Cristal

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Cristal

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Anoche dormí con la puerta cerrada y el ventilador en marcha. Esta mañana bajé a dar de comer a los peces y luego di una vuelta a la manzana hasta el final de la fábrica de helados y hasta la cafetería para desayunar. Durante esos recorridos a veces veo grupos de trabajadores reunidos en el aparcamiento, haciendo una pausa para fumar, con trajes de montaña incluso cuando hace mucho calor, pero esta mañana no había ninguno. La camarera me dijo que le sorprendía verme entre semana. Le dije que estaba de vacaciones. Después del desayuno caminé hasta el parque y me senté; luego volví a casa a comer. Mi intención era dar una cabezada de unos pocos minutos después de comer, pero me pasé media tarde durmiendo. La rata ha salido de su tubo; la oigo a mi espalda, escarbando en las virutas. No me entra en la cabeza que la gente quiera tener ratas como mascotas, ni ningún otro animal, ya puestos, aparte de perros y gatos. Y loros, supongo. Cuando estuvimos en Venezuela pasamos parte del tiempo en un hotel donde había loros por todas partes. Eran loros silvestres —en el hotel les ponían comida para que se quedaran en el patio y los jardines, donde armaban una tremenda escandalera, un auténtico popurrí de gritos y silbidos—. A mí me parecía encantador, pero Clarence, que estuvo intentando trabajar todo el tiempo que permanecimos allí, se quejó a la dirección, y le prometieron que iban a tranquilizar a los pájaros para que se estuviesen callados, pero no hicieron nada, claro. «¿Qué quieres que hagan —dije yo—, que se líen a tiros con ellos?» Estábamos en Venezuela rodando una película. Trabajaban sobre un guión que a todo el mundo le parecía atroz, cuando el guionista jefe, a quien todo el mundo echaba la culpa de los problemas que estaban teniendo con el rodaje, agarró una rabieta y se marchó, dejando el arreglo del guión en manos de Clarence, que no sabía ni papa de escritura cinematográfica y que había conseguido el puesto por su amistad con el guionista principal, el que se marchó a pesar de los ruegos de Clarence para que se quedara. No recuerdo el título de la película, si es que llegó a tener título —porque nunca la terminaron—, pero había sacrificios humanos en ella. Clarence lo estaba pasando fatal con el guión, porque estaba obligado a conservar las partes ya rodadas, por espantosas que fueran. El director y el productor, que veían, como todos los demás, que se les venía encima una catástrofe, se pasaban el rato discutiendo cómo debía seguir la película, y cambiaban constantemente de opinión, obligando a Clarence a reescribir escenas una y otra vez. No había acondicionadores de aire en Venezuela en aquellos tiempos, solo ventiladores eléctricos, y hacía un calor tremendo. Y cuando la gran pirámide de piedra que habían levantado solo para la película ardió hasta la base, Clarence tuvo que dar marcha atrás y rehacerlo todo, eliminando a los aztecas y trasladando la historia a un convento, porque había un convento abandonado cerca de donde estábamos rodando. La pirámide no era de piedra auténtica, evidentemente; estaba hecha de madera y cubierta de lona pintada para que pareciera piedra. Yo permanecía en el patio bebiendo té helado y escribiéndole cartas a todo el que se me ocurría, mientras Clarence bebía whisky en nuestra habitación, y mezclado con el ruido de los loros —y de otras aves, también, porque había un montón de especies de pájaros ruidosos—, se oía el teclear de su máquina. Más de una vez, creo incluso que varias veces durante el último par de semanas, se le vio asomado a la ventana, gritándoles a los loros. Los ventiladores eléctricos eran de aspas metálicas en aquel entonces, con solo la más superficial de las protecciones, con espacio suficiente para meter el puño. Tuvimos un montón de peleas durante nuestra estancia allí, porque a Clarence no le gustaba que fuese tan amiga de algunos miembros del equipo, y yo trataba de explicarle la amistad, y Clarence, descamisado, sentado a su mesa de trabajo, metía un lápiz en las aspas del ventilador. El ruido era tremendo y, claro, yo no tenía más remedio que dejar de hablar mientras estuviera haciendo eso. El enfado conmigo, estoy segura, era porque no lo ayudaba con el guión. La verdad es que no habría podido serle de ninguna ayuda ni aun queriendo. Hay cierto tipo de cosas que no soy capaz de escribir, que no logro impulsarme a escribir. Todos los resentimientos sociales de Clarence salían a relucir entonces, cuando tenía que negarme, y él me acusaba de toda clase de cosas. Al final acabó metiendo la mano en el ventilador, que casi le arranca los nudillos luego contó, cuando le vieron las marcas, que se las había hecho en una pelea. Quería que la gente pensase que había sido una pelea a puñetazos, claro. Esta mesa no es ideal para escribir —no es lo suficientemente robusta como para aguantar las vibraciones—. Si en su momento hubiera sabido que iba a volver a darle a la tecla, me habría comprado un escritorio. Le doy a la tecla, y los folios que llevo mecanografiados, y que tengo dispuestos en un pulcro rimero detrás de la máquina, van avanzando por la superficie de la mesa, a fuerza de pequeñas sacudidas, milímetro a milímetro, hasta llegar al borde, del que van sobresaliendo, cada vez más, hasta que de pronto se inclinan del todo y caen en cascada, como unos cuantos acaban de hacer ahora, uno tras otro, como lemmings. Podría darle a la tecla en la cocina, en vez de aquí, si quisiera. Allí tengo una mesa maciza, con la superficie cubierta de azulejos blancos, que también podría trasladar al cuarto de estar, si me fuera posible. No me es posible. Los de la mudanza tuvieron que quitarle las patas para meterla, y además el sol no amanece en la cocina, no se le ve salir desde la cocina. Estoy pensando en trasladar la jaula de la rata, al cuarto de baño, quizá, donde no tenga que ver a ese animal constantemente. También se me pasó por la cabeza volverla a bajar a casa de Potts, pero no creo que pudiera apañármelas yo sola. Tampoco estoy segura de poderla poner en el cuarto de baño, como no fuera encima de la cesta de la ropa sucia. Y ahora veo que dejé en ridículo a Clarence, sin intención, cuando lo describí asomado a la ventana gritándoles a los loros. No faltarán, supongo, quienes pondrán en duda mis motivos —aunque habría resultado aún más ridículo sí hubiera entrado en detalles—. Ni siquiera mencioné que mientras hacía eso, dando alaridos por la ventana y etcétera, lo único que llevaba puesto era un sombrero de paja bastante guiñapiento. Los empleados del hotel salían corriendo al patio y se distribuían en pequeños grupos, dándose de codazos entre ellos y sonriéndole a Clarence, cada vez que lo oían empezar. Iba todo el día y toda la noche con el sombrero puesto, por lo cómodo que era, según él, aunque en realidad lo que pasaba era que no quería que nadie viera hasta qué punto se había quedado calvo. Quien conociera a Clarence en aquella época no podía tener ni la menor idea de cómo era antes, de lo extraordinario que era en ciertos aspectos. Ahora, diciendo «cómo era antes» he hecho que suene como si algo dramático le hubiera ocurrido en algún momento y que después «ya no fuera el de siempre», como suele decirse. Supongo que alguien, al leer esto, pensará: «¿Antes de qué, para ser exactos?» Bueno, pues, en este caso, en el caso de Clarence, fue antes de nada en concreto —cuando digo lo extraordinario que era antes, quiero decir antes de pasarse doce años más siendo Clarence.

Fue mi fiesta de cumpleaños y Mamá no se presentó, todos nos quedamos un buen rato esperando, y al final Papá masculló algo con rabia, haciendo que se ruborizara la doncella que nos atendía, y trajeron la tarta, a pesar de todo, y era una tarta de comida de ángeles4. En la fiesta no estábamos más que los criados y yo, además de Papá durante unos minutos. Me negué a soplar las velas, así que la Niñera lo hizo en mi lugar, arrodillándose a mi espalda y colocando la cabeza junto a la mía, como si estuviéramos soplando juntas, aunque yo supiera muy bien que no estaba soplando nada. Me explicó que Mamá no estaba allí porque se había visto apresada en el remolino social. A Mamá, me dijo la Niñera, le resultaba imposible liberarse, por mucho que se empeñara. Debí de enfadarme bastante, porque recuerdo que luego, en mi cuarto, cuando la Niñera me trajo otro trozo de tarta, me comí solo la cobertura y desmigué el resto y lo metí por el conducto de la calefacción. Días después vi hormigas entrando y saliendo del conducto, y el jardinero subió a echar algo dentro. En aquellos días, mi idea del remolino social era un enorme vórtice. Se parecía mucho al remolino Maelstrom5 de uno de mis libros ilustrados, pero en vez de estar hecho de agua estaba hecho de personas girando, hombres y mujeres en traje de noche dando vueltas y vueltas, agitando brutalmente los brazos y las piernas en su lucha por escapar trepando por las paredes casi verticales del vórtice, para que no se los tragara el agujero sin fondo del centro. Más adelante, ya de mayor, me vino la misma imagen en algunas pesadillas, solo que entonces yo era la única persona del remolino. Me parece que Papá, siendo como era un sportsman auténtico, lamentaba mucho que yo no fuera un niño, y Mamá también lo lamentaba, y se pasaron muchos años tratando de engendrar uno, pero nunca engendraron nada. Imagino que el esfuerzo contribuía a que Papá se sintiera mejor, pero Mamá le dijo a la Niñera que para ella era una paliza, se lo dijo estando yo sentada al lado. No solo la Niñera y Mamá, también otras personas tenían la costumbre de hablar como si yo no estuviera delante, porque era una chica, supongo, o porque me consideraban perdida en mi propio mundo y ajena a lo que se decía a mi alrededor. Pasados unos años, Mamá se hartó, aparentemente, y empezó a cerrar con llave la puerta de su dormitorio. Papá, sin embargo, siendo como era, imagino, un hombre muy viril, no se había hartado. Pasado un largo espacio de tiempo, tras muchas cenas con Mamá perdida en la distancia, pidiéndole silencio y contestándole con el silencio, mientras yo ocupaba una distancia intermedia con la cabeza gacha, agitando el puré de patatas hasta convertirlo en charcos lodosos, y tras haber intentado él abrir la puerta muchas veces, susurrando roncamente y sacudiendo el picaporte, el hombre acabó comprendiendo que Mamá ya había adquirido ese hábito, y entonces fue cuando él también se hartó; y en aquella época, harto ya de una cosa, pero no de la otra, se retiraba a su despacho después de cenar y bebía brandi hasta que se le ponía la cara colorada. El despacho era una habitación confortable, donde podía uno sentarse sin que se le clavara nada entre los omoplatos, de manera que todo el que quería estar mucho rato sentado en nuestra casa acababa instalándose allí, menos Mamá. Papá, cuando bebía, se pasaba bastante tiempo ahí sentado, si no recuerdo mal. Tenía sillones de cuero, una mesa con el tablero de cuero, libros encuadernados en cuero, un viejo mayordomo como de cuero que se llamaba Peter y que permanecía detrás del sillón de Papá, escanciando. Todas esas cosas eran muy confortables y contribuían, supongo, a que Papá se encontrara cómodo allí, incluso cuando se sentía desdichado, y ese debía de ser el motivo de que pudiera permanecer tanto tiempo sentado en su sillón, porque se sentía desdichado pero confortable. También teníamos un perrazo muy confortable llamado Rupert, a quien le encantaba oír hablar a Papá, incluso cuando Papá estaba hosco y nadie más lo entendía. Pero al cabo de un tiempo Papá se hartó también del despacho, y entonces, harto ya de una cosa pero no de la otra, subía las escaleras dando tumbos y se ponía a dar puñetazos a la puerta de Mamá. Ello ocurrió, me parece muchísimas veces, y luego una noche, cuando estaba a punto de ocurrir de nuevo, Mamá se hartó también, y amenazó con pegarle un tiro a través de puerta.

Supongo que no ocurriría tantas veces como me parece, y es posible que ella solo lo amenazara una vez con pegarle un tiro, una sola vez —coserlo a balazos, fue lo que dijo— y si parecía estar ocurriendo todo el tiempo era por el miedo que daba. No sé si esto vale para algo. Mi dormitorio estaba al otro lado del pasillo, enfrente del de Mamá, y cuando Papá empezaba a aporrearle la puerta yo pensaba en sitios a donde podía ir, y cuando él regresaba a la planta baja encendía la luz y abría la cajita de los sellos y los colocaba encima de la cama y hacía como que eran países insulares repartidos por el océano de la colcha. Los colocaba en diversas combinaciones, en un gurruño, como las Fidji, o una detrás de otra, como las Marianas, y pasaba un buen rato pensándome el orden en que las visitaría. Me figuraba que el rey o el presidente o el que fuera que aparecía en el sello bajaba a la playa con su cortejo a recibirme cuando desembarcaba, y el cortejo incluía elefantes y caballos, por lo general, y solía dormirme imaginando eso, y a la mañana siguiente la doncella tenía que ayudarme a recuperar los sellos de entre las sábanas revueltas.

Noches de insomnio llenas de ideas sin control, días distraídos, tecleando a rachas, con muchos y largos espacios en blanco. A veces le doy a la tecla y pienso; pero lo más frecuente es que piense sin darle a la tecla, en el sillón o en la cama o en un banco del parque. No logré conciliar el sueño anoche. Me pasé horas en la cama, mirando la oscuridad donde estaba el techo, con los ojos como platos, y pensé: «Así me verán cuando esté muerta.» Salí de la cama, cayéndome casi, permanecí unos minutos sentada en el suelo antes de incorporarme y pasar al cuarto de estar. Faltaban horas para el alba, y se oía a la rata moverse. Cuando encendí la luz, levantó la cabeza y se quedó mirándome. Traté de imaginar que se sorprendía de verme en el cuarto de estar a esas horas, pero me fue difícil: las ratas no parecen poseer una amplia gama de expresiones, salvo, claro, el sufrimiento y etcétera, que todos los animales pueden expresar —hasta los insectos pueden expresarlo—. Hice resbalar varios folios por el suelo con el pie, hasta llegar cerca del sillón. Me senté en el sillón y los recogí y los releí a ver si me despabilaban. Al acabar un folio lo dejaba caer junto al sillón, como siempre hacía por la noche, cuando repasaba los folios que había tecleado durante el día. En aquellos tiempos, tras leer un folio descolgaba el brazo fuera del sillón y lo dejaba colgando por encima del suelo, todavía con el folio sujeto, como sin darme cuenta, mientras leía el siguiente, y justo antes de acabar este soltaba el folio colgante para que cayera de través al suelo, como sin ganas, en un gesto de desdén fortuito, en nada parecido al modo en que Clarence engurruñaba las páginas y las arrojaba a la papelera, o las iba amontonando en rimeros autosatisfechos. A veces arrancaba el papel de la maquina con tanta violencia que hacía chirriar el carro y me daba un susto de muerte. Clarence siempre estaba haciendo bolas con el papel y dando voces, me parece a mí. Una vez tuvimos un debate acerca de si engurruñar papel era un método útil de aliviar la tensión, como él sostenía o era una ostentosa concesión a uno mismo, como sostenía yo. Al final, cuando ya no se le ocurría ningún argumento más, agarró un papel, hizo una bola y me la tiro. «Dar la talla» era una de las expresiones favoritas de mi padre. Cuando despedía a alguien del servicio, era porque esa persona no daba la talla, a no ser, claro, que la hubieran pescado robando, porque entonces lo que alegaba era ese hecho en concreto; y no lo decía solo por el servicio: el presidente Roosevelt (me refiero a Franklin D. Roosevelt) no daba la talla, porque Papá no estaba de acuerdo con sus medidas económicas. Las calificaba de puros desbarros. Y llegó un día en que la Niñera dejó de dar la talla; no sé por qué. Yo vivía en el constante temor de dejar también de dar la talla, y estoy segura de que Mamá no la daba. En el día de inauguración de la temporada de caza, teniendo yo diez años, se descubrió que se había largado durante la noche con un hombre llamado Roger Pip, que solía jugar al golf con Papá. Cuando encontró la nota, que Mamá había atado al collar de su perro favorito, Papá estaba en la escalinata de delante, con su cazadora de tweed marrón, que echó a perder arrancándole una solapa. Después de eso debió de quedarse verdaderamente desmoralizado, y dio en beber grandiosas cantidades de whisky escocés en vez de brandi. Desgraciadamente, ya no aguantaba el alcohol, y, a veces, tras la tercera copa, la emprendía a gritos conmigo, y tras la quinta ya no se tenía en pie. Seis meses después de la fuga de Mamá me metieron interna en un colegio, primero en una casa grande con dos señoras mayores y luego en un dormitorio común con otras niñas de mi edad. No es verosímil que de veras recuerde a Papá encontrándose la nota y arrancándose la cazadora a pedazos, porque cuando iba de caza nunca salía directamente de la casa de la ciudad, sino de algún sitio del campo, así que de hecho no sé cómo se enteró de que Mamá se había ido —quizá se fuera dando cuenta poco a poco, como me pasó a mí, cuando ya llevaba mucho tiempo ausente—. A mi modo de ver, el remolino social acababa de tragársela. Se la tragó y, al cabo de unos años, volvió a escupirla, en San Diego, donde vivió hasta el fin de sus días con un hombre llamado Hanford Wilt. Diecinueve años tenía yo cuando murió. Todas las navidades y todos los cumpleaños me enviaba regalos, siempre alguna joya, y con los regalos venía una carta, que firmaba «Mamá», con «Margaret Wilt» entre paréntesis, por si me había olvidado de quién era Mamá. Las cartas estaban escritas a máquina en papel azul. Una compañera mía de clase, que era de California, me dijo que San Diego tenía un clima perfecto, con solo tres días de lluvia al año. Me chocaba que una persona llamada Margaret Wilt6 hubiera optado por instalarse en un sitio con tan poca lluvia. Mamá no escribía bien a máquina, sus cartas estaban llenas de palabras tachadas con la letra equis, líneas enteras de equis. Tampoco fue una madre muy buena, estarán ustedes pensando, me figuro.

El tanque sigue ahí, en el suelo, al lado del helecho, donde lo pusimos Potts y yo. Si me echo hacia atrás en la silla puedo atisbar entre las hojas y ver a la rata moviéndose sin descanso por ahí abajo. Corretea de aquí para allá, se sube a su pequeña rueda metálica y se vuelve a bajar, escarba en las virutas con las patas delanteras, como un perro olfateando. De vez en cuando hace una pausa y mira a través de la pared de cristal de su encierro. Se le contrae el hocico rosa. Sus acciones parecen tener propósito, pero al mismo tiempo carecen completamente de sentido. En lo cual no se distinguirían mucho de las mías, supongo, si alguien me observara mientras voy de un sitio a otro por mi casa; cuestión de escala. «Edna corretea de aquí para allá sin propósito alguno, en su encierro», podría escribir la persona que me estuviera observando. En un momento determinado, tras la marcha de Mamá, le comunicaron a Papá que yo padecía de agitación nerviosa. No sé quién se lo dijo, alguien lo hizo, y él me sacó del país, llevándome primero a Inglaterra, a Londres, donde nos recibió un médico muy bajito y muy pálido, con unos dientes horribles, que no tenía ni rastro de inglés (quizá fuera ruso; me queda la impresión de un nombre que sonaba a ruso, y me sorprendo pensando que tiene que haber sido «Chéjov», porque, supongo, Chéjov también era médico y ruso), y luego a Bélgica, donde pasamos el verano en el campo, al sur de Namur, en un palacio del siglo XVII reconvertido en hotel. «Pasamos», en ese momento, ya no incluía a Papá, que nos había dejado en el puerto en Dover para atender sus negocios, pienso ahora, o para buscar a Mamá, como imaginé entonces. La señora que sucedió a quien vino tras Rasputín viajó con nosotros en el barco, a la ida, y permaneció conmigo cuando Papá se marchó. También la llamaba Niñera, aunque no se pareciera nada a la original, porque era norteamericana, diminuta, rubia, y no siempre llevaba delantal, y era más divertida y menos envolvente que la primera Niñera, menos confortadora en el sentido de envolvente, como fue todo el mundo en realidad a partir de aquel momento. Me enseñó a hacer cuatro tipos distintos de solitarios, sin incluir el doble, que de solitario no tiene nada y que practicábamos interminablemente en el comedor del hotel mientras esperábamos a que nos sirvieran. En el patio de baldosas había un delfín de piedra que lanzaba agua por la boca, y nos ponían pescado todos los viernes. Yo no como pescado. El hotel siempre estaba lleno hasta los topes de muchísima gente rara, incluido un señor que iba siempre con los zapatos en las manos, incluso en el jardín, y un chico de mi edad que ladraba como un perro cuando alguien le dirigía la palabra, y una señora de mediana edad, la mar de etérea, a quien a veces le daba por internarse en el bosque y cantar «mon cœur est un violon

Me quedé dormida en el sofá. Cuando me desperté era ya de mañana. Abrí los ojos y los volví a cerrar luego. Permanecí un rato en el interior, rebuscando en los restos del sueño. Me evitaron. Una percepción de las cosas —la dureza del sofá, las piernas agarrotadas, el estómago vacío— me obligó a tomar conciencia, insidiosa, insistente, irresistiblemente. Una vez más. Tendida de espaldas, miraba el techo con los ojos muy abiertos y escuchaba cómo iba aumentando el tráfico hacia la hora punta. Cuando me encuentro en casa, el ruido del tráfico siempre está ahí fuera, más o menos, ahogado a veces por el ruido de los compresores, ahogando a veces el ruido de los compresores, no siempre oído, rara vez escuchado, salvo en momentos como este, al despertarme, cuando la mente tantea en busca de algún sitio a que agarrarse, a veces en algún momento dichoso, sin saber si ese ruido no será en realidad el océano. Solamente los domingos, a altas horas de la madrugada, decrece el rugido hasta el punto de que alcanzo a separar las voces individuales de los vehículos, a distinguir entre el penoso fragor de los viejos y el silbido susurrante de los nuevos, o seguir a los camiones más pesados reduciendo marchas en la curva de subida al Empalme. He movido el helecho. Me agaché hasta ponerme casi de rodillas, situé las manos en el borde de la maceta, hundí la cara en las hojas (olían a bosque recién llovido) y empujé. Se me resbalaron los pies varias veces, haciendo que las rodillas me chocaran contra el suelo, pero logré arrastrar la maceta por la habitación. Pero como no veía adónde iba, seguí empujando hasta dar contra la pared, junto a la librería, con lo cual caí de bruces contra las hojas, rompiendo unas cuantas. La maceta había desplazado la alfombra en su avance, arrugándola en grandes pliegues de acordeón que ahora se amontonaban entre la maceta y la pared y que solo logré alisar tirando con todas mis fuerzas, repetidas veces. Estaba inclinada sobre la librería, con los codos apoyados en ella, recuperando el aliento, cuando observé el polvo que tenía encima. No lo había notado antes, no recientemente, al menos, porque no suelo poner la cabeza a unos dedos de los muebles, como estaba haciendo en aquel momento. Veo bastante bien, dentro de lo posible, pero no tan bien como para discernir desde lejos algo tan retraído y tan diminuto como el polvo. Vi, de tan cerca, una capa bastante espesa, deprimente ejemplo de cómo se acumulan las cosas pequeñas, así que seguramente podría haberlo visto desde cierta distancia si me hubiera tomado la molestia de mirar en esa dirección, de mirar con intención, quiero decir, con el propósito de ver algo, no mirando por mirar, como me veo obligada a hacer cuando navego por un sitio y por otro de la casa, para no tropezar con las cosas. Los insectos resecos atrapados entre el cristal y las contraventanas son una segunda modalidad de cositas deprimentes cuya acumulación vengo notando en los últimos tiempos. El hecho es que no me he interesado ni por lo más remoto en la librería desde hace bastante tiempo, concretamente desde que dejé de leer, y dudo de que haya mirado en su dirección, con intención de ver en esa dirección, ni siquiera una vez, salvo hace semanas, cuando coloqué en lo alto la pila de cintas nuevas, estando demasiado emocionada ante la perspectiva de volver a darle a la tecla —de volver por fin a darle a la tecla inesperadamente— como para fijarme en ninguna otra cosa. Ahora que he notado el polvo, voy a buscar un trapo húmedo a la cocina y voy a limpiarlo. Las escamas amarillas y marrones que se acumulan al pie de la pared en el descansillo y la escalera podrían ser la tercera cosa. La librería es un mueble la mar de corriente, no grande, de madera laminada y chapada. En ella guardo los libros que espero leer algún día, junto con los ya leídos que no me he molestado en apartar. Algunos llevan mucho tiempo ahí, esperando que me acuerde de ellos. Y tengo puestas unas cuantas fotos en lo alto, en unos marcos de peltre muy recargados que compramos en México. Las fotos no enmarcadas las guardo en la caja de las cartas, como creo haber mencionado ya. También en lo alto, entre dos fotos, hay una pila de cajitas planas; son mis cintas para la máquina de escribir. Me gusta poder mirar desde el sillón o la máquina y ver la pila de cintas; me permite confiar en que podré seguir dándole a la tecla. He estado en un tris de escribir «seguir dándole a la tecla hasta que termine», pero pensé que no estoy muy segura de qué es terminar, ni de cómo sabré que he terminado; ni siquiera me consta qué es lo que terminaría. Cuando escribí esas palabras solo tenía en mente una vaga manera de llegar al final de lo que quiera que sea esto, aunque en última instancia no quede completo, entendiendo por «última instancia» el punto en que se detenga. Apartado el helecho, ahora puedo mirar el tanque de la rata directamente mientras le doy a la tecla. Empiezo a darle a la tecla y el renovado tableteo de la máquina parece asustar al animal, que levanta la cabeza y me mira. En otros momentos se sitúa del revés en la tapa del tanque y me mira por la rejilla, haciendo rechinar los dientes al mismo tiempo. Potts dice en su nota que le varíe la dieta con sobras de fruta, nunca de naranja, y con grano. No sé qué grano piensa ella que puede sobrarme. Cuando me incliné sobre el tanque hace unos instantes para meter un trozo de manzana, forzándolo a través de la rejilla, casi me desmayo del olor. Se supone que tengo que cambiar las virutas de madera con regularidad. No lo he hecho. No sé bien cuál es el procedimiento, no sé qué querrá decir con regularidad.

En el trabajo, cuando todavía iba a trabajar, me pasaba la mayor parte del tiempo abajo, en un recinto contiguo al aparcamiento, en un sótano, de hecho, aunque no lo llamaran así. Lo llamaban «Nivel B» —como ponía en el cuadro de botones del ascensor— o «nivel inferior», pensando, supongo, que así sonaba más elegante, sonaba menos a sitio húmedo lleno de telarañas, aunque a mí me sonaba más bien a sector infernal, aunque la verdad era que se estaba bien ahí abajo, y con mucha tranquilidad, la mayor parte del tiempo, salvo al principio y al final del día, cuando entraban y salían los coches haciendo ruido. Al principio me pusieron en la sección de embarque, enfrente de la cafetería del segundo piso, en el mismo pasillo, pero el constante traqueteo de las máquinas que allí había y el estrépito colectivo que escapaba de la cafetería cada vez que alguien abría la puerta fueron demasiado para mí. No fui a quejarme de los ruidos de la sección de embarque, pero creo que sí que dije en voz alta, en presencia de alguien que se hallaba cerca de mí, varias veces, quizá en voz más alta de lo debido, o de la que habría empleado si no hubiera habido tal cantidad de ruido a mi alrededor, que aquello era demasiado para mí, que me trasladaran al sótano. Tenía media oficina para mí, allá abajo. La otra mitad pertenecía a Brodt. Habían colocado una partición en medio, separando su lado del mío. La partición era de cristal, así que no resultaba difícil tener a ojo lo que ocurría al otro lado, por no decir que también era muy fácil trasladarse. No había muebles propiamente dichos en mi lado, solo una mesa alargada, de formica, contra la pared, una silla giratoria, y un carrito para la correspondencia, si es que los carritos para la correspondencia pueden considerarse muebles. El mío se parecía a los carros normales de supermercado, pero con compartimentos de metal en vez de cesta de rejilla, y con las ruedas más grandes. El acceso al recinto estaba en mi mitad, y por ella tenía que entrar Brodt y pasar por detrás de donde estaba yo sentada, dándole la espalda, para llegar a su mitad, donde tenía una mesa alargada y una silla exactamente iguales que las mías, un archivador y otro armario metálico más alto, con cerradura en las puertas. De unos soportes metálicos colocados en la pared contra la que estaba apoyada su mesa colgaba una hilera de monitores de vídeo, en los que se veían todos los rincones del edificio, incluido el interior de los ascensores. Él se pasaba las horas sentado en su silla, con una lata de Diet Pepsi en la mano, manipulando la bancada de interruptores que tenía delante, encima de la mesa. Parecía haber muchísimos sitios necesitados de vigilancia, y él, trebejando en los mandos, podía hacer que uno u otro aparecieran en pantalla. La rata está rascando la tapa del tanque, subida a lo alto de su ruedecita y estirándose para llegar a la rejilla. Brodt no era una persona aseada y su mesa estaba llena de toda clase de cosas: fax, teléfono, perforadora de papel casi enterrada en montañas de documentos oficiales y formularios y catálogos sobre temas de seguridad y revistas, sobre todo revistas de coches, envoltorios de golosinas, cajas de comida para llevar, y etcétera, y arramblada a un lado de toda esa porquería, en el extremo mismo de la mesa, la máquina de escribir eléctrica marca IBM de color verde pálido que más arriba mencioné, para pasar a limpio los informes, di por supuesto, aunque nunca pasó a limpio nada estando yo presente, fuera porque le daba vergüenza teclear con dos dedos, como ahora creo, o porque no quería que yo viese el contenido de los informes, como creía entonces. No me consta que hubiera ningún informe. Puede que la máquina de escribir estuviese allí, sin más. Mi mesa, por otra parte, estaba más vacía que el desierto de Gobi, salvo durante un par de horas, por las mañanas, cuando se amontonaba en ella el correo. Sacaba las cartas a puñados de una bolsa de Correos y las arrojaba encima de la mesa y luego iba desplazándome a lo largo de la mesa, distribuyendo los sobres en contenedores de plástico de color brillante que luego cargaba en el carrito para ir llevándolos de despacho en despacho. La disposición de nuestras mesas, encajadas contra paredes opuestas, tenía como con secuencia que Brodt y yo trabajáramos dándonos la espalda, con las espaldas enfrentadas entre sí, digamos, para expresar cómo experimentaba yo esa ancha espalda señalándome constantemente, sobresaliendo perentoriamente en mi dirección, también podría decirse, para capturar la intensidad de mi consciencia de estar ahí, aun no siéndome posible verlo en realidad a no ser que me diera media vuelta en la silla o hiciera girar mi silla (que tenía ruedas), cosa que no hacía muy a menudo. Cuando me daba la vuelta, solo veía sus hombros y su nuca. Lo mismo podía estar durmiendo, en lo que a mí se me alcanzaba. A veces sí sabía que estaba despierto, cuando un monitor brincaba de un sitio a otro del edificio o la lata de refresco ascendía lenta, distraídamente, en dirección a su boca, y otras veces sabía que estaba dando una cabezada, cuando la lata de Pepsi se le resbalaba de la mano y chocaba contra el suelo de cemento, con un ruido sordo y un pffit, si estaba medio llena, o sonando a hueco, si era otro el caso. En nuestra oficina, por lo general, reinaba una gran tranquilidad, de modo que el ruido nos sobresaltaba a ambos, tras lo cual nos dábamos la vuelta y nos saludábamos con la cabeza. Yo por las tardes no solía tener nada que hacer, salvo esperar a que dieran las cuatro para marcharme a casa, de modo que apoyaba los codos en la mesa, descansaba la barbilla en las manos y echaba un sueñecito, o, si no, hacía un crucigrama. A veces, cuando Brodt iba a hacer su ronda, me daba media vuelta y seguía su viaje por los monitores. Llevo, como ya he dicho, varios meses sin ir a trabajar. Meses y meses, y todos los árboles tienen ya hojas. Ahora que vuelve a subir la temperatura uso zuecos de plástico, para no tener problemas con los cordones. Tengo dos pares de zuecos, uno verde y otro morado. Me gustan más los morados y rara vez uso los verdes. Me los puse con calcetines el Día de San Patricio, porque eso era lo único verde que tenía, aunque tampoco fueran del verde adecuado y aunque ese día no acudiera a ninguna parte. Las orejeras que tengo son negras y verdes. Las azules me las dejé en la oficina. Cuando yo era pequeña nadie usaba zapatos verdes ni morados. En ese sentido las cosas han mejorado. Potts dice que le gusta que la saquen a pasear y que la lleven en el hombro, dándome a entender, supongo, que debería hacerlo. «Le gusta que la lleven por ahí —me dijo—. No tienes más que ponerla en el suelo y ella sola se te sube por los pantalones arriba y se te pone en el hombro.» ¡Escalofríos me entran! Más folios al suelo.

Da la impresión de que estoy progresando. Ayer, en especial, trabajé con toda normalidad, empezando a primera hora de la mañana, casi con el sol, y sin hacer pausa para comer. Al final, cuando paré, di un paso atrás y contemplé los folios, unos en la mesa, detrás de la máquina de escribir, otros muchos desperdigados por el suelo, y a continuación me fui al Starbucks. De camino hacia allí, paseando al aire cálido de la primavera, tuve la sensación de haberme «quitado algo de encima», la placentera sensación de estar yendo a algún sitio a «hacer una pausa en el trabajo», lo contrario de mi habitual caminata sin rumbo. Me senté junto al escaparate, cerca de una mesa atestada de gente joven y parlanchina. Me tomé un café con leche —mitad y mitad— y un cruasán. Un tipo sucio y con barba se plantó ante el escaparate y se quedó mirándome mientras desayunaba. Le volví la espalda. Cuando miré de nuevo ya se había ido. Y a continuación caminé hasta el parque y me senté un rato, y luego regresé a casa. Cada vez que pienso en dar un paseo es algo así lo que tengo en mente: no otra cosa, quizá, que circundar la fábrica de helados, que ocupa una manzana entera, o acercarme a la cafetería o al Starbucks, a veces solo llegar hasta allí, sin entrar, o hacer el esfuerzo de caminar tres manzanas para ir hasta el pequeño parque, y luego volver. Al pasar por delante de un escaparate a veces echo un vistazo y veo a alguien que a primera vista no identifico; y luego sí, de pronto, y pienso Madre de Dios. No llego a decir tales palabras, de hecho, ni siquiera para mí misma: es más bien que experimento una conmoción de reconocimiento y sorpresa que podría, si hubiera alguien conmigo cuando ocurriera, expresar de tal modo. He estado visitando el parque con más frecuencia desde que los días volvieron a hacerse cálidos, acercándome a cualquier hora, cuando me da por ahí, con lo cerca que está, aunque nunca cuando ya ha oscurecido, por culpa de los hombres que en ese momento ocupan los bancos, hostiles o borrachos, cuando no dormidos. De pequeñita solía dar grandes paseos con la Niñera, por el barrio, más allá de la verja, a veces subiendo la calle y llegando hasta la curva que desembocaba en el parque de lo alto de la colina, donde me dejaban trepar al monumento a los soldados caídos en la guerra —la primera guerra mundial, tenía que ser—, la Niñera me aupaba al pedestal y me sujetaba fuertemente por los tobillos mientras yo miraba a través de un cendal de neblina amarillenta la ciudad industrial de tamaño medio que se extendía más abajo: una fila detrás de otra de casas prácticamente idénticas que casi llegaban hasta la falda de nuestra colina, hasta donde empezaban los árboles, y tenuemente, en la polvareda de más allá de las casas, gigantescas marañas de acero y ladrillos ennegrecidos por el hollín, es decir: las fábricas y factorías, altas chimeneas de ladrillos alzándose sobre los montones, en las que a veces veía un estallido de llamas color naranja, de lo que cabía deducir, según la Niñera, que alguien había abierto la puerta de un horno. Nuestra casa estaba muy en lo alto de la ladera, no del todo arriba, sin embargo, no del todo en el parque. La Niñera me dijo que Papá habría querido que viviéramos en pleno parque, pero ninguna de las casas que allí había era adecuada, y en cambio la nuestra, la casa en que vivíamos, sí que era adecuada, mucho mayor que cualquiera de las de arriba. El monumento a los caídos era un obelisco de granito, alto, que se levantaba en el centro del parque, en la cumbre de la colina, y, según me dijo la Niñera, cuadruplicaba la altura de Papá. Los nombres de las batallas en que habían perecido los soldados iban inscritos en letra angulosa a los cuatro lados del pedestal: Argonne Forest, Marne, Château-Thierry, Meuse y otras que he olvidado; las letras estaban profundamente cinceladas en la roca. Me pasé nuestra primera visita al parque escarbando en las letras con una horquilla, para limpiarles la tierra y el musgo, molestando a unos pequeños insectos blancos que salían corriendo a que los matara con una punta de la horquilla. En otras visitas jugamos a un juego consistente en que yo cerraba los ojos, haciéndome la ciega, y palpaba los surcos con los dedos sin ojos para adivinar las letras, y así aprendí a escribir los nombres de las batallas, a pesar de que la Niñera no sabía decirme cómo pronunciarlos. Argonne, sobre todo, era frustrante. Mamá me dijo que «château» era el modo que tenían los franceses de decir «castillo», y Château-Thierry, en mi imaginación, se mezcló con el castillo de uno de mis libros, pero como la primera guerra mundial había sido un conflicto más bien moderno, la imagen tenía que estar equivocada. El Château-Thierry, en mi imaginación, era un castillo hecho de pura piedra blanca, como el castillo de Luis de Baviera, el rey loco, edificado en el pináculo absoluto de una montaña perpendicular tan alta que los pájaros no alcanzaban a sobrevolarla. Tenía torres cónicas con el techo rojo y pendones azules y rojos, parecidos a cintas, flotando en lo más alto.

Fue Papá quien me dijo que esa imagen no era correcta. Junto al monumento había un cañón, apoyado en enormes ruedas con radios de madera, que yo no debía tocar, por las astillas. El largo cañón apuntaba oblicuamente hacia el cielo, con el punto más bajo a solo unos pocos dedos por encima de mi cabeza, y un día di un salto y me agarré a él con los brazos, con intención de balancearme, y estaba caliente por el sol. La Niñera dio un grito y yo me solté. Acudió corriendo, me agarró por los brazos y me los dobló para verme las muñecas, haciéndome daño. «Mira ahora», dijo, y miré: tenía los dedos, las palmas y la cara interior de los brazos de un color entre marrón y naranja, por la herrumbre. Clarence era un gran aficionado a la guerra y poseía una gran cantidad de libros sobre el tema. A los dieciocho años trató de ingresar en el ejército, para que luego no lo movilizaran, decía, pero lo rechazaron por motivos de salud —le faltaba la punta del dedo índice de la mano derecha, porque a los seis años su padre le había dejado caer encima la capota del coche. Era el dedo de apretar el gatillo, y eso era lo que a ellos verdaderamente les importaba, supongo, aunque la carencia no le impidió tener una puntería excelente el resto de su vida. Incluso cuando las manos le temblaban tanto que hacían tintinear el hielo en su vaso, podía salir al jardín y derribar latas de una rama de un árbol con una pistola. Fue una frustración, para él, que lo rechazaran, aunque a la gente le decía que fue un golpe de suerte. Y una vez, durante la temporada de Filadelfia, cuando aún no teníamos muy claro si nos gustábamos o no, me amenazó con enrolarse en la Legión Extranjera. Lo decía metafóricamente, claro.

Tres días lloviznando. Los sobrellevé dándole a la tecla. Y he cambiado de sitio el tanque de la rata, colocándolo en lo alto de la librería. Para hacerle hueco lo he trasladado todo, todas las fotos y las cintas de máquina, al sofá, hasta que se me ocurra dónde ponerlas, y mientras lo hacía se me cayó una de las fotos, fue a dar en el suelo y se hizo pedazos, se hizo pedazos el cristal, no la foto, claro. La rata me estuvo mirando mientras lo barría. Parece interesada en lo que hago. La parte de arriba de la librería está, como ya he mencionado, cubierta de polvo. Lo quité con una toalla, no con un auténtico trapo del polvo, pero fue lo único que pude encontrar, antes de colocar ahí el tanque, tengo todos los trapos para lavar, por raro que suene, luego me senté en el sofá junto al montón de fotos y le limpié cuidadosamente el marco a cada una de ellas. Las cajas de las cintas, claro, aún no tienen polvo, pero también las limpié. Tan pronto había terminado de hacerlo cuando vi el polvo de las estanterías inferiores y una capa gris más espesa que el pelaje de un ratón encima de los libros, evidente desde donde estaba sentada, casi en un extremo del sofá, un extremo en que normalmente no me siento nunca. Suelo sentarme en el otro, el más alejado, porque está pegado a la pared, en la que puedo apoyar unos cojines cuando quiero echarme un rato, como suelo hacer cuando me siento en el sofá en lugar de hacerlo en el sillón. Humedecí la toalla y fui limpiando los libros uno por uno, la parte de arriba, la parte de abajo y ambos lados, y los fui poniendo en el sofá también, y luego limpié las estanterías. El pelo de ratón formaba rollos negros cuando le pasaba la toalla. En el suelo parecían excrementos.

Sigue la lluvia, esta mañana, una llovizna desganada, sin ton ni son, del tipo que siempre me deprime y enfada. «Su pequeño y más bien deslucido piso está hundido en el desaliento y la tristeza» lo expresa exactamente, expresa exactamente la luz que entra por los sucios cristales arroyados de lluvia. Una vez quitado de en medio el helecho, lo he tenido más o menos olvidado hasta esta mañana, cuando se me ocurrió que debía regarlo —me lo hizo recordar la lluvia, supongo—. Traje agua de la cocina en el jarrón alto de cristal que usaba para las flores cuando tenía visitas, lo cual debió de ser antes de mudarme a este piso, porque aquí no he tenido visitas de que pueda hablarse… con las que poder hablar, debería decir, porque sí que ha habido limpiaventanas y fontaneros y Potts, claro, y un par de personas más, por poco tiempo, cuando aún iba a la biblioteca, aunque enseguida se acabaron: no se me ocurría gran cosa que decirles a ninguno de ellos. A veces me traigo flores a casa, del parque, pero con el tallo demasiado corto como para meterlas en el jarrón, o sea que las dejo en un cajón de la cocina, donde no sirven más que para pincharse con las púas. Pensé que me valdría para regar, pero resultó que su forma no era la adecuada: por mucho cuidado que ponía, no había modo de evitar que un goteo continuo de agua se deslizara por fuera del jarrón y cayera al suelo. Dejando de tener cuidado, lo volqué directamente, pero tampoco funcionó: el agua salió de un solo golpe, rebotó en las hojas y también fue a parar al suelo en su mayor parte. De modo que opté por el pulverizador. Bombeé hasta que me dolieron los dedos, vacié el envase, lo volví a llenar y lo dejé otra vez en la mitad, hasta ver que las hojas goteaban lo suyo, como en un bosque tropical, pensé en el momento. Ahora la maceta ha quedado en medio de un buen charco, y también he mojado la pared con el pulverizador. Tendría que haberlo pensando antes de acercar tanto el helecho. Ya que seguía con el pulverizador en la mano, se me ocurrió que podía utilizarlo en una ventana, a ver qué pasaba. Opté por la que no tiene notas pegadas por todas partes, la central de las tres de delante, como creo haber mencionado. No rocié todo el cristal: tras humedecer una zona más o menos del tamaño de mi cabeza, paré y me puse a frotar con la manga. El resultado fue un redondel ligeramente más limpio que el resto de la ventana. Mirando por él como por un ojo de buey, vi que la mayor parte de la suciedad estaba del otro lado del cristal. Lo de dentro parece huellas de dedos y de palmas de la mano, más que ninguna otra cosa, y ello por la costumbre que tengo de apoyar ambas manos en el cristal cuando miro por la ventana. Escribo esto y me viene una imagen de mí misma desde fuera, como me vería alguien parado allá abajo, en la calle: una vieja mirando por una ventana, con los brazos levantados por encima de la cabeza y las palmas apoyadas en el cristal.

Dándole a la tecla, o sentada sin más, a menudo tengo la radio encendida, pero no siempre la escucho. La tengo puesta porque contrarresta en parte los ruidos desagradables procedentes del exterior. Pero esta mañana, cuando estaba ante el ojo de buey, mirando la fábrica de helados de enfrente, en las paredes de cemento que la lluvia oscurecía, oí de pronto una voz de mujer que decía: «Han escuchado ustedes Lush Life de John Coltrane. A continuación, el Modern Jazz Quartet y Cortege.» Esperé junto a la ventana hasta que empezó: un vibráfono, pianissimo, solo al principio, luego acompañado del débil tintineo de un triángulo —como campanillas de un caballo enjaezado, pensé— y luego, al irse acelerando el ritmo, de los susurros de las escobillas en el címbalo, todo ello en sordina, restringido y melancólico, como la lluvia, pensé. Clarence tenía discos de jazz, este incluido, que llevábamos de un sitio a otro, aunque no creo que en realidad le interesara mucho la música y jamás ponía un disco de jazz a no ser que tuviéramos visita. Creo que le gustaba el ambiente de la música y la noción de sí mismo ahí sentado, escuchándola y fumando y hablando de literatura y de béisbol con personas a quienes admiraba y que en su mayoría sí eran verdaderamente aficionadas a este tipo de música. Me apetece decir desde ya que Clarence era una persona verdaderamente amable, vergonzosamente amable me parecía a mí, cuando íbamos a fiestas y montaba el número. En presencia de determinada gente —la de superior inteligencia o talento, o de mucho dinero, la clase de personas a quienes él, sin poder evitarlo, consideraba exitosas— se sentía intimidado, por sus orígenes, y porque él era, incluso en su apogeo, un hombre de éxito limitado, y se ponía insoportable en cuanto bebía dos copas, a pesar de haber estado increíblemente amable al principio, y donde digo «increíblemente» entiéndase palmear espaldas. Hacía eso porque incluso cuando intentaba ser amable de tal modo también intentaba defenderse, y las más de las veces acababa soltando el tipo de discurso gritón e incoherente que a todo el mundo le resultaba irritante. Curiosamente, según iba convirtiéndose en el típico Escritor Americano de Naturaleza Salvaje se iba también haciendo más británico, a pesar de no haber vivido nunca realmente en Gran Bretaña, salvo, como creo haber mencionado, unas cuantas semanas de verano —británico en su forma de vestir, en su pronunciación, incluso en su vocabulario— y cuanto más bebía más imperialmente británico se volvía, hasta llegar a la borrachera balbuceante, momento en el cual recuperaba por completo su Carolina del Norte natal. Clarence, ligeramente borracho y empezando apenas con sus peroratas, percibía mi silencio reprobatorio y decía algo así como: «Se te ve muy enfadada, vieja amiga.» Me repateaba lo de vieja amiga. Él, luego, claro, lo lamentaba. En ocasiones, tras una noche entera de dar la tabarra, cuando ya había recuperado la sobriedad y yo le había contado lo ocurrido, se acurrucaba y se echaba a temblar de remordimiento —a veces en el suelo o en la tierra húmeda, para levantarse luego con la chaqueta llena de hojas y de manchas de hierba—, gimoteando de mortificación y de pena. Las resacas físicas propiamente dichas también debían de ser terribles.

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