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CUARTA PARTE Matadragones » 95

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Ésta podía ser la buena. El final de un camino largo y tortuoso desde el asesinato de Maria.

Sampson y yo cogimos la autopista de Long Island y luego la estatal del norte, hasta la punta de Long Island. Seguimos la carretera 27 y, finalmente, dimos con el pueblo de Montauk, que hasta aquel momento no era más que un nombre que había oído y alguna vez hasta leído. Pero allí era donde se escondían Michael Sullivan y su familia según Anthony Mullino. Supuestamente, se habían mudado aquel mismo día.

Encontramos la casa después de buscarla durante veinte minutos por carreteras secundarias desconocidas. Cuando llegamos a la dirección que nos habían dado, había dos chicos tirándose un balón de fútbol americano bien hinchado en una pequeña zona de césped delante de la casa. Chicos rubios, de aspecto irlandés. Bastante buenos atletas, en particular el más pequeño. Sin embargo, el que hubiera críos podía hacernos las cosas mucho más difíciles.

—¿Crees que es aquí donde vive? —preguntó Sampson al apagar el motor. Estábamos al menos a cien pasos de la casa, y bastante ocultos a su vista; íbamos con precaución.

—Mullino dice que ha ido de un lado para otro. Dice que ahora está aquí seguro. Los chicos son de la edad de los suyos. Hay otro, mayor, Michael Junior.

Entorné los ojos para ver mejor.

—El coche de la entrada lleva matrícula de Maryland.

—Eso no debe de ser una coincidencia. Se supone que Sullivan estaba viviendo en algún lugar de Maryland antes de que su familia y él se dieran a la fuga la última vez. Tiene sentido que estuviera tan cerca del D.C. Explica las violaciones. Las piezas empiezan a encajar.

—Sus hijos aún no nos han visto. Esperemos que Sullivan tampoco. Vamos a procurar que siga siendo así, John.

Arrancamos, y Sampson volvió a aparcar a dos calles de distancia; luego sacamos rifles y pistolas del maletero. Fuimos caminando entre el arbolado por detrás de una fila de casas modestas, aunque con buenas vistas al océano. El lugar donde vivían los Sullivan estaba a oscuras por dentro, y hasta el momento no habíamos visto a nadie más.

Ni Caitlin Sullivan ni Michael Sullivan estaban en casa, o, si lo estaban, se mantenían alejados de las ventanas. Eso tenía sentido. Además, yo sabía que Sullivan era bueno con el rifle.

Me senté, apoyado en un árbol, acurrucado para protegerme del frío, con el rifle en el regazo. Empecé a darle vueltas al problema de reducir a Sullivan sin hacer daño a su familia. ¿Podía hacerse, para empezar? Al cabo de un rato, empecé a pensar en Maria otra vez. ¿Estaba cerca por fin de hacer justicia por su asesinato? No lo sabía con seguridad, pero lo presentía. ¿O eran sólo las ganas que tenía?

Saqué mi cartera y extraje una vieja foto de su funda de plástico. La seguía echando de menos todos los días. Maria tendría siempre treinta años en mi cabeza, ¿no? Qué vida desperdiciada.

Pero ahora me había traído aquí, ¿verdad? ¿Por qué, si no, habíamos subido solos Sampson y yo a coger al Carnicero?

Porque no queríamos que nadie se enterara de lo que íbamos a hacer con él.

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