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CUARTA PARTE Matadragones » 93

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—Puede que hayamos dado con él, bombón.

Acababa de terminar una sesión matutina de terapia con una mujer llamada Emily Corro, que ya se había ido a su trabajo de docente, era de desear que con una imagen ligeramente mejorada de sí misma. Ahora tenía a Sampson al móvil. El gran John no solía alterarse de la emoción, así que esto tenía que ser bueno.

Resultó que sí.

Ya por la tarde, el grandullón y yo llegábamos a Flatlands, en Brooklyn. Procedimos a localizar una taberna del barrio llamada Tommy McGoey's.

El antro estaba limpio cuando entramos, y prácticamente vacío. Sólo había un camarero irlandés de aspecto duro y un tío fornido y más bien bajo, probablemente de cuarenta y tantos años, sentado ante el extremo más alejado de una barra de caoba bien encerada. Se llamaba Anthony Mullino, era artista gráfico, trabajaba en Manhattan, y había sido en tiempos el mejor amigo de Michael Sullivan.

Nos sentamos a ambos lados de Mullino, encajonándolo.

—Muy acogedor —dijo, y sonrió—. Oigan, no me voy a escapar de ustedes corriendo. He venido por voluntad propia. Procuren no olvidarlo. Joder, si tengo dos tíos que trabajan de policías aquí en Crooklyn. Compruébenlo si quieren.

—Ya lo hemos hecho —dijo Sampson—. Uno está jubilado y vive en Myrtle Beach. El otro está suspendido de empleo.

—Eso es un cinco sobre diez. No está tan mal. Es un aprobado.

Sampson y yo nos presentamos, y al principio Mullino estaba convencido de que conocía a John de algo, pero no recordaba de qué. Dijo que había seguido el caso del cabecilla de la mafia rusa al que llamaban el Lobo, una investigación en la que yo había trabajado cuando estaba en el FBI, y que se había desarrollado allí mismo, en Nueva York.

—También leí algo sobre usted en alguna revista —dijo—. ¿Qué revista era?

—No leí el artículo. Era

Esquire.

Mullino cogió el chiste y se rió con una risa que era como una tos acelerada. Dijo:

—¿Y cómo se enteraron de que yo era amigo de Sully? Hace mucho tiempo de eso. Es historia antigua.

Sampson le contó parte de lo que sabíamos: que el FBI había puesto escuchas en un club social frecuentado por John Maggione Junior.

Sabíamos que Maggione había enviado sicarios a cargarse a Sullivan, probablemente a causa de los poco ortodoxos métodos del Carnicero, y que el Carnicero había tomado represalias.

—El FBI estuvo haciendo preguntas por Bay Parkway. Su nombre salió a relucir —dijo Sampson.

Mullino ni siquiera esperó a que Sampson terminara. Me fijé en que no dejaba de mover las manos cuando hablaba.

—Vale, el club social de Bensonhurst. ¿Han estado allí? Viejo barrio italiano. Casi todo casas de dos pisos, fachadas de tiendas, ya saben. Ha visto tiempos mejores, pero sigue siendo bastante agradable. Sully y yo crecimos no lejos de allí… Pero ¿dónde encajo yo ahora? Esa parte me tiene un poco confuso. Hace años que no veo a Mike.

—Archivos del FBI —dije yo—. Es amigo suyo, ¿no?

Mullino negó con la cabeza.

—De críos, éramos más o menos íntimos. Pero hace mucho tiempo de eso, colegas.

—Fuisteis amigos hasta los veintipico. Y él se mantiene en contacto contigo —repliqué—. Es la información que nos han dado.

—Venga ya, felicitaciones navideñas —dijo Mullino, y se rió—. A saber por qué. Sully es un tío complicado, totalmente impredecible. Manda una postal por vacaciones de vez en cuando. ¿Qué pasa con eso? ¿Estoy metido en un lío? No lo estoy, ¿no?

—Sabemos que no tiene relación con la Mafia, señor Mullino —dijo Sampson.

—Me alegro de oírlo, porque no la tengo, ni la he tenido nunca. De hecho, estoy un poco harto de tanta calumnia como se dice sobre nosotros los italianos. «Bada bing» y todas esas chorradas. Claro que hay tíos que hablan así. ¿Saben por qué? Porque lo ven en la tele.

—Háblenos de Michael Sullivan, pues —dije—. Nos hace falta que nos cuente todo cuanto sepa sobre él. Aunque sean cosas de los viejos tiempos.

Anthony Mullino pidió otra bebida, agua con gas, a Tommy McGoey en persona. Luego empezó a hablarnos, y las palabras, al menos, le salían con facilidad.

—Les voy a contar algo que tiene su gracia, una anécdota. Yo era el protector de Mikey en secundaria. Eso era en el colegio de la Inmaculada Concepción. Hermanos cristianos irlandeses. En nuestro barrio, había que desarrollar bastante el sentido del humor para no enredarte en una pelea un día sí y otro no. Por aquel entonces, Sullivan no es que tuviera mucho; sentido del humor, digo. Y por otra parte, tenía un pánico cerval a que le volaran los dientes de un puñetazo. Pensaba que algún día sería una estrella de cine o algo así. Juro por Dios que es cierto. Verdad, ¿vale? Su viejo y su madre dormían los dos con la dentadura postiza en un vaso de agua junto a la cama. —Mullino agregó que Sullivan cambió cuando estaban en el instituto—. Se volvió duro, y más malo que la tiña. Pero desarrolló un gran sentido del humor, para ser irlandés al menos.

Se inclinó hacia la barra y bajó la voz.

—Mató a un tío en noveno curso. De nombre Nick Fratello. Fratello trabajaba en la tienda de periódicos, con los libreros. Siempre estaba jorobando a Mikey, no paraba de tocarle las pelotas. Sin ton ni son. ¡Así que Sully lo mató con el cúter de abrir las cajas, sin más! Aquello llamó la atención de la Mafia, concretamente a John Maggione. De John Maggione Senior, me refiero… Fue entonces cuando Sully empezó a frecuentar el club social de Bensonhurst. Nadie sabía qué hacía exactamente. Ni siquiera yo. El caso es que de pronto tenía los bolsillos llenos de dinero. Con diecisiete años, o dieciocho como mucho, se compró un Grand Am, un Pontiac Grand Am. Un cochazo, por aquel entonces. Maggione Junior siempre odió a Mike, porque se había ganado el respeto del viejo.

Mullino miró a la cara a Sampson, luego a mí, e hizo un gesto como diciendo: «¿Qué más quieren que les cuente? ¿Puedo irme ya?».

—¿Cuándo fue la última vez que vio a Michael Sullivan? —le preguntó Sampson.

—¿La última vez? —Mullino se echó atrás en su asiento e hizo el numerito de que se esforzaba por hacer memoria. Luego empezó a gesticular con las manos otra vez—. Yo diría que fue en la boda de Kate Gargan, en Bay Ridge. Hace seis o siete años. Que yo recuerde, al menos. Claro que seguro que tienen ustedes mi vida en vídeo y audio, ¿no?

—Es posible, señor Mullino. ¿Y dónde está ahora Michael Sullivan? Esas felicitaciones navideñas, ¿desde dónde se las envía?

Mullino se encogió de hombros y levantó las manos al cielo, como si le empezara a exasperar la conversación.

—Sólo me ha enviado

christmas un par de veces. Con matasellos de Nueva York, creo. Puede que de Manhattan. Sin dirección de remite, colegas. Así que díganmelo ustedes: ¿dónde para Sully últimamente?

—Está aquí mismo, en Brooklyn, señor Mullino. Lo vio usted hace dos noches en el Chesterfield Lounge, en la avenida Flatbush. —Entonces le enseñé una foto suya… con Michael Sullivan.

Mullino se encogió de hombros y sonrió. Lo habíamos pillado en un renuncio, ¿y qué?

—Fuimos muy amigos en tiempos. Llamó, quería que habláramos. ¿Qué iba a hacer, mandarle a tomar viento? No es muy buena idea. ¿Y por qué no lo cogieron entonces, de todas formas?

—Mala suerte —dije yo—. Los agentes de vigilancia no tenían ni idea del aspecto que tiene hoy por hoy: el pelo rapado, el

look punk a lo años setenta. Así que tengo que volver a preguntárselo: ¿dónde está Sully actualmente?

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