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PRIMERA PARTE - Nadie va a quererte nunca como te quiero yo (1993) » 3

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El mafioso peripuesto no reaccionó, pero un hombre de más edad, de traje negro y camisa blanca abotonada hasta el cuello, levantó la mano, un poco como el Papa, y habló muy despacio en un inglés con un acento deliberadamente marcado.

—¿A qué debemos este honor? —preguntó—. Por supuesto que hemos oído hablar del Carnicero. ¿Qué os trae a Baltimore? ¿Qué podemos hacer por vosotros?

—Sólo estamos de paso —dijo Michael Sullivan dirigiéndose al hombre mayor—. Tenemos que hacer un trabajito para el señor Maggione en el D.C. ¿Han oído hablar del señor Maggione, caballeros?

Hubo gestos de asentimiento por toda la sala. El tenor de la conversación sugería de momento que el asunto era decididamente serio. Dominic Maggione controlaba la familia de Nueva York, que controlaba casi toda la Costa Este, por lo menos hasta Atlanta.

Todos los presentes en la sala sabían quién era Dominic Maggione y que el Carnicero era su sicario más despiadado. Se decía que utilizaba con sus víctimas cuchillos de carnicero, bisturís y mazos. Un reportero del

Newsday había dicho de uno de sus asesinatos: «Esto no puede ser obra de ningún ser humano». El Carnicero era temido tanto en los círculos de la Mafia como en la policía. De modo que para los presentes en la sala fue una sorpresa que el asesino fuera tan joven y pareciera un actor de cine, con su pelo rubio y sus llamativos ojos azules.

—¿Y qué hay del respeto debido? Oigo mucho esa palabra, pero no veo ningún respeto en este club —dijo Jimmy Sombreros, quien, al igual que el Carnicero, era conocido por amputar manos y pies.

Repentinamente, el soldado que se había puesto en pie hizo un amago, y el Carnicero lanzó un brazo al frente en un visto y no visto. Rebanó al hombre la punta de la nariz, y a continuación el lóbulo de una oreja. El soldado se llevó las manos a ambos puntos de su cara y dio un paso atrás, tan rápido que perdió el equilibrio y cayó violentamente sobre el suelo entarimado.

El Carnicero era rápido, y a todas luces tan bueno con los cuchillos como se le suponía. Era como los asesinos sicilianos de los viejos tiempos, y así era como había aprendido a manejar el cuchillo, de uno de los soldados viejos del sur de Brooklyn. Demostró un talento natural para las amputaciones y para machacar los huesos. Consideraba estas cosas su sello personal, los símbolos de su brutalidad.

Jimmy Sombreros había sacado una pistola, una semiautomática del calibre 44. Sombreros era también conocido como Jimmy

el Protector, y le guardaba las espaldas al Carnicero. Siempre.

Ahora Michael Sullivan caminaba despacio por la sala. Tiró de una patada un par de mesas, apagó la tele y desconectó el enchufe de la cafetera. Todo el mundo intuía que iba a morir alguien. Pero ¿por qué? ¿Por qué había soltado Dominic Maggione a este pirado sobre ellos?

—Observo que algunos de ustedes están esperando que monte un numerito —dijo—. Lo veo en sus ojos. Lo huelo. Pues, qué demonios, no quiero decepcionar a nadie.

Súbitamente, Sullivan se agachó sobre una rodilla y apuñaló al soldado herido que yacía allí en el suelo. Lo apuñaló en la garganta, y luego en la cara y el pecho, hasta que el cuerpo quedó completamente inerte. Era difícil contar las cuchilladas, pero debieron de ser una docena, probablemente más.

Entonces vino lo más raro. Sullivan se puso en pie e hizo una reverencia sobre el cuerpo del muerto. Como si todo esto no fuera para él más que un gran espectáculo, una simple actuación.

Finalmente, el Carnicero dio la espalda a la sala y echó a andar despreocupadamente hacia la puerta. Sin temor a nada ni a nadie. Sin volver la cabeza, dijo:

—Un placer conocerlos, caballeros. La próxima vez, muestren un poco de respeto. Hacia el señor Maggione, si no hacia mí y el señor Jimmy Sombreros.

Jimmy Sombreros sonrió a la sala y se ladeó el fieltro.

—Sí, es así de bueno —dijo—. Y os diré una cosa, con la motosierra es aun mejor.

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