Cristal

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Cristal

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Sol de nuevo. Ya estaba yo a mi mesa para recibirlo cuando amaneció. Daba cuenta de mis copos de maíz, masticando y pensando y mirando por la ventana cómo aclaraba el cielo por detrás de la fábrica, sin verlo, sin embargo, con la vista nublada por la memoria. Cabría decir, supongo, que miraba los celajes del tiempo. Yo, personalmente, nunca diría semejante cosa, pero Clarence a lo mejor sí. Después de desayunar fui correteando de cuarto en cuarto abriendo ventanas, y ahora el aire —hay un poco de aire— puede entrar por las ventanas de delante y salir por las de detrás. Tentaciones me vienen de decir que he creado una contracorriente, pero contracorriente no significa eso, y tampoco debería haber dicho que fui correteando de cuarto en cuarto, porque así he transmitido la imagen de alguien que va levantando las ventanas a toda prisa, mediante leves movimientos de muñeca. Algunas de ellas me costó mucho trabajo abrirlas, y tuve también que levantar las contraventanas, que seguían sin quitar. Y volviendo a lo de corretear, yo no correteo. Lo puse así para expresar la alegría con que llevé a cabo la tarea, que no habría expresado si hubiera puesto que fui a trancas y barrancas de habitación en habitación, peleándome con las ventanas de guillotina. «Andaba con un paso saltarín que desmentía su avanzada edad» más o menos, aunque tal vez fuera mejor «su edad», a secas. Con las ventanas abiertas, hay mucho ruido procedente de la calle, y me he puesto la orejeras. No sé por qué me dio por decir que suena como el océano —nunca suena como el océano—. Antes tiraba migas por la ventana, para los gorriones y las palomas, pero tuve que dejar de hacerlo, por Potts y su marido, que protestaban porque las migas se les metían en el cuarto de estar. A veces bajo a la calle con una bolsa de migas, si es que bajo, aunque normalmente no me acuerdo hasta que estoy ya en la calle y me fijo en los pájaros. El ventanal fue el principal motivo de que alquilara este piso; eso, y que era un tercero, orientado al este, y no resultaba caro en aquella época, comparando con el dinero de que entonces disponía. Es importante que vea amaneceres si quiero mantener la moral alta, como creo que ya he explicado, de manera que la altura del piso tiene su importancia. El piso está en un antiguo edificio de ladrillo que en tiempos debió de ser elegante. Hallarse a dos manzanas del Empalme es lo que hacía que no fuese caro, supongo, por el ruido del tráfico y de la gente terrorífica que vive bajo el paso elevado, y por los compresores, y también, creo, porque el edificio no está bien conservado, ya no lo estaba cuando me mudé, y la cosa no ha hecho más que empeorar. Las ventanas no se han lavado a fondo desde que vino a limpiarlas el joven a quien regalé el televisor. Retiró las contraventanas y las limpió con lo demás, y en otoño de ese año el mismo joven volvió y las puso de nuevo, y yo le regalé el televisor. Llamé a Giamatti por lo de las ventanas, otra vez, el pasado otoño, diciéndole que estaban sucísimas, y me dijo que la limpieza de las ventanas era responsabilidad del inquilino, a pesar de que no hubiera sido responsabilidad mía durante los primeros cinco o seis años que viví aquí, cuando venía alguien todas las primaveras y todos los otoños a limpiarlas. Incluso raspaban mis viejas notas con una cuchilla de afeitar y nunca se quejaban. La limpieza de las ventanas en aquellos días era algo tan natural que ni siquiera me avisaban cuando iban a venir. Venían, sin más, llegado el momento, como las estaciones del año. Levantaba la cabeza y ahí, mirándome desde el otro lado de la ventana, había un hombre en lo alto de una escalera; veía el rodillo y pensaba: «Ah, ya está aquí la primavera.» Ahora las ventanas se han puesto tan sucias que no sé por qué milagro me las apaño para mantener alta la moral. La mesa que utilizo para comer y ahora también para darle a la tecla está en el centro del ventanal, como creo haber mencionado también. O quizá no. Con casi todos los folios en el suelo no puedo volver atrás y localizar las cosas que ya he mencionado y que no deben confundirse con las cosas que solo he pensado mencionar, pensado de pasada, por así decirlo, y luego no lo hice. No puedo volver atrás fácilmente, quiero decir, porque seguramente podría hacerlo si de verdad quisiera. No doblo las rodillas con facilidad (creo que también he mencionado ya mis rodillas), ni la cintura, ya que estamos, de modo que no recojo inmediatamente los folios cuando se caen y los he pisado un poco. Generalmente me olvido de ponerles números a las páginas, o, más que olvidarme, me parece lo suficientemente aburrido como para no tomarme la molestia, porque rara vez me acuerdo de dejar de darle a la tecla hasta que llego tan cerca del final que el folio está a punto de caerse de la máquina, y entonces suelo encontrarme en mitad de una frase o en pleno esfuerzo reflexivo y sin ganas de perder el tiempo con los números. Si ahora recogiera una página del suelo, no sabría, así, por las buenas, si era la diez o la treinta. Estaba yo en la idea de que una de las ventajas de darle a la tecla, en vez de pensar sin apuntar lo que se piensa, era que luego podía uno repasar el montón de hojas mecanografiadas y ver qué había en ellas. Es algo que no puede hacerse con un montón de cosas pensadas, porque no hay montón, solo pensamientos cayendo sin fin por un agujero, y aun suponiendo que consiga uno rescatar algo de dentro del agujero, no hay modo de estar seguro si de veras estuvo ahí o es solo que uno ha imaginado que estaba ahí y de hecho se lo ha inventado según lo rescataba. A veces me pregunto, por ejemplo, cuánto recuerdo verdaderamente de Clarence. Y ahora, con todos los papeles en el suelo, y con la cantidad de ellos que hay, y además sin numerar, tampoco puedo volver atrás y mirar en el montón mecanografiado. Y ni siquiera es un montón de páginas, es más bien un desorden y una confusión —están todas desparramadas por el suelo, como si las hubiera arrojado de cualquier modo—. Creo que dispersar sería lo que mejor expresaría la acción. Contemplando las hojas de papel dispersas por el suelo, pienso: «Bueno, voy a tener que ponerle solución a esto», pero luego no hago nada. Así esparcidos por el suelo, los folios me hacen pensar en mis días de darle a la tecla con Clarence, cuando lo que hacía era ir tirando las hojas al suelo, una detrás de otra, a propósito, en señal de indiferencia y desprecio, mientras él se afanaba en numerar las suyas (a pie de folio, en el centro, con el número entre guiones) y apilarlas con esmero al lado de su máquina. Cuando el montón llegaba a cierta altura, lo recogía y lo levantaba, igual que levantaba las pistolas en las exposiciones de armas, y suspiraba. Clarence, como Papá, tenía fe en la acumulación.

Esta mañana me desperté algo mareada. Yendo por el pasillo tuve que estirar un brazo para apoyarme en la librería. Terminé sentándome en el sillón, donde volví a quedarme dormida y me desperté con el sol en plena cara. Dejé caer comida en la bandeja, empujando las bolitas a través de la rejilla una por una, para no tener que levantarla, y unas cuantas rebotaron en la bandeja y fueron a parar a las virutas. El olor aquí es tremendo. Las virutas se amontonan en los bordes; parece que prefiere los bordes, la rata. Le dije: «Lo siento, Nigel», en voz alta, y me miró como si lo hubiera entendido. Me sorprendió que tuviera unos ojos tan inteligentes; tienen unos destellos que podrían tomarse por eso, por inteligencia, aunque supongo que sonaría raro si los aplicásemos a una persona: «Le destellaba la inteligencia en los ojos.» Me he hecho un café y lo he puesto junto a la máquina de escribir. La superficie del café vibra cada vez que le doy a una tecla, y la luz del sol, reflejándose en el líquido tembloroso, dibuja ondas en el techo, como el agua cuando tiramos en ella una piedra. Era yo todavía muy pequeña, en el internado, cuando aprendí mecanografía, y ya desde el primer día todo el mundo pudo ver lo bien que se me daba. Lo mío era auténtica precocidad, todos lo decían, no sin sorpresa, porque no destacaba en ninguna otra actividad física, en nada que supusiese la utilización de otros músculos mayores. Era desmañada y lenta en softbol, hockey sobre hierba y demás deportes de esa naturaleza. Era actuar en equipo lo que me incapacitaba, volviéndome lenta y desmañada, porque a mí lo que me apetecía era estar en algún otro sitio. Pasé a toda tecla por la universidad, haciéndome cada vez más rápida con los años. Si hubiera sido una mecanógrafa corriente y moliente, puede que nunca se me hubiera formado en la cabeza la idea de terminar; me habría parecido descabellado, totalmente fuera de mi alcance a velocidad normal. Mamá me había obligado a estudiar piano casi desde la infancia, lo cual trajo consigo una verdadera procesión de institutrices, y supongo que las lecciones contribuyeron a mi éxito en mecanografía, aunque nunca llegara a ser una destacada pianista, porque tampoco ponía corazón en ello; que no quise conseguirlo fue lo que dieron por supuesto, lo que Mamá dio por supuesto, lo que la Profesora le dijo. Casi siempre acertaba con las notas correctas, pero era lenta y tímida, decía la Profesora, mirándome torvamente. No es que no me guste la música; al contrario, en los primeros tiempos, cuando sabía que Clarence iba a estar fuera de casa durante mucho rato, me gustaba poner discos mientras le daba a la tecla, y mi favorito entonces era el Concierto para orquesta de Bartók, aunque ahora, si me diese por escucharlo, supongo que no me interesaría gran cosa. No tengo tocadiscos que funcione, de modo que no puedo comprobar si lo que acabo de decir es cierto, y si trato de recordar la música en la cabeza, no logro oír nada. Son montones las cosas que oigo en la cabeza, pero no el Concierto para orquesta de Bartók.

Aullidos, rechinamientos y una rara modalidad de rozaduras vulcanizadas, sobre todo del tráfico de ahí fuera, combinado con el golpeteo de los compresores, es lo que acabo de oír ahora, cuando he intentado oír algo de Bartók, además de los latidos de mi propio corazón. En aquel entonces, cuando aún me gustaba el Concierto para orquesta, nada más salir Clarence cerraba todas las puertas y ventanas, subía el volumen y entraba en trance. Empezaba del modo habitual, suave y a ritmo normal, pero según iba acelerándose el tempo, con la entrada del metal y la cuerda alta, me ponía a teclear más deprisa, y cerraba los ojos y no oía la máquina de escribir, pero la sentía estremecerse bajo mis dedos, y me ponía a balancearme en la silla. Pasados un par de minutos, a veces, una cinta de palabras empezaba a fluir de la música al papel, gota a gota al principio, luego en chorro, y yo me dejaba ir, me dejaba caer en la música, y era como caer desde muy alto sin miedo a llegar al fondo, abandonándome a ello, dando lentas volteretas mientras caía, con la sensación de que mis dedos eran instrumentos que la música empleaba para escribir lo que quería —la música o la máquina, no sé cuál de las dos—, que la máquina se había transformado en el lenguaje de mis manos, no de mi cabeza, sin el peso de la reflexión. Entre los incidentes de mis primeros tiempos con Clarence que más portentosos me parecen están las ocasiones en que se las apañaba para acercárseme en mitad de una de esas sesiones. No creo que lo hiciera a propósito, lo que hacía era meterse sin pensar que tuviera importancia, y digo que se las apañaba porque esa fue la sensación que tuve en el momento. Con el clamor bestial de la música, con la máquina tronando bajo mis dedos, permanecía de espaldas a la puerta, con los ojos cerrados, sin el menor barrunto de que Clarence estuviera allí, hasta que apagaba el tocadiscos —lo apagaba brutalmente, eso lo expresa—. Clarence y yo no teníamos el mismo gusto musical. No era lo suyo, reaccionar con alguna comprensión cuando le decía: «Mira, es Bartók, es puro Bartók», y le tendía diez o doce folios de incoherencias. Se limitaba a echarles un vistazo y luego recorría la casa entera abriendo ventanas. Si se hubiera parado a pensar, se habría acercado a mí de puntillas y me habría tocado con suavidad el hombro —con ello habría bastado para sacarme de mi arrebato— o se habría retirado discretamente, se habría sentado en la escalinata exterior, o en el columpio de debajo del roble que teníamos en Connecticut, y hubiera esperado hasta oír que yo había terminado. Para él eran incoherencias, eso es lo que quiero decir.

Más folios al suelo. Caen en cascada a la menor provocación. Puede que la mesa tenga inclinación, que tenga las patas más cortas por un lado que por el otro. No sé. La compré de segunda mano, muy barata, y ahí puede estar el motivo. Quienes me la vendieron seguramente dieron por supuesto que no me iba a dar cuenta hasta que fuera demasiado tarde, y resulta que acertaron, aunque ni siquiera ahora puedo asegurar con certeza que lo haya notado —lo único que hago es suponer que tenga inclinación, para así explicar el hecho de que los papeles resbalen y resbalen sin que los empuje nada que yo pueda ver, ni siquiera algo no demasiado evidente, el aire que entra por la ventana, por ejemplo, o la diminuta corriente que yo genero al quitarme la chaqueta o abrir una puerta del armario. Estoy sentada en mi sillón, sin apenas respirar, con las ventanas cerradas a cal y canto, sin ningún ventilador en marcha, y aun así siguen cayéndose, golpeando el suelo con un ruidito corto y seco, que, a pesar de que ya debería estar acostumbrada, nunca deja de sobresaltarme. Que no haya notado la inclinación, si la hay, quiere probablemente decir que tengo astigmatismo. O, también es posible, que la mesa está bien, que sus cuatro patas tienen la misma longitud, que yo no padezco astigmatismo y que es el suelo lo que está inclinado. Si tuviera una canica, podría echarla a rodar y comprobarlo.

Brodt llevaba pantalones de color marrón y camisa del mismo color con una bandera americana en la manga y la palabra «Brodt» impresa en letras blancas en la solapa del bolsillo pectoral, y zapatos negros. Lo que ponía en el bolsillo de la camisa es el motivo de que lo recuerde como Brodt, porque nunca nos presentaron como es debido. Cuando llegué a trabajar el primer día, él ni siquiera apartó los ojos de sus monitores, y más tarde, claro, la presentación estaba fuera de lugar. Bueno, quizá hubiera tenido sentido aún, pero la posibilidad había pasado. Cuando ya de entrada no hemos dicho: «Hola, me llamo tal y tal», luego resulta tremendamente complicado volver atrás y poner remedio al fallo. Nunca supe cómo se llamaba de nombre, si no era Brodt. De hecho, Brodt tenía que ser su nombre de pila, porque el señor que venía a vaciarnos las papeleras llevaba «Larry» escrito en el bolsillo. Brodt no era muy comunicativo; «un hombre flemático y taciturno» son las palabras con que empezaría a describirlo si estuviera escribiendo un relato. Nunca lo vi emocionado, ni siquiera levemente animado, salvo una vez, hace unos años, cuando la explosión de los aviones en Nueva York. Habían puesto un televisor en la cantina, todo el mundo se apelotonaba alrededor, y vi a Brodt delante de todos, agitando los brazos y gritando. Bueno, digamos que daba la impresión de gritar. Lo estaba viendo por uno de los monitores, gesticulando, y me recordaba al policía enfadado de las películas mudas de Chaplin. Cuando salía de la oficina del sótano era para merodear por el pasillo, hacer la ronda de los despachos, ir a comer a la cantina del segundo piso o ir al cuarto de baño del primero, o para echar a alguien de las instalaciones, cuando alguien se negaba a salir por alguna razón. Cuando él salía de la oficina yo me daba la vuelta y seguía sus desplazamientos por los monitores. Para salir de nuestro espacio tenía que abrir la puertecita de la partición y cruzar por mi mitad, por detrás de donde yo estaba sentada, o a veces de pie, para salir por la puerta grande que daba al garaje. De vez en cuando, según me pasaba por detrás, lo oía aflojar el paso, o incluso pararse, raramente. Me daba cuenta de que miraba por encima de mí hombro, comprobando cómo llevaba el puzle, y me lo imaginaba luchando contra la tentación de hacerme alguna sugerencia. Nunca la hizo, y yo nunca me di media vuelta en aquellas ocasiones y nunca lo miré desde ningún sitio que no fuera desde detrás, ni vi otra cosa que la parte de atrás de sus hombros y la nuca cuando estaba sentado. Solo lo veía de frente cuando se me ponía por delante, cuando me dirigía a algún otro sitio de la oficina y me lo encontraba en mitad del pasillo, obligándome a desviarme para no chocar con él, o cuando se le caía la lata de refresco y ambos nos dábamos la vuelta en la silla, como ya he mencionado. De vez en cuando, si coincidíamos en la parada del autobús a la salida del trabajo, lo miraba de soslayo y le calibraba el perfil: frente baja y de ángulo estrecho, nariz de patata bulbosa, barbilla redonda, pecho ancho, barriga prominente, y etcétera. Nunca me dirigió la palabra, salvo de vez en cuando, en la parada del autobús. Tampoco estoy segura de que en aquellas ocasiones me estuviera hablando a mí, porque no volvía la cabeza en mi dirección al hablar, y yo ponía especial cuidado en no volver la cabeza en su dirección, no fuera a pensar que estaba cotilleando lo que decía, si a fin de cuentas no era a mí a quien hablaba, y también hay que tener en cuenta el ruido de la gente y de los autobuses y el hecho de que no lo tenía de frente y además lo mismo iba con las orejeras puestas, de modo que rara vez le entendía más allá de alguna palabra suelta.

Llevaba mucho tiempo en aquel trabajo cuando entré en su sitio y le di a la tecla en su máquina de escribir. Todas las mañanas y todas las tardes salía de la oficina a llevar a cabo sus inspecciones y hacer sus patrullas. Lo veía ir de sitio en sitio en las plantas superiores y no temía que se presentara de pronto y me pillara a la máquina. Resultaba raro que el único sitio de aquel edificio enorme donde podía estar segura de que no estaba vigilándome fuera precisamente su puesto de trabajo. Aunque no resulta tan raro, pensándolo bien: tampoco un ojo puede verse a sí mismo. No me interesaba escribir nada largo y no era para eso para lo que me sentaba. Me pasé a su lado y escribí en su máquina dos veces. La primera vez puse: «¿Por qué no me diriges la palabra?» La segunda, semanas más adelante: «Hola, Hola. Hola.» Un día, meses después, le compré un libro en Barnes & Noble. Le compré Winesburg, Ohio7, y se lo dejé encima de la mesa mientras estaba ausente. Allí quedó durante semanas, hasta que pasé a su lado y lo recuperé. Parece que voy progresando. «Edna, palmo a palmo, va progresando hacia el final», lo expresa exactamente. Me gusta el verbo «progresar», uno de esos términos que utilizamos todo el rato sin pensar nunca en su verdadero significado: progresar, hacer adelantos en una dirección, lo contrario de ir a la deriva o de costado. Ya al final, cuando a Clarence se le saltaban los fusibles con tanta facilidad, me recuerdo durante el desayuno, contándole algo, y él de pronto pegando un puñetazo en la mesa con tanta fuerza que el café de las tazas se derramaba en los platos, y gritando: «¿Quieres ir al grano de una puñetera vez?» Eso ocurría, como acabo de decir, ya al final, y por final entiéndase el final de Clarence, otra cosa que voy a tener que contar en algún momento, en algún momento antes del final de esto. Derivar hacia los lados es un problema, evidentemente.

«Perder el rumbo» es otra expresión interesante de la misma índole. Clarence y yo nos peleamos en cierta ocasión porque según él la cosa venía de los rodamientos de los coches, y tuve que recurrir al diccionario para convencerlo8. Pensó eso, supongo, por haberse criado como se crio, con el jardín trasero convertido en desguace de automóviles. Me contó que siempre tenían coches rotos en el jardín, varios a la vez, porque cuando un coche se rompía definitivamente no había ningún otro sitio donde ponerlo, y claro, había bolas de rodamiento por todas partes. Me contó que las utilizaban de munición para los tirachinas, para cazar ardillas y conejos. Hasta ahora que he vuelto a darle a la tecla, nunca fue cuestión de progresar, ni de llegar a una conclusión o encontrar una solución, ni nada semejante, quiero decir de llegar a un punto en que pudiera dejar de darles vueltas a las cosas; llegar a algún sitio no era la meta. Si alguna meta hubo en años recientes, fue, como ya he dicho, que pasara el tiempo hasta que dieran las cuatro, cuando podía volverme a casa, aunque una vez allí siguiera haciendo lo mismo, clasificar y hacer montones, pero en el sillón marrón. Quizá «pensar» no sea la palabra que lo exprese; mejor «devanar las ideas». Claro está que si persistimos durante el tiempo suficiente, o devanamos demasiado, liando las ideas de un modo placentero, al final podemos perder el rumbo por completo, perderlo de un modo bastante agradable, quizá, y perderlo provisionalmente, por lo general, debería subrayar, para que no se confunda con perderlo del todo o seguir atormentándose con un mismo pensamiento terrible para siempre, tal vez algún espantoso recuerdo inamovible, o con estar de veras perdido en el mar. «Mal que bien» podría ser otro modo de expresar el modo en que me iban y me venían las ideas, flotando en el aire de aquí para allá. En cierto sentido, sí que estaba perdida en el mar, me había acostumbrado a ir a la deriva, sin más, llevada en una u otra dirección por los vientos de la veleidad y el recuerdo, haciéndome muy difícil seguir hacia delante ahora que he vuelto a darle a la tecla. Con las ventanas de par en par, como las tengo ahora, con la brisa que por ellas entra, refrescada por la lluvia, estoy, como quien dice, dándole a la tecla en un balcón. Oigo a los gorriones gorjear en la acera, por encima incluso de las máquinas de la fábrica de helados y de los coches. Esta mañana cogí un pan medio duro de la cocina y los desmigué lo mejor que pude —no estaba lo suficientemente duro como para hacer auténticas migas— y lo arrojé todo por la ventana.

He puesto un libro encima de los folios, los que tengo apilados detrás de la máquina, para impedir que resbalen de la mesa. Agarré el primer libro que se me puso a tiro, sacándolo de la estantería del pasillo en mi camino hacia el cuarto de estar, esta mañana. Resultó ser El peso del mundo de Peter Handke, un libro que recuerdo haber disfrutado mucho en un momento dado, porque parecía estar diciendo muchas de las cosas que yo pensaba en aquel entonces, y el título ahora se me antoja inquietantemente adecuado, teniendo en cuenta su nueva función de pisapapeles. Siempre me sorprende y me emociona este tipo de coincidencias; siempre me despierta, aunque no sea consciente de haber estado dormida antes de que ocurrieran. Me pasé años, cuando era mucho más joven, tratando de eliminar la causalidad de mi manera de ver el mundo, sustituyéndola por la coincidencia, con el propósito de despertarme. El objetivo era trocar cada momento de experiencia en un accidente asombroso, con el fin de romper la película de complacencia y costumbre que, ya entonces, a tan temprana edad, parecía estar separándome de la vida real, o de lo que en aquel entonces consideraba yo vida real, como un cristal interpuesto entre el mundo y yo, algo parecido, aunque en un nivel más espiritual, al modo en que retractilan las mercancías en los supermercados, haciéndolas parecer remotas y muertas. Puse mucho empeño en ello durante un tiempo, y llegó un momento en que estaba haciendo el desayuno y me quedaba atónita viendo que el agua de la cafetera salía del pitorro e iba a caer en el filtro, en lugar de salir disparada hacia el techo; felizmente atónita, debo decir. De hecho, solo pretendía estar atónita. Sabía en todo momento que el agua no iba a salir disparada hacia el techo, por más que a Clarence le asegurase que bien podía ocurrir. Le hablaba a Clarence, interrumpiendo quizá su trabajo, y él a lo mejor me contestaba, y si su respuesta guardaba alguna relación con lo que acababa yo de decirle, lo consideraba un afortunado incidente. Clarence me decía, cuando me pasaba yo el rato en ese intento de convertirlo todo en sorpresa, que nadie puede vivir así sistemáticamente. Yo le contestaba que no había sistemas, solo rimeros de accidentes, que todo lo que no es extraño es invisible. Creo que fue Valéry quien lo dijo, o algo parecido. A Clarence no le dije que fuera de Valéry, sin embargo, porque le molestaba que citase a escritores franceses. Pero al cabo del tiempo me cansé de todo aquello y volví a ver el mundo como siempre lo había visto, desgastado por la familiaridad y el hábito hasta el punto de resultar demasiado suave al tacto.

Murió el mayordomo y nadie ocupó su lugar, el jardinero fue despedido, los anímales de los setos se convirtieron en matorrales sin podar, pinos y robles crecieron en los arriates. Unos colegiales mantenían el césped más o menos segado, y mi padre aún podía pasarse horas al aire libre, aporreando pelotas de golf, hiciera el tiempo que hiciera. Yo oía los golpes desde el interior de la casa, una y otra vez, y una sucesión de crujidos rápidos como ráfagas de escopeta, un largo silencio mientras Papá caminaba hasta el final del césped y recogía las pelotas, y luego más golpes cuando las aporreaba en dirección opuesta. A veces una pelota iba a estrellarse contra la pared de la casa o se metía por una ventana. A Papá le importaba un pimiento que se rompieran las ventanas, y si hacía buen tiempo las dejaba así, y por la noche se nos metían en enjambre los insectos y se ponían a zumbar en círculos desesperados en torno a las lámparas; a veces resultaba imposible dormir por culpa de los mosquitos que había en el interior de la casa. En invierno tapaba los agujeros con pedazos de cartón corrugado, pero en verano nunca se tomaba la molestia, a pesar de los insectos, y una de las primeras cosas que hacía yo cuando venía de visita era recorrer la casa, contar los agujeros y llamar a alguien que viniera a repararlos. La verja de hierro no recibía una nueva capa de pintura en primavera, como antes, y se ponía marrón de herrumbre, manchándome la ropa cuando la rozaba. Las puntas del hermoso bigote de Papá, que en sus años mozos se curvaban hacia arriba como colmillos de jabalí, colgaban ahora fláccidas a ambos lados de sus quijadas colgantes. No era solo la cara; su cuerpo entero se expandía, para instalarse más abajo, como arena en un saco: se volvió ancho de posaderas y se le puso la cara roja y se pisaba los pantalones al andar. Cuando empezaron las goteras, Papá malvendió las pizarras del techo y en su lugar puso asfalto laminado. Hizo construir una partición en el hueco de la escalera, para ahorrar calefacción, y empezó a dormir en el despacho de la planta baja. Manchas de moho ennegrecían el empapelado. Yo era joven, estaba intentando progresar, y a mi alrededor no había más que deterioro y decadencia. Cada vez iba menos a casa, y cuando lo hacía Papá daba la impresión de quedarse perplejo, y no siempre podía estar segura de que supiese quién era yo. De sopetón, quiero decir: siempre acababa enterándose cuando nos poníamos a charlar. Su sentido del humor se hizo también inestable, desquiciado casi, pasando de cordial y vulgar a extraño y sentencioso en un quítame allá estas pajas. Tendía a quedarse unos pasos por detrás de mí cuando salíamos a pasear, y lo oía reírse por lo bajinis a mis espaldas. Empezó a referirse a sí mismo en tercera persona, llamándose «este»: «Este —decía— se va a poner un gintónic.» Y para interpelarme a mí utilizaba «la otra». No estoy convencida de que lo hiciera por gracia. Se ponía agresivo cuando alguien no entendía alguno de sus chistes, y casi nadie entendía ninguno, porque rara vez tenían sentido. Un día nos echaron de un restaurante de Filadelfia porque se puso a gritarle a un señor que había fallado a ese respecto. Los días en casa me los pasaba leyendo o haciéndole comidas a Papá o paseándome sin más por el jardín. Me gustaba más como estaba entonces, completamente descuidado. Dormía en un sofá del salón, y los gigantescos ronquidos de mi padre brotaban de su despacho y se combinaban con el zumbido de los insectos. Si hubiera sido niña aún, quizá me habría marchado flotando a alguna parte, a alguno de los países que descubrí en los sellos. Pero lo que hacía era permanecer atada al sofá, tiesa de ansiedad, tapándome los oídos con cojines para protegerme del incansable asalto de los ronquidos de Papá (en aquel entonces aún no había descubierto las orejeras). Había momentos en que me ponía totalmente frenética, y entonces me refugiaba en el cuarto de baño y me pasaba dándole a la tecla hasta la mañana siguiente. Creo que fue en aquella época cuando aprendí a escribir a máquina como escribo: para no ponerme frenética. Es fácil no sentirse solo mientras se le da a la tecla, incluso en presencia de la desolación del Concierto para orquesta. Si este fuera un libro por capítulos, esta parte se llamaría «Desolación de los ronquidos paternos».

Uno de los peces flotaba de lado, uno de los tres de color naranja —todos los demás eran rojos y blancos—. Tenía una larga cola gris y estaba rigurosamente muerto. Todos tienen la cola larga, y este era antes de color naranja, debo aclarar, aunque ahora se ha vuelto blanco pastoso y está haciéndose pedazos dentro del agua, disolviéndose o empalideciendo, menos por la cola, que no ha cambiado con la muerte, como les pasa a nuestro pelo y nuestras uñas, según dicen. Llevaba varios días sin bajar, de modo que no sé cuándo murió, ni, claro, tampoco por qué —no de hambre, de eso estoy segura—. Lo saqué con una espumadera y lo tiré al váter, y luego les di de comer a los demás. No había terminado en la universidad cuando murió mi padre. Mamá también había muerto por entonces, aunque no sé si él lo sabía, porque jamás hablábamos de ella. Papá murió de pronto un día, estando yo en clase, de lo que siempre me he empeñado en llamar apoplejía, término victoriano y más digno que el correcto —infarto agudo de miocardio—, que suena totalmente despiadado, feo y solitario, tres días tendido boca arriba en el suelo del cuarto de baño, hasta que lo encontraron. El infarto de miocardio fue la causa próxima, debo aclarar, porque, más que de ninguna otra cosa, en realidad, de lo que murió fue de beber demasiado. La casa estaba vendida, las deudas pagadas, y no quedaba mucho dinero —no mucho, entiéndase, si lo comparamos con el que había durante mi niñez, pero bastante si lo comparamos con el que tuvo Clarence durante su niñez, es decir nada; y ahí, seguramente, radicaba la principal diferencia entre nosotros. Me gasté gran parte del dinero viajando por Europa y viviendo en un bonito piso neoyorkino, con grandes ventanales y palomas en el balcón, hasta conocer a Clarence, y luego más, lo que gastamos en nuestro intento de ejercer la profesión de escritor en vez de trabajar. Cuando ya se nos había ido más de la mitad, metí lo restante en inversiones que tendrían que haberlo hecho crecer, siguiendo el consejo de un señor que había sido socio de Papá, pero lo cierto es que no hubo tal crecimiento: más bien lo contrario, aunque tan despacio que no noté cómo iba encogiéndose día tras día hasta pasados unos años, y en ese momento ya había encogido. Ello ocurrió, seguramente, porque, como supe más tarde, aquel señor iba a cazar codornices con mi padre, pero no tenía ni idea de finanzas, y de hecho se ganaba la vida pintando cuadros de caballos de carreras. El hecho de que el dinero siguiera encogiendo hizo caer en la desesperación a Clarence, que andaba siempre detrás de mí para que hiciera algo, pero yo no hice nada, porque siempre parecía haber suficiente para ir tirando los dos, solo con que redujéramos un poquito los gastos. Hoy en día tiendo a considerarme empobrecida. Tiendo a ello, sobre todo, hasta el punto de fijarme en la idea, cuando estoy deprimida por cualquier otra razón, porque se me ha cortado la leche, por ejemplo, y en tales momentos incluso he llegado a decírselo a la gente, que estoy empobrecida. Potts, que se ofreció a prestarme dinero, fue una de las personas a quienes se lo dije. En rigor, no estoy empobrecida, ni a dos velas, salvo de vez en cuando, a fin de mes, que me veo en apuros. Con cuatro cenas de restaurante, dos viajes a Starbucks a tomarme un café con pastas y un trayecto en taxi desde el centro, por culpa de una bolsa de la compra demasiado llena, este mes ya estoy en apuros, nada más empezar, y aún queda el asunto del alquiler, aunque tal vez debería haber dicho la cuestión del alquiler, porque se ha hecho cuestionable, porque no lo he pagado completo ni este mes ni el anterior. En lugar de empobrecida, debería decir «en situación precaria», aunque, claro, sí que voy a estar empobrecida dentro de unas semanas, por haberme excedido como acabo de describir. Durante una temporada pensé que si esto llegaba a convertirse en un libro lo podría titular Los pobres, pero he decidido que no, porque eso, a secas, sin más explicaciones, transmite una falsa impresión: Clarence y yo nunca fuimos pobres en el sentido de vivir en una chabola de cartones y comer en platos de hojalata. Me refería a los pobres en un sentido más amplio, en cuanto miembros de la pobre humanidad sufridora. Tecleé esto último y accioné el carro de la máquina y la rata me estaba mirando, erguida contra el cristal y balanceándose de un lado a otro, como Clarence delante de la puerta tras una noche en la ciudad, agarrado al quicio, me llevó a pensar. Su presencia se me está haciendo molesta y pesada. Tras la muerte de Papá, viajé a Francia por primera vez ya de mayor. Casi todos mis conocidos viajaban en barco por aquel entonces; fui en el Île de France con una amiga llamada Rosaline Schlossberg. Íbamos con idea de pasar todo el verano juntas, pero nos peleamos durante la primera semana en París, y ella se fue a Londres sola y desde allí se dedicó a difundir toda clase de rumores. No era una amiga en el sentido estricto de la palabra, más bien una conocida; en el sentido estricto de la palabra, mi único amigo era Clarence. Supongo que habrá quien preferiría que dijera algo así como que Clarence era el amor de mi vida. Igual podría decir que era el aburrimiento de mi vida, el fastidio de mi vida, el principal obstáculo para alcanzar metas más altas en mi vida, y etcétera. Puedo afirmar, sinceramente, que era la persona con quien más disfrutaba dándole a la tecla, en muchas máquinas diferentes.

Me gusta mucho la máquina en que le doy a la tecla ahora, me gustó desde el día mismo en que la compré, en una tienda de la calle Lafayette de Nueva York, más o menos un mes antes de mudarme a este piso, aunque ya hubiera tomado la decisión de mudarme y una máquina de escribir fuera a ser un estorbo más en el traslado. Me vine aquí y encontré trabajo —no el trabajo al que recientemente dejé de ir, sino el de antes— en una tienda de comestibles. Era la primera vez que trabajaba normalmente —pecuniariamente, debería decir, porque a mí no me pareció normal—. Evidentemente, había esperado que las circunstancias se desarrollaran de otro modo: no habría comprado una máquina nueva solo para mecanografiar unas cuantas cartas y luego meterla en el armario. Había poseído toda una serie de máquinas en el pasado, pero nunca disfruté tanto dándole a la tecla en ellas como dándole en esta. Es una máquina bastante grande —podríamos descubrirla como una máquina de oficina de las más pequeñas—, marca Royal, y emite un sonido amortiguado pero sólido cuando la acciono, a diferencia de las máquinas pequeñas, que suenan a lata. No tiene uno más que oír el ruido de las máquinas pequeñas, como lo oía yo constantemente cuando Clarence se pasaba las horas escribiendo en nuestro cuarto, para convencerse de que nada válido puede salir de ellas, aunque, claro, a veces sí que sale de veras algo. Cuando digo que Clarence escribía a todas horas, me refiero a la costumbre que adquirió en sus años intermedios de escribir cuando se había pasado de copas. Íbamos a un montón de fiestas, en aquel entonces, en las que había auténticas hordas de personas inteligentes pululando a nuestro alrededor. Clarence se enardecía con las conversaciones inteligentes, y para cuando volvíamos a nuestra habitación ya se había convencido, por lo general, de estar en la pista de algo tremendamente inteligente y bello. Le impresionaban terriblemente las cosas tan ingeniosas que se le habían ocurrido durante la fiesta y no tenía más remedio que ponerlas por escrito en ese mismo momento, por miedo a que se le borraran mientras dormía. Se plantaba delante de aquella espantosa Olivetti pequeñita, las más de las veces en paños menores, y montaba un estrépito mientras yo trataba de conciliar el sueño, parando de vez en cuando para leer lo que acababa de escribir. Siempre le parecía bien lo que escribía en tal estado; lo oía murmurar alabanzas de sí mismo: «precioso», «fantástico», «se van a enterar». Gracias a Dios, lo normal era que yo también hubiese bebido bastante, como solía hacer en aquella época, y me las apañaba para quedarme dormida al cabo de un rato y no despertarme hasta que cesaba el estrépito, despabilada por el silencio o por la sacudida de la cama cuando Clarence acababa acostándose, con la luz gris del alba en la ventana. Como es natural, al día siguiente no le parecía tan estupendo como había imaginado lo que había escrito en aquellas condiciones: a veces ni siquiera lo entendía, o lo entendía pero eran cosas trilladas o secundarias o cualquier otra cosa mala, y a continuación se deprimía más que nunca. Ni que decir tiene que sentirse así le aumentaba las ganas de ir a fiestas, por más que yo le dijera que deberíamos instalarnos en el campo y olvidarnos de toda esa gente, dar un paseo por montes y valles todos los días y seguir un horario regular y beber menos. Creía yo que si conseguía olvidar, aunque solo fuera por un momento, lo de hacerse famoso, para empezar de cero, se pondría bien. Pero, claro, no fue capaz, porque en el fondo de su corazón sabía que no estaba bien. Y luego, cuando por fin lo hicimos, lo del horario regular, los largos paseos, y toda la pesca, resultó una verdadera catástrofe; bueno, quizá no una catástrofe, para ser exactos; resultó un jarro de agua fría, en un momento en que ya no podíamos aguantar un solo jarro de agua fría más. Clarence deseaba triunfar como escritor, alcanzar cierto grado de reconocimiento, más que ninguna otra cosa en este mundo, salvo quizá, más adelante, el whisky, y más adelante aún el whisky y Lily, y a su modo de ver ello implicaba el éxito comercial, aunque fuera modesto, y que lo respetaran como escritor los demás escritores, e implicaba comportarse como escritor y hacer cosas de escritor como corregir pruebas y asistir a presentaciones de libros de escritores que a duras penas conocía y que, cuando nos cruzábamos con ellos por la calle, no se dignaban ni a hacer una inclinación de cabeza en nuestra dirección. Siempre estaba mirando por encima del hombro mientras escribía, como queriendo averiguar, con preocupación —y, ya al final, con desesperación— lo que otras personas, sobre todo la gente del mundo editorial y luego del cinematográfico, iban a decir de lo que estaba escribiendo. Su idea de haber llegado era comer en un restaurante de los Hamptons y oír que alguien, en otra mesa, le susurraba a otro que el señor que estaba con esa señora tan rara era el escritor Clarence Morton. Comprendí que lo suyo era una enfermedad hereditaria, que le venía de sus orígenes, de haber sido un don nadie al nacer y de haberse criado entre personas que estaban siempre utilizando la palabra «éxito», que no fue solo una actitud que un día decidió adoptar, y que por eso fue por lo que nunca pudo liberarse, por más que yo, cuando empezamos a vivir juntos, estuviera convencida de que sí, de que lograría liberarse. Era muy capaz de describir a alguien que acababa de conocer en una de esas fiestas suyas, cuando yo ya había dejado de burlarme, como «escritor de éxito» o autor de «una película de éxito». Yo siempre ponía objeciones a esa forma de hablar, pero no creo que Clarence llegara a entenderme: se me quedaba mirando desconcertado y decía cualquier idiotez del tipo: «¿Qué tienes contra el éxito?» Claro está que no tenía sentido contestarle. Esta aversión mía fue, de hecho, la razón de que dejara de asistir a las fiestas. Y, volviéndose hacia mí, alguien me preguntaba: «Y tú, Edna, ¿también escribes?» Y yo le contestaba: «No, yo le doy a la tecla.» Cuando colaboraba con regularidad en las revistas, tras la publicación de El bosque de noche, fue un verdadero escritor de éxito, pero entonces ya no era capaz de valorarlo. No lo valoraba por mi culpa, posiblemente, porque sabía que yo no atribuía ningún valor a eso. De manera que en nuestra vida en común se le planteó la cuestión de a quién iba a valorar, a mí o a sí mismo, y no fue capaz de decidirse hasta que conoció a Lily. Con ella, que no valoraba nada que yo valorase, consiguió liberarse y volver a ser él mismo, aunque para entonces ya fuera demasiado tarde también para eso. Si me diera por ser irónica, mi libro se titularía Cómo ser escritor profesional Y tengo que hacer algo con las virutas de la rata; no puedo seguir añadiendo las nuevas encima de las viejas. El tanque ya está medio lleno, y la rata ha hecho túneles contra el cristal, como en una granja hormiguero. Una granja ratera.

Antes, cuando hablaba de los motivos que podían llevarme a dejar de darle a la tecla —la necesidad de rumiar algo o el deseo de hacer cualquier otra cosa por un rato—, olvidé los atascos de las teclas. Antes nunca me pasaba, pero ahora ocurren casi todos los días, y siempre en el peor momento, cuando me siento menos inclinada a dejar de darle a la tecla. No los he mencionado hasta ahora porque resulta difícil hablar de ellos sin dar la impresión de estar uno quejándose. A veces me dejo arrebatar por el tecleo, estoy metida en ello tan a fondo, que las ideas me van más deprisa que los dedos, se me amontonan, y cuando tengo muchas ideas alborotándome en la cabeza al mismo tiempo, bien puedo flaquear, los dedos se me trastabillan, y vienen los espasmos: las teclas entran en colisión, se arraciman y se enmarañan de un modo espantoso. Para liberar las teclas lo único que tengo que hacer es soltarla con los dedos, empezando por la de más arriba, y etcétera: nada especialmente difícil ni digno de mención, si ahí terminara la cosa. Pero es que ahí no termina la cosa Una vez liberadas las teclas, resulta que me he manchado los dedos de tinta y tengo que levantarme de la mesa y desplazarme pesadamente hasta la cocina o el cuarto de baño. Y una vez allí no me basta con enjuagarme la mano: la tinta no es polvo. Tengo que esperar, dando golpecitos con el pie en el suelo o silbando de puro enfado, seguramente, hasta que el agua empieza a salir caliente (viene del sótano y tarda bastante), frotarme los dedos y luego secármelos con una toalla, suponiendo que la haya, porque ahora mismo acabo de encontrarme con que no la hay, porque la última la utilicé de trapo del polvo, como creo que ya he mencionado, o secármelos en el vestido, como acabo de hacer, o en los pantalones, o sacudirlos en el aire, dando paseos mientras. Los atascos de teclas son enloquecedores. Le vienen a uno ganas de emprenderla a puñetazos con la máquina o de arrojarla a la otra punta de la habitación, como hizo Clarence una vez, y a veces golpeo el teclado con la frente, aun sabiendo que no sirve de nada, salvo, claro, en lo psicológico. Clarence no tiró la máquina por un atasco de teclas; la tiró porque acababa de decidir que nunca más escribiría nada, o por lo menos eso es lo que gritaba cuando la lanzó al suelo.

Hubo otra vez en que también la tiró, pero tampoco entonces fue por nada relacionado con ningún atasco de teclas, ni siquiera con ninguna máquina de escribir. No tiró las dos veces la misma máquina: la que tiró primero quedó totalmente inservible y no cabía tirarla por segunda vez, salvo, claro está, a la basura. Fue mi máquina la que lanzó la segunda vez, y no la rompió, porque la lanzó contra la cama. Se me ocurre ahora que hace falta haber cumplido más o menos los treinta años para comprender en qué puede consistir un atasco de teclas. Si esto llega alguna vez a ser un libro, voy a tener que explicar cómo funcionan las máquinas de escribir, incluyendo en el texto la imagen de una máquina de escribir con un pequeño recuadro dentro en que se muestre en primer plano un atasco de teclas, para que se entienda. En Potopotawoc se llevaron mi máquina de escribir. Había enviado el equipaje por delante, y cuando llegué las maletas estaban esperándome junto al catre en la cabaña, pero faltaba la máquina. Me dijeron que se había perdido durante el viaje, que me conseguirían otra, pero no cumplieron. Luego, dos semanas más tarde, la vi en el despacho del director. Pasaba por delante, la puerta estaba abierta, y la vi en el suelo, bajo una silla. El hombre me dijo que acababa de llegar, pero no me lo creí. También el libro de Peter Handke se ha caído, llevándose detrás varios de mis folios, chocando contra el suelo con un ruido muy fuerte y dándome un susto. Ahora hay muchísimas páginas en el suelo. Supongo que no se puede hablar de granja habiendo un solo animal.

Puede que no esté progresando nada en absoluto. Podría ser incluso que estuviera retrocediendo. La vida sigue, ese es el problema. No es que siga a lo grande, pero el caso es que sigue, poquito a poquito. Lo que hace, supongo, es más bien renquear, palmo a palmo, como más arriba apunté. No está ocurriendo casi nada, en el pleno sentido de ocurrir, pero me encuentro con que no soy capaz de procesar ni siquiera ese poquito con la velocidad suficiente para no retrasarme, a pesar de lo buena mecanógrafa que soy. Da la impresión de que mi retraso aumenta a cada segundo que pasa. Aquí estoy, a la máquina, tratando de contar cosas que ocurrieron hace cincuenta años, mientras Lily y la casa empapelada de amarillo y Francia en invierno jadean a mi lado, en espera de que los procese, y se rompe un marco de foto, y me veo obligada a mencionarlo y también los atascos de teclas y el polvo y etcétera, y ¿cuándo va a parar esto?

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