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CUARTA PARTE Matadragones » 111

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Michael Sullivan no estaba ni tan siquiera cerca de la casa al oeste de Massachusetts. A las siete y media de aquella tarde, entraba a una mansión de diez habitaciones en Wellesley, un opulento barrio de las afueras de Boston.

Iba unos pasos por detrás de Melinda Steiner, que tenía unas piernas largas y un culito digno de mirarse. Melinda lo sabía, además. Y también sabía ser sutil y provocativa a la vez, en su justa medida, con su meneíto al caminar.

Había luz en una de las habitaciones que daban al amplio recibidor, que contaba con tres lámparas de araña en elegante sucesión, cortesía sin duda de Melinda o su interiorista.

—¡Cariño, ya estoy en casa! —exclamó Melinda al tiempo que dejaba caer con estrépito su bolsa de viaje en el suelo pulidísimo.

Su voz no delataba nada sospechoso. Ni alarma, ni advertencia, ni nervios, nada más que cordialidad conyugal.

«Es buena, la cabrona. —No pudo menos que pensar Sullivan—. Me alegro de no estar casado con ella».

Nadie le devolvió el saludo desde el cuarto en que estaba encendida la televisión.

—¿Estás aquí? ¿Cariño? He vuelto del campo. ¿Jerry?

El hijoputa tenía que haberse quedado de piedra. «¡Cariño, estoy en casa! ¡Cariño, sigo viva!».

Un hombre de aspecto cansado en camisa de vestir de rayas finas, unos

boxers y playeras azul eléctrico apareció en la puerta.

«Vaya… Él también es bastante buen actor. Como si no pasara nada de particular. Hasta este preciso instante en que ve al Carnicero caminando al paso detrás de su amada esposa, a quien acaba de intentar hacer asesinar en su casa de campo».

—Hola. ¿Quién es éste, Mel? ¿Qué está pasando? —preguntó Jerry al ver a Sullivan de pie en el recibidor.

El Carnicero llevaba ya la pistola en la mano, y apuntaba con ella a la ropa interior del tío, a sus pelotas, pero luego la elevó hacia el corazón, si es que tenía de eso el hijo de puta insidioso. ¿Matar a su mujer? ¿Qué especie de mierda despiadada era ésa?

—Cambio de planes —dijo Sullivan—. ¿Qué quieres que te diga? Son cosas que pasan.

El marido, Jerry, levantó las manos sin que nadie se lo pidiera. También se estaba espabilando, en plan el que no corre vuela.

—¿De qué está hablando? ¿Qué es esto, Mel? ¿Qué hace este hombre en nuestra casa? ¿Quién coño es?

Una réplica clásica y una interpretación explosiva.

Ahora le tocaba a Melinda soltar su monólogo, y decidió responder a gritos.

—¡Es el tío que se supone que tenía que matarme, Jerry! ¡Has pagado por hacerme asesinar, miserable montón de mierda! Eres una escoria despreciable, y un cobarde además. Así que yo le he pagado más para que te mate a ti. Eso es lo que pasa, cariño. Supongo que podrías decir que es un asesino de quita y pon —dijo, y rió su propio chiste.

Fue la única: ni Jerry ni Sullivan se rieron. Lo cierto era que tenía su gracia, pero tampoco era de carcajada. O quizá lo había dicho con poca gracia, con un punto de excesiva aspereza, o había un poco más de verdad de la cuenta en él.

El marido retrocedió al cuarto de la tele de un salto y trató de cerrar la puerta, pero no hubo ni forcejeo.

El Carnicero estuvo rápido y metió un pie, con su bota de remaches, en el hueco, bloqueando la puerta. Luego aplicó el hombro y siguió a Jerry al interior de la habitación.

Jerry, el que le había contratado en primer lugar, era un tío alto, con barriga, con aspecto de ejecutivo o director financiero, y empezaba a quedarse calvo. La salita olía a su sudor y al humo de un cigarro que se consumía en un cenicero junto al sofá. Sobre la alfombra había un

putter de dos agujeros y un par de bolas de golf. Muy viril, el tío este que había pagado para hacer matar a su esposa y estaba ahora practicando el

putt para demostrar que no le podían los nervios.

—¡Te pagaré más de lo que pueda pagarte ella! —Chilló Jerry—. ¡Te doy el doble de lo que te haya pagado esa puta! ¡Lo juro por Dios! Ahí tengo el dinero. Es tuyo.

«Caramba… Esto se pone mejor por momentos», pensó Sullivan. Le daba un significado nuevo a concursos como

Jeopardy! o

¿Hay trato?

—¡Capullo de mierda! —le gritó Melinda a su marido desde la puerta. Luego entró corriendo y le dio un puñetazo en las costillas. A Sullivan le seguía pareciendo una mujer magnífica en muchos aspectos, aunque en otros no tanto.

Volvió a mirar al marido. Luego miró a Melinda. Una pareja interesante, eso estaba claro.

—Estoy de acuerdo con Melinda —dijo el Carnicero—. Pero Jerry se ha anotado un tanto, Mel. Tal vez deberíamos organizar una pequeña subasta aquí mismo. ¿Qué os parece? Vamos a hablarlo como adultos. Se acabó lo de pegarse o insultarse.

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