daño. No más del que ya te he hecho.

Encontró su bolso tirado en el suelo. Dentro estaba lo que buscaba: un carnet de conducir y una agenda de teléfonos negra. Sostuvo el carnet a la luz de la lamparilla de noche.

—Así que la L es de Lisa. Bonita foto, para habértela hecho el Estado. Aunque al natural eres mucho más guapa, desde luego. Ahora deja que te enseñe yo unas cuantas fotos.

No llevaba muchas encima, sólo cuatro, pero eran de sus favoritas. Las desplegó sobre la palma de una mano. Lisa volvió a ponerse rígida como una tabla. Casi tenía gracia, como si él no fuera a darse cuenta de que seguía allí si se estaba lo bastante quieta.

Sostuvo las fotos en alto para que ella las viera bien; de una en una.

—Son todas de personas a las que he visto dos veces. Tú y yo, por supuesto, sólo nos hemos visto una vez. Que volvamos a vernos o no depende enteramente de ti. ¿Me sigues? ¿Me explico con claridad?

—Sí.

El se puso en pie y dio la vuelta a la cama para situarse en el lado de ella, dándole unos segundos para que asimilara lo que le estaba diciendo. Lisa se tapó con la sábana.

—¿Me entiendes, Lisa? ¿De verdad? Sé que no es fácil mantener la concentración en estas circunstancias. Es natural.

—No diré… nada —susurró ella—. Lo juro.

—Estupendo, te creo —dijo él—. Pero, por si acaso, me llevaré esto también.

Sostuvo en alto la agenda. La abrió por la B.

—Vamos a ver. Tom y Lois Brandt. ¿Son papá y mamá? Vero Beach, Florida. Dicen que es muy bonito, aquello. La Costa del Tesoro.

—Dios mío, por favor… —dijo ella.

—De ti depende, Lisa, de nadie más —replicó—. Claro que, si quieres saber mi opinión, sería una lástima que después de todo esto acabaras como las de las fotografías. Ya sabes: en pedazos, o cosida… Según me dé.

Levantó la sábana y echó a la chica una última ojeada.

—En tu caso, serían pedazos muy bonitos, pero pedazos al fin y al cabo.

Y con estas últimas palabras, dejó a Lisa Brandt con sus recuerdos de él.

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