Cross

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TERCERA PARTE - Terapia » 70

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El día siguiente acabaría archivado en la sección «¿En qué estaría yo pensando?». Me presenté en la comisaría del distrito Seis, donde estaba destinado Jason Stemple, y me puse a preguntar por él. No tenía muy claro lo que haría si lo encontraba, pero Kim Stafford me tenía tan nervioso que algo había de hacer, o eso pensaba.

Ya no llevaba credenciales ni placa, pero muchos policías de la metropolitana sabían quién era, quién soy. No era, al parecer, el caso del sargento del mostrador, sin embargo. Me tuvo esperando del lado del público más tiempo de lo que me hubiera gustado. Tampoco me iba a enfadar por eso, supongo, no tenía importancia. Me quedé dando vueltas por ahí, repasando los premios a la reducción anual de la tasa de crímenes, hasta que me informó por fin de que había comprobado mi identidad con su capitán; entonces apretó un botón y me abrió el paso.

Al otro lado me esperaba otro oficial uniformado.

—Pulaski, lleva al señor… —el sargento echó un vistazo al registro de entrada— Cross al vestuario, por favor. Está buscando a Stemple. Creía que ya habría salido a estas horas.

Lo seguí por un pasillo que bullía de actividad, cazando al vuelo por el camino fragmentos de conversaciones de policías. Pulaski abrió una pesada puerta batiente que daba a los vestuarios. El olor me era conocido, a sudor y diversos antisépticos.

—¡Stemple! Tienes visita.

Se volvió a mirarme un joven, camino de los treinta, de más o menos mi altura, pero más corpulento. Estaba solo delante de una fila de taquillas destartaladas de color verde militar, acabando de ponerse una camiseta de los Washington Nationals. Otra media docena de polis, más o menos, que salían de servicio, andaban por el lugar refunfuñando y riéndose de la situación del sistema judicial, que sin duda daba risa últimamente.

Me acerqué a donde estaba Stemple poniéndose el reloj e ignorándome aún, básicamente.

—¿Podría hablar un minuto con usted? —le pregunté. Estaba tratando de ser educado, pero tenía que hacer un esfuerzo con aquel tipo al que le gustaba pegar a su novia.

—¿De qué? —dijo Stemple sin apenas mirarme.

Bajé la voz.

—Quiero hablarle… de Kim Stafford.

De repente, su poco amistoso recibimiento degeneró en franca hostilidad. Stemple se balanceó sobre los talones y me miró de arriba abajo como si yo fuera alguien que hubiera entrado de la calle a robar en su casa.

—¿Y usted qué hace aquí, para empezar? ¿Es policía?

—Lo era, pero ahora soy terapeuta. Estoy trabajando con Kim.

Stemple me miró fijamente, echando chispas por los ojos. Ya veía por dónde iba yo, y lo que veía no le gustaba nada. Tampoco a mí, porque estaba mirando a un hombre de constitución robusta que pegaba a las mujeres y a veces las quemaba con objetos ardientes.

—Vale, muy bien. Mire, acabo de salir de un turno doble, y me largo. No se acerque a Kim, si es que sabe lo que le conviene. ¿Me ha entendido?

Ahora que lo había conocido, ya tenía una opinión profesional sobre Stemple: era un mierda. Mientras se alejaba, le dije:

—Usted le pega, Stemple. Y la quemó con un cigarro.

El vestuario se quedó mudo, pero advertí que nadie corría a encararse conmigo saliendo en defensa de Stemple. Todos se limitaban a mirar. Un par de ellos asintieron con la cabeza, como si tal vez supieran ya lo de Stemple y Kim.

El se volvió lentamente hacia mí y sacó pecho.

—¿Me está buscando las cosquillas, tonto del culo? ¿Quién coño es usted? ¿Se la está tirando?

—No es nada por el estilo. Ya se lo he dicho, sólo he venido a hablar. Y si usted sabe lo que le conviene, haría bien en escucharme.

Fue entonces cuando Stemple lanzó el puño por primera vez. Di un paso atrás, y no me dio, pero por poco. Decididamente, tenía mal genio, y era fuerte.

Pero no me hacía falta más excusa; tal vez era lo que estaba deseando. Hice una finta a la izquierda y contraataqué con un gancho a su estómago. Se quedó casi sin aire.

Pero entonces entrelazó sus poderosos brazos en torno a mi cintura. Stemple me arrastró con fuerza contra una fila de taquillas. El metal resonó con el impacto. El dolor se difundió por toda mi espalda, de arriba abajo. Confié en que no me hubiera roto nada ya.

Tan pronto como hube recuperado el equilibrio, lo embestí yo a él, y le hice trastabillar y perder el control.

Volvió a lanzar el brazo. Esta vez, me dio de lleno en la mandíbula.

Yo le devolví el detalle —un contundente derechazo en la barbilla—, y empalmé con un gancho de izquierda que le acertó justo encima de la ceja. Uno por mí, el otro por Kim Stafford. Luego le di con la derecha en el pómulo.

Stemple dio media vuelta; entonces me sorprendió cayendo al suelo del vestuario. Tenía ya un ojo medio cerrado.

La sangre me bullía en los brazos. Estaba dispuesto a seguir pegándome con ese macarra, ese cobarde. La pelea no debería haber empezado, pero lo había hecho, y me quedé decepcionado al ver que no se levantaba.

—¿Te pasa igual con Kim? ¿Ella dice algo que te molesta y a ti se te escapa un guantazo? —Él emitió un gruñido, pero no me respondió. Dije—: Escucha, Stemple. ¿Quieres que me guarde lo que sé para mí, que no vaya con el cuento a instancias más altas? Asegúrate de que no vuelva a ocurrir. Nunca más. No le pongas las manos encima. Ni tus cigarros. ¿Estamos?

Él no se movió del sitio, y con eso me dijo cuanto necesitaba saber. Estaba a medio camino de la puerta cuando mi mirada se cruzó con la de otro de los policías.

—Bien hecho —dijo.

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