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TERCERA PARTE - Terapia » 60

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Las tres en punto de un lunes. No debería estar aquí, pero aquí estoy.

Por lo visto hasta el momento, el bufete de Smith, Curtis y Brennan estaba especializado en clientes ricos de toda la vida.

La recepción, lujosamente decorada con paneles de maderas nobles, con sus ejemplares de

Golf Digest, Town & Country y

Forbes en las mesitas, parecía hablar por sí misma: estaba claro que la clientela del bufete no procedía de mi barrio.

Mena Sunderland era una socia reciente, y también nuestra tercera víctima conocida de violación, por orden cronológico. Parecía mimetizarse con la oficina, con su traje gris de marca y esa especie de reserva cortés que caracteriza a menudo a quienes se han criado en el Sur. Nos condujo a una pequeña sala de reuniones y cerró las puertas correderas de la pared de cristal antes de dejar que empezáramos a hablar.

—Mucho me temo que pierden ustedes el tiempo —nos dijo—. No tengo nada nuevo que decir. Ya se lo dije al otro detective. Varias veces.

Sampson le tendió un trozo de papel a través de la mesa.

—Nos preguntábamos si esto la ayudaría.

—¿Qué es?

—El borrador de una nota de prensa. Si llegamos a hacer pública alguna información, será esto. —Ella examinó el papel mientras él se explicaba—. Le da un giro agresivo a esta investigación, y dice que ni una sola de las víctimas conocidas se ha prestado a identificar al agresor o testificar contra él.

—¿Y es cierto eso? —preguntó ella, levantando la vista del papel.

Sampson empezó a responder, pero yo sentí de pronto un impulso visceral y lo interrumpí.

Me puse a toser. Fue una jugada un poco burda, pero funcionó.

—¿Puedo pedirle que me traiga un vaso de agua? —pregunté a Mena Sunderland—. Lo siento.

Cuando hubo salido de la habitación, me volví hacia Sampson.

—No creo que debamos darle a entender que todo depende de ella.

—Vale. Supongo que tienes razón. —Sampson asintió con la cabeza—. Pero si pregunta… —añadió.

—Deja que me ocupe yo de esto —dije—. Tengo una corazonada sobre ella. —Mis famosas «corazonadas» formaban parte de mi reputación, pero eso no implicaba que Sampson se dejara influir por ellas. Si hubiéramos tenido más tiempo para discutirlo, me habría preocupado, pero Mena Sunderland regresó al cabo de un segundo. Traía dos botellines de agua Fiji y dos vasos. Hasta consiguió esbozar una sonrisa.

Mientras me bebía el agua que me había traído, observé que Sampson se recostaba en su silla. Me estaba dando el pie para que tomara yo la iniciativa.

—Mena —dije—, nos gustaría encontrar algo así como un terreno común con usted. Entre lo que usted puede comentar sin sentirse incómoda y lo que nosotros necesitamos saber.

—¿Qué quiere decir?

—Quiero decir que lo que nos hace falta para atrapar a este hombre no es necesariamente que nos lo… describa. —Tomé su silencio como una invitación a seguir, aunque cautelosa—. Me gustaría hacerle algunas preguntas. Todas se responden con un sí o un no. Puede contestar con una palabra o simplemente moviendo la cabeza, si lo prefiere. Y si alguna le resulta demasiado incómoda, puede abstenerse de contestar.

Sus labios amagaron una sonrisa. Mi técnica era muy obvia, y ella lo sabía. Pero la idea era que, cuanto menos amenazador le resultara todo aquello, mejor.

Se sujetó un largo mechón de pelo rubio tras la oreja.

—Adelante. Y ya veremos.

—La noche de la agresión, ¿le expresó este hombre amenazas concretas para evitar que hablara después de marcharse él?

Primero asintió con la cabeza, luego verbalizó la respuesta.

—Sí.

De repente, empecé a albergar esperanzas.

—¿Amenazó con hacer daño a conocidos suyos? ¿Familia, amigos, algo así?

—Sí.

—¿Se ha vuelto a poner en contacto con usted desde aquella noche? ¿O le ha hecho saber de su presencia de algún otro modo?

—No. Creí volver a verlo en mi calle un día. Probablemente no era él.

—¿Fueron sus amenazas algo más que verbales? ¿Hizo alguna otra cosa para asegurarse de que no hablaría?

—Sí.

Había dado con algo. Estaba seguro. Mena Sunderland bajó la vista hacia su regazo durante unos segundos y luego volvió a mirarme. La tensión que reflejara su rostro había dado paso a una cierta determinación.

—Por favor, Mena. Esto es importante.

—Se llevó mi agenda electrónica —dijo. Hizo una pausa de varios segundos y continuó—: Allí estaba toda mi información personal. Direcciones, todo. Mis amigos; mi familia, que vive en Westchester.

—Entiendo.

Y era cierto. Eso encajaba perfectamente con el perfil preliminar que había trazado de aquel monstruo.

Empecé a contar hasta diez para mis adentros. Cuando iba por ocho, Mena volvió a hablar.

—Había unas fotos —dijo.

—¿Disculpe? ¿Fotos?

—Fotografías. De gente que había matado. O al menos, que dijo que había matado. Y… —se tomó un momento para decidir cuánto más iba a contar— mutilado. Habló de usar sierras de carnicero, bisturís.

—Mena, ¿puede decirme algo sobre esas fotos que le mostró?

—Me hizo mirar varias, pero lo cierto es que sólo recuerdo la primera. Es lo peor que he visto en mi vida. —El recuerdo le asomó de pronto a los ojos, y pude ver cómo se apoderaba de ella. Horror en estado puro. Perdió la concentración.

—La escucho —susurré.

Al cabo de unos segundos, se rehízo y volvió a hablar.

—Sus manos —dijo, y se detuvo.

—¿Qué pasaba con sus manos, Mena?

—Le había cortado las dos manos a la chica. Y en la foto… seguía viva. Era evidente que estaba gritando. —Su voz se redujo a apenas un susurro. Estábamos tocando la línea de peligro; lo noté enseguida—. La llamó Beverly. Como si fueran viejos amigos.

—Está bien —dije, suavemente—. Podemos parar ya si quiere.

—Quiero parar —dijo ella—. Pero…

—Dígame, Mena.

—Aquella noche… tenía un bisturí. Y ya estaba manchado con la sangre de alguien…

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