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PRIMERA PARTE - Nadie va a quererte nunca como te quiero yo (1993) » 9

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Por aquel entonces, yo era un detective bastante destacado: me movía mucho, controlaba, estaba al loro. De ahí que empezaran ya a tocarme más casos difíciles y sonados de los que en justicia me habrían correspondido. El último no era uno de ésos, desafortunadamente.

Por lo que sabía el Departamento de Policía de Washington, la Mafia italiana no había operado nunca a gran escala en el D.C., probablemente debido a tratos a los que hubiera llegado con ciertas agencias como el FBI o la CIA. Hacía poco, sin embargo, que las cinco familias se habían reunido en Nueva York y habían acordado hacer negocios en Washington, Baltimore y algunas zonas de Virginia.

Como no era de extrañar, a los jefes de la delincuencia local no les había hecho gracia esta nueva política, en particular a los asiáticos que controlaban el tráfico de cocaína y heroína.

Un cacique chino de la droga llamado Jiang An-Lo había ejecutado a dos emisarios de la Mafia italiana hacía una semana. Una jugada poco afortunada. Y según algunas informaciones, la Mafia de Nueva York había enviado a un sicario de primera fila, o posiblemente a un equipo de sicarios, para ocuparse de Jiang.

Me había enterado de esto en el curso de una reunión informativa matinal de una hora en el cuartel general de la policía. Ahora John Sampson y yo nos dirigíamos en coche al centro de operaciones de Jiang An-Lo, un dúplex situado en una fila de adosados, en la esquina de la Dieciocho con M, en el distrito Noreste. Éramos uno de los dos equipos de detectives asignados al turno de vigilancia de la mañana, lo que entre nosotros llamábamos «Operación Control de Escoria».

Habíamos aparcado entre la Diecinueve y la Veinte y dado comienzo a nuestra vigilancia. El adosado de Jiang An-Lo estaba descolorido, con la pintura amarilla desconchada, y desde el exterior tenía un aspecto destartalado. Había un patio repleto de basura, que parecía caída de una piñata reventada. La mayoría de las ventanas estaban cubiertas con contrachapado o planchas de hojalata. Sin embargo, Jiang An-Lo era un pez gordo del narcotráfico.

El día empezaba a caldearse, y un montón de gente del vecindario había salido a pasear o se congregaba en las escaleras de entrada de las casas.

—¿En qué andan metidos los hombres de Jiang? ¿Éxtasis, heroína? —preguntó Sampson.

—Añade un poco de polvo de ángel. Se distribuye a lo largo de la Costa Este: el D.C., Filadelfia, Atlanta, Nueva York, arriba y abajo. Viene siendo una operación muy rentable, que es por lo que los italianos quieren meter baza. ¿Qué te parece la designación de Louis French como jefe de la Agencia?

—No conozco al tío. Pero lo han designado, así que no debe de ser el hombre satisfactorio.

Reí ante la verdad que había en la salida de Sampson; luego nos agazapamos a esperar a que un grupo de matones de la Mafia se presentara e intentara eliminar a Jiang An-Lo. En el caso de que nuestra información fuera exacta, claro.

—¿Sabemos algo del sicario? —preguntó Sampson.

—Se supone que es un irlandés —dije, y miré a Sampson para ver su reacción.

Él arqueó las cejas; luego se volvió hacia mí.

—¿Y trabaja para la Mafia? ¿Cómo es eso?

—Parece ser que el tío es muy bueno —aclaré—. Y que está loco, además. Lo llaman el Carnicero.

A todo esto, un viejo muy encorvado había empezado a cruzar la calle M mirando concienzudamente a izquierda y derecha. Iba fumando un cigarrillo con gran parsimonia. Se cruzó con un tipo blanco y chupado que llevaba un bastón de aluminio colgado del codo. Los dos peatones renqueantes se saludaron solemnemente con la cabeza, en mitad de la calle.

—Vaya par de personajes —dijo Sampson, y sonrió—. Así nos veremos nosotros algún día.

—Tal vez. Si tenemos suerte.

Y entonces Jiang An-Lo decidió hacer su primera aparición del día.

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