Cristal

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Cristal

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Inclinándonos hacia el helecho, hundiendo los brazos hasta los hombros en las hojas, agarramos el borde curvo de la maceta, una a cada lado, y la levantamos. Pesaba muchísimo, la cerámica resbalaba, y tuvimos que pararnos cada tres o cuatro pasos, ya cuando subíamos, sujetándola con las rodillas para evitar que cayera escaleras abajo, mientras jadeábamos por encima de la planta. A Potts le saco la cabeza, y cada vez que levantábamos la maceta las hojas se le metían en la cara y le descolocaban las gafas. Con ambas manos agarrando la maceta, no tenía más remedio que dejarlas así, colgándole de la punta de la nariz, hasta que llegaba el momento de hacer otra pausa, y en dos ocasiones se le cayeron dentro de la espesura, obligándonos a parar mientras las buscaba, separando las hojas y mirando con los ojos fruncidos, como quien busca insectos. Ya en el piso de arriba, dimos la vuelta y maniobramos con la planta hasta meterla por la puerta, conmigo andando de espaldas. Así, de sopetón, no se me ocurrió donde ponerla, y no quería que Potts me anduviera por la casa mientras lo hablábamos, de modo que sugerí dejarla en el suelo, junto a la mesa, ladeando la cabeza para señalar la mesa de la máquina de escribir, y dije dejar para transmitir la impresión de que me importaba un rábano dónde quedara. Ahí sigue, en el suelo, junto a la mesa. La rozo con el codo cuando le doy a la palanca de retorno, y me hace cosquillas y tengo que parar para frotarme. Varias de las hojas parecen haberse roto durante la subida —cuelgan en ángulo recto como las alas de un pájaro tullido—, aunque también podría ser que las haya roto yo al pasar para sentarme. Voy a tener que ponerla en algún otro sitio. Es la una y media de la mañana. Me he pasado dos horas dándole a la tecla con el tema de Potts. En los intersticios silenciosos que se abren periódicamente en medio del ruido de las teclas (estoy tentada de escribir «la tormenta de las teclas»), cuando hago una pausa para pensar antes de proseguir (o antes de volver atrás y sepultar algo bajo una cadena de equis), observo lo tranquilo que ha quedado todo, y por «todo» entiéndase la ciudad, o al menos la porción de ella que hay bajo mi ventana, aunque hace rato alguien ha estado gritando «Martha» una y otra vez. Quiero explicar lo del silencio: es el silencio de un rugido, un rugido que se prolonga durante todo el día y algunos de sus componentes también toda la noche: rugido de los compresores de la fábrica de helados, rugido oceánico del tráfico del Empalme, el rugido amalgamado y cacofónico de personas y coches mezclándose en la calle de abajo. Estoy tan acostumbrada a él que ni siquiera lo oigo durante la mayor parte del tiempo, especialmente en la estación fría, cuando tengo las ventanas cerradas, como están ahora. Lo oigo cuando para. Esto no es en absoluto lo que quería hacer. Mi intención era mencionar a Potts de pasada, observarla parentéticamente, por así decirlo. «Edna, de pasada, dejó caer unas palabras sobre Potts, una vecina» es como podría haber quedado. Pensé utilizar el encuentro con mi vecina como ejemplo de la clase de cosa que puede ocurrir en los espacios en blanco. No fue una buena elección; ahora me doy cuenta. No transmite de ningún modo la profundidad del tedio que define estos lugares, que constituye, de hecho, su vacuidad. Uno, lo saqué demasiado pronto; y dos, aunque acarrear el helecho escaleras arriba fue muy agotador en el aspecto físico, no resultó en absoluto aburrido. Gracias a las gafas de Potts, fue incluso cómico, de modo endeble. De hecho, las más de las veces no ocurre nada en los espacios en blanco, y cuando mi espacio en blanco se prolonga durante años, tanto que harían falta miles de páginas en blanco para indicar lo largo y lo tedioso que es, una hora con Potts no puede ni empezar a transmitirlo, y no sé por qué sigo diciendo tedio, cuando en realidad es mucho peor que eso.

Llevo en mi sitio desde primera hora de esta mañana. El sol aún no está por encima del techo de la fábrica de helados, pero los autobuses circulan y la calle ya está atestada de coches, como deduzco del ruido, y los compresores van a toda pastilla. Si se me ocurriera abrir las ventanas ahora, tendría que ponerme orejeras. Por «mi sitio» entiéndase mi mesa, claro; también podría llamarla mi puesto o un incluso mi avanzadilla. Aquí estoy de centinela, con el dedo en el gatillo, léase en las teclas, en un último reducto contra la melancolía. Tentada estoy de decir un desesperado último reducto, como Custer en Little Big Horn. He apoyado la foto contra la jarra de café, donde puedo verla mientras le doy a la tecla —la foto de la Niñera y mía de la cual me disponía a hablar cuando me distrajo Potts, entre otras distracciones—. Deben de haber pasado siete vueltas de la Tierra sobre su eje. No le di a la tecla ayer ni anteayer, de ahí la línea en blanco de más arriba. La niñera lleva un sencillo vestido largo con grandes bolsillos abultados en la parte delantera (los bolsillos son de un color distinto al del vestido), y yo en cambio llevo un vestido corto de volantes y sin bolsillos que se vean. La foto es en blanco y negro, es decir que mi vestido parece blanco, pero lo recuerdo amarillo pálido. Tengo en el pelo un lazo grande que parece negro, pero también puede haber sido azul oscuro o marrón: es decir que la cinta parece negra, yo tenía el pelo castaño rojizo y no recuerdo ningún lazo. Ninguna de las dos sonríe. Estamos junto a uno de los setos altos que delimitaban el acceso a casa, algunos de ellos tallados a la europea en forma de animales. Los ideó mi padre, pero la manipulación y el recorte los hizo un jardinero en lo alto de una escalera de madera, con mi padre gritándole instrucciones desde abajo.

El animal del seto que tenemos al lado parece ser un oso. De hecho, el oso está muy en el centro de la foto, con la Niñera y yo a un lado, así que a lo mejor no debería haber dicho que es una foto nuestra: es una foto del oso en la que salimos nosotras. Detrás del oso está la casa en que vivíamos, una casa grande, de ladrillo, en lo alto de una colina —la colina no se ve en la foto—, con varias chimeneas de buen tamaño que sí se ven, que suben por las paredes exteriores, y una cúpula en el techo, de la cual solo se ve la parte superior. La cúpula tenía ventanas todo alrededor. Con sus seis u ocho caras (he olvidado cuántas exactamente), parecía la parte de arriba de un faro, pero no estaba ahí más que de adorno y no tenía conexión con ninguna escalera o puerta. Recuerdo que estaba en la hierba con Papá y le pedí que me subiera a la cúpula, y él me explicó que no se podía entrar en ella. El ventanal de este piso me hace pensar en la cúpula, el aspecto que habría podido ofrecerme desde dentro si hubiera entrado en ella alguna vez. Rodeaban la casa un jardín de los caros, con estatuas, varias fuentes y, como ya he dicho, setos tallados en forma de animales. Era muy pequeña el día en que la Niñera y yo, paseando por el jardín, encontramos un topo muerto. Se lo enseñamos al jardinero, la Niñera lo señalaba con la punta del zapato (llevaba zapatos negros de lazo, igual que la doncella y la cocinera, porque eran sirvientas, pensaba yo, en vista de que Mamá nunca llevaba zapatos negros de lazo), y él lo cogió y se lo metió en el bolsillo. Por alguna razón, este es el recuerdo más claro que tengo de mi infancia cada vez que me paro a pensar en aquellos tiempos durante el rato suficiente, sale a relucir el topo. Una verja de hierro con las lanzas muy altas guardaba el perímetro completo —la casa, el jardín, las cocheras y etcétera—. Más adelante, cuando le enseñaba fotos a la gente, siempre explicaba que la verja estaba ahí para evitar que escaparan los animales. Salvo el jardín de infancia y el sarampión, no recuerdo gran cosa de lo que ocurrió en mi vida antes de los cinco años, cuando me atacó en la acera de casa, un perro marrón y blanco, muy grande. Tuve la suerte de que me salvara el cartero, aunque poco faltó para que me quedara sin vestido. Y una vez durante una tormenta intenté pasar de mi dormitorio al de mis padres por la cornisa estrecha que circundaba toda la casa bajo las ventanas, y me resbalé y caí en un seto de boj del que me sacó el chófer de mi madre, para luego llevarme a casa en brazos, y aún hoy el olor a ramaje húmedo trae consigo una sensación placentera, un ligerísimo vértigo de emoción, que podría estar relacionado, creo, con el hecho de que me rescataran de ese modo, aunque no recuerdo para qué quería ir al dormitorio de mis padres o por qué no utilicé las puertas.

Papá era un hombre guapo. Poseía un bigotazo rubio y un mentón imponente, y caminaba de un modo apabullante: a quien, se cruzara en su camino más le valía apartarse. Supongo que ser imponente y apabullar a los demás eran el motivo de que estuviese donde estaba, es decir en lo más alto. Mamá era una mujer encantadora. Poseía unos ojos grises muy separados, una nariz respingona, un seno suntuoso y una personalidad difícil. Era propensa a los ataques de nervios y a las inhalaciones de vapor, leía el Vogue en francés y no disfrutaba mucho conmigo cuando yo era pequeña. Papá era propenso a la acumulación, y cuando no estaba supervisando cadenas de producción y fundiciones, disfrutaba con el golf, la caza del faisán, el New York Herald Tribune y los aparatos. Ocasionalmente, si mal no recuerdo, disfrutaba conmigo en las rodillas, jugando al caballito, empezando tranquilamente y acabando a un galope que una vez me hizo caer al suelo y sangrar por una herida en la cabeza. Este es, estoy convencida, mi primer recuerdo de Papá. Era un auténtico sportsman, léase que no practicaba el deporte como mera variante de alguna otra cosa, al modo de Clarence, cuando practicaba ciertos deportes para luego poder escribir sobre ellos, bajando ríos feroces en botes de goma, cazando grandes animales o, una vez, saltando desde un aeroplano. Siendo tan guapos, tan encantadores y tan ricos como eran, tendrían que haber sido felices, supongo, pero no lo eran. Ese es el misterio de Mamá y Papá. Cuando miro fotos de los dos juntos al principio, sobre todo de cuando Mamá era muy joven, pienso en cómo acabó todo y parece casi imposible. Nuestra casa tenía un comedor espléndido a cuya mesa de caoba podían sentarse veinte invitados sin juntar los codos, aunque rara era la vez que teníamos invitados, por culpa, me dijo la Niñera, de los nervios de Mamá. En las comidas, Mamá y Papá se miraban de punta a punta de la larga mesa, y los ojos grises de Mamá le arrojaban furiosos silencios a Papá, que los capturaba en su enorme bigote. Su matrimonio era una alta columna de dolor, como un jarrón acanalado. Equilibrado precariamente en el punto fricativo en que la personalidad de Mamá entraba en contacto con el mentón de Papá, siempre estaba a punto de caer y hacerse pedazos. No se me animaba a hablar en la mesa, o quizá yo optase por no hablar, para no ser quien volcara el jarrón. Fuera cual fuera el motivo, cuando pienso en aquellas comidas me impresiona el silencio: ocupo una silla labrada y dorada, en el golfo entre mis padres y a gran distancia de ambos, disponiendo la comida en islas y océanos y apilando los océanos para hacer remolinos con ellos, mientras el respaldo de la silla se me clava en la escápula, haciéndome daño. Cuando se lo conté a Clarence, me dijo que sonaba a algo sacado de una película, lo cual interpreté en el sentido de suntuoso y elegante, pero también, quizá, no del todo real. A pesar de sus nervios, Mamá disfrutaba mucho más en las fiestas que Papá. Pensándolo mejor, ahora, imagino que sus nervios de hecho pueden haberla llevado a asistir a fiestas, para relajarse, si Papá se los había estado machacando un rato, porque a pesar de que lo intentaba al máximo nunca logró abstenerse de hacerlo, lo mismo que yo, imagino, era incapaz, aunque me fuera la vida en ello, de dejar de alterarle los nervios a Clarence, y viceversa; y ello constituye, supongo, en general, el misterio de estar juntos, de permanecer juntos en la misma casa por mucho tiempo, aunque «la misma casa», tratándose de Clarence y yo, fuera toda una serie de casas distintas, una tras otra, durante años, cada vez más grandes y luego cada vez más pequeñas, pero nosotros siempre juntos. Al principio de juntarnos le dábamos a la tecla en la misma habitación, a la misma mesa, en el sitio en que vivíamos al inicio, que fue mi apartamento de Nueva York, pero luego le dábamos a la tecla en habitaciones distintas siempre que podíamos, si teníamos otras habitaciones, y si no hacía en ellas demasiado frío, como pasaba en Francia. En aquellos días iniciales teníamos un montón de amigos escritores y pintores. Estábamos convencidos de que todos íbamos a ser famosos, pero el caso es que ninguno lo fue, con excepción de Clarence hasta cierto punto. El modo en que se hizo famoso fue entre personas que leían relatos de caza y aventuras en las revistas y se fijaban en el nombre de quien los había escrito, la misma gente que luego compró su novela. Yo tenía escrito casi un libro entero cuando nos conocimos, pero no se lo había enseñado a nadie, y luego intenté escribir otro, no tan completo, aunque mejor escrito, y cuando le enseñé a alguien fragmentos de este libro nadie lo entendió; todo el mundo quería saber qué era lo que me proponía. Cuando vivíamos en Filadelfia le dábamos a la tecla en pisos distintos, reuniéndonos para comer y para recibir amigos o para salir todas las noches, y nos leíamos uno al otro lo que habíamos escrito. Traté de escribir novelas, pero no me salían, aunque Clarence siguiera leyéndome la suya, y yo le sugería cosas y le copiaba a máquina lo que escribía, y ese fue el periodo en que empecé a reescribir constantemente. Nos decíamos el uno al otro que lo nuestro era el plazo largo.

Cuando me llevaron al jardín de infancia aquel primer día —por «llevaron» entiéndase, como ya he dicho, la Niñera y Mamá—, les eché un vistazo a los niños mientras las numerosas cabezas, que recuerdo descomunalmente enormes, se volvían en mi dirección; se volvían, quiero decir, como cañones, aunque, claro, las cabezas humanas, sobre todo tratándose de cabezas infantiles, no se parecen en nada a ningún cañón. Eché una mirada y me tiré de espaldas al suelo y me puse a gritar, y estuve haciendo lo mismo todos los días hasta que renunciaron. Habían llegado a la conclusión de que debía relacionarme con niños de mi edad, dando por supuesto que sería bueno para mí de alguna oscura manera; lo consideraban socialización, imagino, aunque, claro, nunca habrían utilizado esa palabra. Seguramente esperaban que el jardín de infancia me mejoraría el carácter, que era execrable. Cuando estaba en casa me tiraba al suelo boca abajo y me ponía a gritar, igual que haría ahora, supongo, si me diera por tirarme al suelo boca abajo y gritar, a no ser que me atropellara un coche —como estuvo a punto de ocurrir, otra vez, esta misma mañana, por ir por la calle con las orejeras puestas— y me dejase tirada boca arriba, y en tal caso lo más probable es que no me molestara en darme la vuelta y ponerme sobre el estómago —suponiendo que aún pudiera darme la vuelta tras ser atropellada por un coche— antes de empezar a gritos. Sospecho que si me tiré boca arriba aquel primer día del jardín de infancia fue para poder ver el efecto que producía en los demás niños, aunque ahora no recuerde cuál fue. En aquel momento había tenido tan poca experiencia con otros niños que quizá fuera incapaz de discernir cuál era exactamente el efecto, habiendo como hay, a fin de cuentas, apenas un pelo de diferencia —qué comparación— entre un niño riéndose y un niño burlándose. Los únicos niños que veía en aquellos días, antes de ir a la escuela en Connecticut, dejando aparte algún que otro primo y los que veía fugazmente por la ventanilla del coche cuando la Niñera me sacaba por ahí, eran los irlandesitos e italianitos que se aventuraban a trepar por la colina para quedarse ahí como tontos, mirando nuestra casa. Todos aquellos niños iban pelados al rape —por los piojos, me explicaron— y las orejas les salían del cráneo de un modo increíblemente perpendicular. Las lanzas de hierro de nuestra reja estaban espaciadas de modo tal que a veces se les atascaba la cabeza entre ellas, a los chicos, por culpa de las orejas, y ahí se quedaban, gimiendo unas veces a todo pulmón, otras tan solo gimoteando, hasta que el jardinero lograba sacarlos apoyándoles firmemente una bota en la sesera, tras lo cual invariablemente salían corriendo con las manos en las orejas. Yo le decía a la gente que Papá había ideado la reja para atrapar niños, pero no creo que fuera rigurosamente cierto. Es cierto, creo, que a ninguno de los dos, Papá y Mamá, les gustaban los niños. Envíenos un capítulo, me contestaron de Grossman, y ya veremos. Al leer aquello pensé: «¿Desde cuándo la vida funciona por capítulos?» Clarence hablaba a veces de empezar un nuevo capítulo. O quizá fuera pasar página.

Me gustaría salir, salir de este piso, al cine o al parque. Hace muchísimo que no voy al cine, varios meses, seguramente, porque fue en invierno. El parque no es un sitio verde para pasear, como cabría deducir de que lo llamen parque: «parque de bolsillo» es exactamente como lo llaman. Es un triángulo vallado, casi todo él de cemento, formado por dos calles que confluyen en ángulo, con un árbol, cuatro bancos y flores en un estrecho arriate justo a un lado de la valla; pensamientos y narcisos, ahora. La acacia que plantaron en otoño aún no ha empezado a echar hojas este año. Quizá haya muerto en el transcurso del invierno. Hace dos años plantaron un arce en el mismo sitio y se murió. Junto a la puerta trasera de la casa de mis padres había una acacia negra. Estaba toda ella cubierta, incluso el tronco, de espinas largas y malas, pero el árbol del parque no tiene ninguna espina. El alcaudón, también llamado pájaro carnicero, clava a su presa en una espina. Captura insectos, lagartos y pájaros pequeños, se los come cuando puede, y deja los restos colgando de una espina, para más tarde. Estábamos mirando las ramas desnudas de una acacia espinosa cuando Clarence me habló de las costumbres alimenticias que practicaban los alcaudones. Estábamos en Misuri. La acera que teníamos a los pies estaba cubierta de una espesa alfombra de pequeños panfletos. Fue hace mucho tiempo. No hay pájaros así en este parque, solo gorriones y palomas. Si voy hoy tendré que llevar paraguas.

Hace páginas y páginas, cuando conté lo de extraer la máquina de escribir del armario, mencioné que la cinta se había secado —lo mencioné y luego seguí hablando de otras cosas, como tiendo a hacer, y no expliqué lo que hice al respecto. He descubierto que ya no hay muchos sitios en que vendan cintas para máquina de escribir; ninguna de las tiendas de mi zona de la ciudad las tenía para mi máquina, de modo que siguiendo el consejo de un dependiente cogí el autobús, dos autobuses, de hecho, y crucé el río hasta llegar a un distrito en el que nunca había estado antes, donde había un montón de edificios bajos que tomé por almacenes, y luego pasé por una parte de la población enteramente habitada por negros, de modo que mirando por la ventanilla que la lluvia emborronaba pensé que estaba en otro país, y luego anduve varias manzanas bajo la llovizna hasta llegar a una tienda que según mi informador se especializaba en máquinas de escribir. Me pregunté si el hombre no se habría equivocado, porque cuando al fin llegué a la dirección me encontré con una tiendecita que, dejando aparte un póster como de los años cincuenta que había en el escaparate, en el que se veía a una chica joven, con falda de tablas y collar de perlas sentada ante una máquina de escribir, desde fuera parecía más bien una tienda de ultramarinos de las de toda la vida que cualquier otra cosa. Debajo del póster dormía un gato sobre algo que parecía ser una sudadera plegada. Empujé la puerta y me quedé parada un momento, esperando que el señor de detrás del mostrador apartara los ojos de su revista —un hombre mayor, más bien rechoncho, envuelto en un grueso jersey—. Seguramente llevaba debajo del jersey una camisa con cosas grandes y abultadas en los bolsillos, porque era todo protuberancias y salientes, o sufría alguna terrible enfermedad. Cuando al fin levantó la vista vi lo cansado que parecía. Después de mirarla me dijo que no tenía la cinta para mi máquina. Lo más que podía hacer era venderme una para otra marca, pero de la misma anchura que la mía, porque la anchura es en realidad lo único que importa. Solo tenía que desenrollar las cintas nuevas de los carretes en que venían y volver a enrollarlas en los carretes de mi máquina, dijo. No era una tienda, en realidad, o no del todo una tienda: más que ninguna otra cosa era un taller de reparación de máquinas de escribir. En estanterías metálicas, contra la pared de detrás del mostrador, se alineaban diez o doce máquinas que la gente había traído a reparar, cada una de ellas con una etiqueta color manila colgando de un alambre retorcido. Mientras el señor estaba en la parte trasera buscando una cinta que le valiera a mi máquina, me incliné por encima del mostrador, estirando el cuello, pero casi todas las etiquetas estaban demasiado altas, o del revés, de modo que no pude distinguir los nombres. Me interesaban los nombres porque no conozco a nadie que siga teniendo máquina de escribir —entiéndase teniendo y utilizándola para darle a la tecla, no tirada por ahí en el garaje o en el sótano, como imagino que hace una gran cantidad de gente— y sentí una especie de compañerismo. Solo pude leer dos etiquetas. Una estaba prendida a una enorme IBM eléctrica de color verde pálido, de las que al final se veían por todas partes —léase en todas partes en las oficinas, no en las casas, nunca en las casas, según mi experiencia—. Me impresionó lo enorme que era. Quizá hubiera podido levantarla del suelo, a duras penas, pero desde luego no habría sido capaz de subirla un solo piso, suponiendo que viviera en un piso alto. De hecho vivo en un piso alto, y lo que quiero decir es que si viviera en un piso alto y fuera dueña de una máquina tan gigantesca nunca sería capaz de subirla a mi casa, y entonces lo que me vendría bien sería cambiarla por otra más pequeña, seguramente. No sería terriblemente difícil, imagino, porque las IBM son de las mejores máquinas de escribir, de las consideradas mejores, diría yo, porque no quiero dar a entender que las conozco por experiencia propia. Supongo que siempre podría contratar a algún forzudo que me la subiera a casa, si no había más remedio, aunque claro, ello significaría hacer lo mismo cada vez que necesitara reparación, aunque siendo una IBM Selectric ello no ocurriría muy a menudo, si es que ocurría alguna vez, aunque por otra parte alguna vez sí que ocurre, porque si no ¿qué estaba haciendo allí esa máquina? Era, según la etiqueta, propiedad de un tal Henry Poole. Cuando digo que no conozco por experiencia propia este modelo de máquina, quiero decir que de hecho no he pulsado las teclas de ninguna de ellas durante una cantidad apreciable de tiempo, es decir el tiempo suficiente para valorar su fiabilidad, pero Brodt tenía una igual en la oficina, la que usaba para pasar a máquina los informes a última hora del día, y un par de veces, mientras él andaba de patrulla por los pisos superiores, me acerqué y escribí en ella un poco. Di por sentado que en la etiqueta vería un nombre masculino, dada la magnitud de la máquina, aunque evidentemente también habría podido ser de una mujer fuerte o de una mujer con un amigo fuerte, o incluso un amigo de fortaleza media, ahora que lo pienso, porque bien podían subir la máquina por la escalera entre los dos. Potts y yo seríamos capaces de subirla por la escalera entre las dos, una a cada lado, igual que hicimos con el helecho, parándonos de vez en cuando para recuperar el aliento. La otra etiqueta que pude leer estaba puesta en una máquina verdaderamente antigua, una máquina tan evidentemente antigua que hube de preguntarme si alguien seguiría utilizándola para escribir, aunque sí, alguien debía de hacerlo, puesto que la habían traído a reparar. El nombre Underwood iba pintado a lo largo del frontal en letras ornamentales de color dorado, tan desportilladas y tan desgastadas que no sabiendo que ese era el nombre de un fabricante de máquinas de escribir de gran fama en sus tiempos no habría habido modo de saber lo que ponía ahí. Esta máquina era propiedad de alguien con un nombre largo que ahora no recuerdo. Era Poniatowski, quiero decir, aunque bien pudiera ser otro nombre largo que recuerdo de algo. Mientras yo miraba las máquinas y pensaba las cosas que acabo de mencionar —aunque evidentemente no con esas mismas palabras, porque en aquel momento no estaba dándole a la tecla, sino solo pensando vagamente mientras intentaba leer los nombres de las etiquetas, dejándolo de intentar al cabo de dos minutos, mirándolas sin entusiasmo—, el de la tienda, como ya he dicho, estaba en la trasera revolviéndolo todo en busca de una cinta que le valiera a mi máquina. Lo oía cambiar cosas de sitio ahí al fondo. No era un hombre de aspecto agradable, pero hice un esfuerzo para que no me cayera mal desde el principio, por mor de las máquinas de escribir. Tenía los ojos pequeños y los mofletes grandes y una rapidez de movimientos que me recordaba a algún animal desagradable, tal vez un hámster. Era calvo, no obstante, y eso es algo que nadie espera de un hámster, a no ser que padezca alguna enfermedad. Pero el hombre no parecía enfermo, parecía contrariado, como tanta gente, claro, de modo que eso no lo distinguía especialmente. En un informe policial, por ejemplo, nadie se molestaría en mencionarlo. Si te anda buscando la policía, ¿qué otra pinta vas a tener? Pinta de asustado, supongo.

Cabría haber pensado que el mero hecho de acudir a la tienda y pedir una cinta para máquina de escribir, algo que muy pocas personas considerarían de alguna utilidad hoy en día, tendría que haber establecido una relación. Yo, estoy segura, emitía tanta afabilidad como se puede emitir durante una transacción de este tipo, llegando incluso a exclamar «maravilloso» varias veces mientras él me enseñaba cómo enganchar la nueva cinta a mis viejos carretes. Más bien murmuré que exclamé, en realidad. No soy una persona efusiva, justo lo contrario, y exclamar «maravilloso» está más allá de mis fuerzas. Estaba, sin embargo, por mor de las máquinas de escribir, dispuesta a que me cayera bien aquel hombre, a pesar de su poco atractivo aspecto de roedor, si hubiera él hecho el menor esfuerzo en mi dirección —que me cayera bien, quiero decir, con la distancia que puede caernos bien la gente a quien siempre estamos comprando cosas—. Antes disfrutaba de antemano con la idea de ir a comprar leche y huevos a mi pequeña tienda, por la señora gruesa de la caja registradora, a quien conocía desde hacía años, aunque de hecho nunca le hubiera dicho nada más allá de «hola» y «gracias», y no siempre, de manera que quizá conocía no es la palabra: tratándose de personas, evidentemente conocer no es nunca la palabra. Se llama Elvie, la buena mujer, me enteré oyendo cómo se dirigían a ella, y se crió en una granja lechera, se lo contó a un cliente mientras yo estaba en la cola. Era otra cosa lo que esperaba cuando vi el póster del escaparate y traspuse el umbral y vi las máquinas de escribir con aquellas etiquetas a la antigua usanza colgando de ellas y el cartel de la pared que decía SE REPARAN TODOS LOS MODELOS; esperaba encontrar una persona de las de máquina de escribir. Estudié la cara de aquel hombre mientras me preparaba la factura, y no percibí el menor barrunto de ello. La impresión que me llegó fue de un hombre amargado, alicaído, que estaba, hube de suponer, desilusionado de su vida. Ello era de esperar, claro, en alguien que ha consagrado su existencia a las máquinas de escribir, un objeto que estaba ahora descomponiéndose ante sus ojos a pesar de todos sus esfuerzos por detener el proceso, invirtiendo en el asunto todos sus ahorros, sacrificando a su mujer enferma, no pagando los costes médicos, y etcétera, e hice lo que pude para que me cayera bien. A fin de cuentas, yo también había dedicado mi vida a las máquinas de escribir, aunque no exactamente del mismo modo. Pero aún no había abandonado ante aquel hombre. Pedí dos cintas. Dije que era de suponer que me duraran cosa de un año, y añadí, haciendo un esfuerzo:

—Así que hasta el año que viene.

Me forcé una sonrisa. Éramos personas de máquina de escribir, al fin y al cabo, ¿cómo podía él no darse cuenta? Hice, me temo, un rictus complaciente.

—Si viene usted el año que viene, señora —dijo él—, tendrá que arreglarse el pelo.

Notó mi desconcierto. Creo que levanté la mano y me toqué el pelo, que estaba desordenado por el viento, desordenado y muy gris, con estrechas franjas más oscuras aún presentes por algún motivo.

—Van a convertir la tienda en salón de belleza —explicó él.

Me sentí como una tonta y me metí la mano en el bolsillo del abrigo.

—¿Va usted a cerrar?

—Sí —dijo rotundamente. Sonaba a enfadado.

—No mucha demanda, supongo —dije yo, porfiando en el intento.

—Caballo y calesa.

—¿Perdón?

—Las máquinas de escribir —dijo— son como el caballo y la calesa.

Me habría gustado saber si se había fijado en lo sucios que estaban los escaparates de su tienda, aunque fue solo en ese momento, habiendo ya fracasado por completo en mis débiles intentos de que me cayera bien, cuando me di cuenta de lo sucio que estaba todo aquello. Las propias máquinas de escribir de las estanterías estaban cubiertas de polvo, como si quienes las habían dejado allí no fueran a volver nunca más. He estado a punto de poner: «Las propias máquinas de las estanterías estaban de pronto cubiertas de polvo», captando así mejor la sensación del momento, el modo en que las cosas habían cambiado abruptamente entre nosotros, pero temí que no se me entendiera, bien si ponía eso. Vemos una cosa cuando nos sentimos de determinada manera, y luego, más tarde, cuando nos sentimos de otra manera, la misma cosa puede parecer muy distinta. Puede cambiar ante nuestros propios ojos, como en un número de magia. En mis días malos, cuando no me queda más remedio que salir de casa, y acabo saliendo, tengo la sensación de estar poniendo pie en un planeta completamente distinto del planeta de mis días buenos; las propias hojas de los árboles son de otro color. En los días malos no digo «hola» ni «gracias» a la señora del mercado, y tampoco puedo mirarla, de pura rabia que le tengo. Lo que estoy tratando de manifestar es que sí, que observé que las máquinas de escribir estaban de pronto cubiertas de polvo. Pedí otras dos cintas. No sé en qué me basaba, pero había decidido que con cuatro tendría suficiente. En aquel momento ni siquiera habría podido decir para qué serían suficientes. Metí las cuatro cajas en el bolso, a la fuerza, y reventé el cierre. Había dejado de llover, pero el viento venía frío y me daba en plena cara en el camino de vuelta a la parada de autobús. Andaba con el bolso agarrado contra el pecho. Estaba cansada, tras haber visitado varias tiendas y haber tomado dos autobuses, y cogí un taxi para volver a casa, aunque ya no pueda permitirme coger taxis. En París tomábamos taxis en todas partes y nunca nos paramos a pensarlo. Los taxis de aquella época eran casi todos Citroën, negros, con la puerta del pasajero abriéndose hacia delante, lo cual facilitaba la entrada y la salida. Si tuviera que describir mi estancia en París en una sola frase, sería: «Subiendo y bajando de taxis.» Dicho así, suena como si hubiera llevado una existencia glamurosa allí, cuando de hecho pasamos en París menos de un mes y estuve de los nervios todo el rato.

Estaba sentada a la mesa de la cocina, haciendo un crucigrama. Acababan de dar las nueve y el estrépito de la ciudad aún llegaba desde fuera de la casa, pero se estaba más tranquilo en la cocina, lejos de la calle. Tenía puestas las gafas de montura dorada, las de lentes rectangulares y estrechas que antes consideraba mis gafas de leer y que ahora, habiendo dejado de leer, considero mis gafas de hacer crucigramas. Estaba inclinada sobre el crucigrama, golpeando de vez en cuando con el lápiz el borde de la mesa, nerviosamente, imagino, porque esa es mi costumbre cuando estoy haciendo crucigramas —una costumbre mía que a Clarence le encantaba calificar de molesta cuando él intentaba escribir y yo daba golpecitos—, cuando la chicharra de la puerta sonó, haciéndome dar un respingo. Pensé que tenía que ser Giamatti, dada la hora, y lo imaginé en mi rellano, pasado de kilos y con la cara roja y sin aliento, pero era otra vez Potts, luciendo un resplandeciente pijama negro, descalza y con pinta de ir a echarse a llorar en cualquier momento. Apresada en el rectángulo de luz que le caía encima por mi puerta abierta, estaba ahí, con los brazos abiertos, las palmas hacia arriba: supongo que pretendía ofrecer una actitud de súplica —es una devota católica—, aunque a mí más bien me hizo pensar en alguien a quien está a punto de llegarle por el aire una pelota de playa.

—Edna —me dijo—, Edna querida. Tengo que pedirte un favor enorme. Me fastidia muchísimo pedírtelo. Ya sabes cuánto me fastidia, y de ningún modo te molestaría si pudiera acudir a alguna otra persona.

Me quité las gafas y quedó enfocada, haciéndome pensar en un basset con los ojos húmedos, esperando contra toda esperanza el milagroso descenso de una pelota de playa color rojo golosina. Abrió la boca y volvió a cerrarla.

—¿Un favor? —dije, haciéndole eco. Quizá arqueara las cejas. No sé. Tengo tendencia a hacerlo, sobre todo la ceja derecha, pero no siempre soy consciente de estar haciéndolo. «No alcanzo a imaginar un gesto más irritante», dijo una vez Clarence refiriéndose a mis cejas. Pero yo no lo llamaría gesto. La palabra, creo, es arrogante. Potts se dio cuenta y pestañeó.

—No viene a recoger a Nigel —gimoteó—. Dijo que lo haría, pero no va a venir.

Arrastró el no hasta dejarlo convertido en un quejido bajo y plano, luego de pronto dio un bandazo hacia delante y me agarró una mano entre las suyas:

Ayúdame, Edna.

Yo, sorprendida, di un paso atrás, liberando mi mano de entre las suyas.

—Vale, vale —le dije. Me sorprendió que mi voz sonara tan seca y cortante, tan arrogante, e hice un esfuerzo por ablandarla—: No te preocupes —dije—, ya pensaremos algo.

Detesto las escenas y ya sentía la irritación creciéndome en el pecho, una especie de presión ardiente. La irritación y la incomodidad. Me sentía obligada y a disgusto. Potts ocupó mi asiento de darle a la tecla, pero ni siquiera le echó un vistazo a la máquina de escribir ni a los folios que había sobre la mesa y, algunos, en el suelo. Su pijama tenía unas lunas plateadas en los puños. Se había pintado de rosa las uñas de los pies. Yo me senté en el sillón, con la cabeza gacha, con ambas manos entre las rodillas, e hice esfuerzos por escuchar. La cosa iba de perdón y traición, amistad y deuda y las normas de los clubes de ratas y ratones; las ramificaciones eran a miles, y confusas, pero lo esencial estaba claro: no tenía quien se ocupara de la rata. Me levanté del sillón y di unos pasos. Ella me siguió con los ojos, sin dejar de hablar. Crucé la habitación hasta llegar a la ventana. Miré a la calle. Miré los coches. Me esforcé en escuchar. Emití varios ruiditos, expresando acuerdo, conmiseración, interés, todo lo que ella quería. Al cabo de un rato, sin embargo, ya no pude más y me puse a pensar en mis cosas, dejando que las orejeras se me calzasen solas, metafóricamente hablando. La voz de detrás de mí se afinaba, canturreaba, se convirtió en una radio que alguien ha dejado puesta, en alguien que habla por teléfono en la habitación contigua, alejándose por completo de mi atención. Me volví bruscamente: Potts levantó la vista, sorprendida, y dejó de hablar. Me aproximé al lugar que ocupaba. Me cerní sobre ella. Le dije que lo sentía. Le dije que estaba cansada y que tenía que irme a la cama. Ella me dijo que volaba a la mañana siguiente, era el cumpleaños de su nieto, su billete era de los que no admiten devolución. Yo le lancé la pelota de playa, y subimos el tanque de la rata, una a cada lado. No pesaba tanto como el helecho, pero tuvimos que ladearlo subiendo la escalera y la rata resbaló hacia atrás hasta salirse de su tubo. Las virutas se amontonaron, cubriendo al bicho, que luchó por liberarse, sacudiéndoselas, pero volvían a caerle encima. El bicho bregó frenéticamente, resbalándose al trepar por las paredes y cayendo de nuevo contra el suelo de cristal del tanque. Evidentemente, Potts, que era más baja, tendría que haber ido delante. Pusimos el tanque en el suelo, junto al helecho, y la rata se agazapó en su tubo. Potts levantó la tapa de rejilla y alisó las virutas con la mano, luego bajó a su casa y volvió con un cubo de bolitas de comida y una bolsa de la basura llena de virutas de repuesto. Trató de obligarme a aceptar dinero. Lo rechacé, y ella se marchó, dejando atrás un reguero de agradecimiento. Llevé la bolsa y el cubo a la cocina. La rata había emergido del tubo y permanecía sobre las patas traseras, con las de delante contra el cristal, mirándome. Es una rata con manchas blancas y negras. Ha habido varias ratas durante los diez años que Potts lleva viviendo en el piso de abajo, de diversos dibujos y tonalidades, ninguna alegre ni simpática, todas ligeramente repulsivas, para mi gusto, sobre todo las patas, que son invariablemente de color rosa y tienen un inquietante parecido con unas manos humanas diminutas, con unas manos de ser humano diminuto. Todas fueron muriendo al cabo de un par de años, generando numerosas lágrimas y, unos días más tarde, una nueva rata.

A Potts se le pasó decirme que su rata es una criatura nocturna. Yo tendría que haberlo sabido, claro, por las ratas de México: vivimos dos meses en México, un verano, y las ratas merodeaban por todas partes durante la noche. Y una vez tuve montones de ratones nocturnos muy ruidosos, aquí mismo, hasta que Giamatti hizo venir a un individuo que puso veneno por todas partes —incluso quitó los rodapiés y puso veneno detrás— y desde entonces no he vuelto a ver un solo ratón. No sé muy bien cuánto voy a poder darle a la tecla hoy, sintiéndome como me siento. Es como me sentía en los meses previos a Potopotawoc, incluso cuando ya había salido el sol. Quizá cansada no sea la palabra. Vacía y hecha un asco son las palabras. Estaba casi dormida cuando empezó la cosa: un ruidito frágil como de alguien raspando fósforos de madera, luego un crujido seco como de alguien masticando palomitas de maíz, luego un roce hueco, luego un murmullo como de hojas muertas que el viento arrastra por la acera, luego un rechinar repetido como de gozne herrumbroso al abrirse y cerrarse, y luego un susurro rítmico como de una hoja de papel que alguien frotara en círculos contra el suelo —este último ruido, creo, es el que hace al correr en el interior de la pequeña rueda amarilla. Al principio hice un esfuerzo por asimilar el ruido a los sonidos de la ciudad que llegaban desde fuera, más amplios, pero se desconectaba, insistiendo estoy aquí, estoy cerca, estoy vivo. Tenía la puerta del dormitorio abierta, como de costumbre, y solo una corta extensión de pasillo se extendía entre la rata y yo. No me gusta nada estar encerrada en cuartos pequeños y oscuros, y ello desde que la mujer que vino después de la Niñera dio en encerrarme en un armario cada vez que gritaba, cuando sufría lo que algunas, esta y otras mujeres, llamaban un ataque de gritos. Se llamaba Rasmussen. Ese era el apellido, pero todo el mundo la llamaba así, a secas, menos mi padre, que la llamaba Rasputín cuando el vino le alegraba las pajarillas. Tenía un pecho exagerado, el pelo muy pálido, la nariz pequeña y una cara ancha y pálida que se descomponía en manchones cuando le entraba la cólera. La Niñera me tomaba en brazos y me acunaba cuando tenía un ataque de gritos, pero Rasputín no podía verme ni en pintura. Así y todo, no me encerraba en cada episodio, solo en los que se prolongaban mucho, horas y horas, me parece recordar, volviendo la vista atrás, cuando, seguramente, se le agotaba la paciencia. Estando yo en el suelo, boca abajo, gritando, me llegaba ella por detrás, perdida ya la paciencia, me asía por una muñeca o un tobillo y me arrastraba por el suelo (yo iba agarrándome a las alfombras, las sillas y etcétera, todo el recorrido) hasta el armario más próximo, y, tirando de mí hasta ponerme de pie, me metía dentro y luego atrancaba la puerta con una silla. Sentada en la más completa oscuridad, encima de botas y zapatos, las más de las veces, golpeaba la puerta con los pies. Un día fue tal la patada que di que se soltó la silla y me escapé al jardín, que recorrí pegando alaridos, metiéndome en los arriates y los setos, hasta que me cazó el jardinero debajo de un cisne frondoso. A partir de entonces Rasputín apoyaba el hombro contra la puerta, lo cual me hacía patear más fuerte aún, enardecida por la noción de su cuerpo al otro lado, absorbiendo los impactos a través de la madera. Me debatía y golpeaba la puerta y me lanzaba contra ella y contra las paredes —y, lo recuerdo intensamente, contra el techo también, aunque ello no me parezca potable ahora—, gritando y chocando, en todo parecida a una polilla dentro de una lámpara. No como una polilla, de hecho, porque las polillas no gritan, o no lo hacen de modo que podamos oírlas, aunque quizá emitan un lamento extremadamente fino, de muy alta frecuencia, más allá de nuestro umbral auditivo, afortunadamente. Sería espantoso que además de chocar contra la pantalla de la lámpara y contra la bombilla las polillas emitieran sonidos coléricos de alta frecuencia. Si tal fuera el caso, cabría imaginar que alguien dijera: «Es Edna, encerrada en el armario y chillando como una polilla.» Rasputín me cubría luego los cardenales con polvo facial, para que nadie se diera cuenta, y yo me limpiaba en el cuarto de baño, antes de irme a la cama, y me analizaba los cardenales en el espejo, muy satisfecha.

Precisamente cuando me iba acostumbrando a uno de los ruidos de la rata y empezaba a conciliar el sueño, el bicho lo cambiaba por otro, dejando la masticación, por ejemplo, y poniéndose a correr como loco. Pero más inicuos que los sonidos eran los intervalos entre uno y otro, cuando no se le oía ni respirar, cuando se mofaba de mí con el silencio: ahí estaba yo, tirada en la cama, exasperada y desesperada, esperando que el bicho volviera a empezar, esperando, quiero decir, con impaciencia, que empezara de nuevo. Pensando en las ratas de México, que parecían desempeñar su cometido en perfecto silencio, recordé la solemnidad con que me miraban de abajo a arriba cuando hacían un alto junto al farol de la calle. Qué dignas, qué circunspectas, qué corteses eran, comparadas con la demencial criatura de mi cuarto de estar. Al cabo de un rato, me levanté a cerrar la puerta. El ruido se hizo apenas audible. Pero con un poco de esfuerzo aún lo oía, y no lograba evitar el esfuerzo, y a continuación fue todo peor que antes, debido a la intensidad con que me concentraba en ello, con que estaba obligada a concentrarme en ello, ahora que se había debilitado. Pensé en el señor Potts en la planta de enfermos terminales, yaciendo en la oscuridad mientras lo devoraba el cáncer, con una rata royendo junto a su cama. Me sentí devorada por el cáncer. Me levanté otra vez y saqué el ventilador de ventana, grande y cuadrado, de debajo del tocador y lo puse en marcha, aunque hiciera demasiado frío para un ventilador. Me cubrí la cabeza con la manta y doblé la almohada para taparme con ella los oídos. Los arañazos y los gruñidos de la rata, pequeños y vitales, desaparecieron al fin en el gruñido mayor, mecánico y eléctrico, del ventilador. Tengo observado que los sonidos de las cosas muertas, entiéndase las cosas mecánicas y eléctricas, no suelen ser tan molestos como los sonidos que producen los seres vivos. Roncar, por ejemplo, o chasquear los labios al comer o emitir silbiditos mientras se trabaja, como hacía Clarence, son algunos de los ruidos irritantes que los seres humanos hacen; en lo referente a los animales, tenemos lo de ladrar por la noche y ronronear cuando está una tratando de pensar, así como los diversos ruidos de ratas y ratones de que he venido ocupándome. Supongo que es inevitable llegar a la conclusión, tanto en el caso de las personas como en el de los animales, de que producen estos sonidos solo para fastidiarnos. Una vez le arrojé un vaso de agua a Clarence para que dejara de silbar. Y no olvidemos las cotorras de Venezuela, que eran un tormento para él. A pesar de haber pasado en vela la mitad de la noche, me levanté nada más rayar el alba y lo primero que vi cuando entré dando tumbos en el cuarto de estar fue a la rata durmiendo en su tubo, con el rabo de rata asomando. No sé qué da más asco, si las manitas rosadas o ese gusano largo, sin pelo, extrañamente siniestro. Me quedé mirándolo ahí tendido, plácido y ligeramente curvado y se me ocurrió que solo estaba fingiendo la inercia, que en cualquier momento saldría con un latigazo. Acababa de despuntar el sol y ya estaba yo de nuevo en mi puesto, pero aún no había empezado a darle a la tecla —estaba tomándome el café y pensando en darle a la tecla, bosquejando los diversos temas que tenía intención de tocar nada más empezar—, cuando oí que Potts se marchaba, con la maleta saltando de peldaño en peldaño hasta llegar a ras de calle —trece peldaños, trece saltos— y luego haciendo clic clic en las baldosas del vestíbulo, hasta que el portal se abrió con un débil bang y se cerró con un suspiro y un clic. Se oyó cerrarse la puerta de un coche, un motor sonó más fuerte y luego menos. La mañana era muy tranquila. Hoy es domingo. Potts, en el transcurso normal de la existencia, no hace ruidos que yo pueda oír desde mi sitio, excepto en invierno, cuando baja las escaleras con unas botas de tacones duros y estrepitosos. Así y todo, ahora que sé que se ha ido, una modalidad distinta de sonido se ha posado en el edificio; no el silencio de la ausencia de ruido, quiero decir, el silencio de la ausencia de personas. En el fondo tengo que haber sido consciente en todo momento de que Potts estaba ahí, bajo la planta de mis pies, ocupándose de su vida. Y no debería haber dicho que una modalidad distinta de sonido se posó, cuando en realidad está subiendo del piso de abajo, rezumando del suelo que sujeta mi silla; subiendo, quiero decir, como humo. Pensando en el silencio de ahí abajo, tengo una imagen mental del acuario y de los peces nadando silenciosamente de acá para allá, con las aletas virando. No sé si Potts se habrá acordado de abrir las cortinas antes de irse. En mi imaginación, los peces nadan en una intensa luz crepuscular. Pueden esperar a mañana para que les lleve el desayuno.

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