Cristal

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Cristal

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Debo de haber sido guapa en mis tiempos, lo que yo llamo guapa. «Sí, fue guapa en sus tiempos», creo que dijeron, que alguien ha dicho, viéndome ahora y pensando. El hecho es que nunca fui lo que la mayor parte de la gente considera clásicamente guapa. Supongo que fui del montón. Tenía un aspecto corriente, lo cual me sacaba de quicio, porque sabía que lo de dentro no encajaba, como si la cara me impidiese parecer lo que era: me presentaba al mundo, pero mi cara se interponía. Clarence se paró a hablar conmigo, pero no porque fuese especialmente guapa, pensé, sino porque fue capaz de percibir mi interior. Si esto llega a ser un libro, querré añadir unas pocas palabras sobre mi aspecto de entonces. «Delgada», «cargada de espaldas», «pelo castaño claro», «mandíbula ancha», «ojos color avellana», «pecho plano», «mirada intensa, inquisitiva»… son algunas de las palabras que podría añadir, supongo, si alguna añadiera. También querré; en el libro, describirme como soy ahora más a fondo de lo que llevo hecho hasta el momento, y será difícil.

He apoyado un espejito contra la taza de café, para verme mientras le doy a la tecla. Ahora me estoy mirando de cerca: veo un ojo. ¿Cómo es este ojo? Mira. Supongo que pestañea, aunque no pueda verlo cuando lo hace. Cuando era pequeña intentaba verme con los ojos cerrados. Quería saber si tenía los párpados como pequeños pliegues arrugados, como los de mis dos primas pequeñas cuando cerrábamos los ojos en los juegos, o si eran suaves y de color azul pálido como los de mamá en sus tardes acaloradas, cuando se echaba un rato en el sofá.

En el espejo veo una mujer (¿es un dato importante?) de edad indeterminada, una persona de edad; de cuánta edad, no está claro. Tiene el pelo fino y aparentemente se lo corta ella misma en casa. La espalda encorvada (eso no lo veo en el espejo), un bulto en la parte alta de la espina dorsal, que no llega a joroba, pero de consideración. Suele llevar orejeras, incluso en días cálidos, por el ruido del tráfico y de los compresores. Se llevará una alegría, dice, el día en que se quede sorda.

Giamatti ha vuelto a llamar por teléfono. Le dije que pronto. Y he adherido una nueva nota: dar de comer a los peces. La he pegado donde puedo verla mientras le doy a la tecla, justo encima de otra que escribí hace años, en letra muy pequeñita, con rotulador rojo en una ficha rayada que se ha vuelto grisácea con el paso del tiempo, y que ahora está tan borrosa que no podría saber qué pone si no la recordara exactamente: «El trueno volvió a alumbrar fuera, de pronto, con un estallido, zigzagueante.» Lo puse ahí porque es una de las mejores frases cortas que conozco. No quizá una de las mejores que conozco, así, sin más: una de las mejores que conozco referidas a México. Le puse pilas nuevas a la linterna de Potts, y, destellantes bajo los muebles, encontré a los caracoles, todos ellos, creo, incrustados en el hueco entre la pared y el fondo de contrachapado del mueble sobre el que está puesto el acuario, abajo del todo, encima del zócalo. Tenían pinta de estar secos. Se habían puesto en marcha, supongo, en busca de mejores pastos, pensando (pongamos) que más allá del horizonte habría una charca estupenda llena de hierbajos. Es interesante el modo en que la insensatez humana se extiende por todo el reino animal hasta llegar a los caracoles, que se han comportado, quiero decir, igual que Clarence. Traté de apartar el mueble de la pared, pero pesaba demasiado, por la carga del acuario, y el hueco era demasiado pequeño para el palo de la escoba, que se quedó atascado cuando lo metí a la fuerza. Incapaz de sacarlo, ahí lo he dejado, con los ramojos de la escoba asomando y pegados a la pared de detrás del acuario. Fui a buscar un vaso, lo llené en el acuario y se lo vacié encima a los caracoles. No sé en qué momento tomó Clarence la decisión de hacerse escritor. Seguro que no antes que yo, porque yo era mayor y tenía los antecedentes más adelantados que los suyos. Adelantados no es probablemente la palabra exacta: en una revista habrían dicho que mis antecedentes eran más ricos en oportunidades culturales. Cuando nos conocimos yo ya llevaba muchos años escribiendo, y él, en cambio, casi había terminado Farmacia cuando por fin se decidió. Digo que por fin se decidió porque así es como él lo decía, así fue como me lo dijo en la escalinata del Metropolitan Museum el día en que nos conocimos. Siempre lo expresó así, a pesar de que, una vez tomada por fin la decisión, no hiciera nada por cambiar su modo de vida, no permitió que la escritura entrase en su vida, que siguió siendo bastante corriente y, según él mismo decía, industriosa y aburrida. Añadió, creo, un par de cursos de inglés a su plan de la universidad, y trató de leer libros como el Ulises, que le habían dicho que era muy difícil y muy importante, y empezó a hablar de sí mismo de un modo nuevo, todo lo cual resultaba bastante tonto, porque no había escrito lo que se dice nada, pero también tuvo su importancia, porque lo empujó a hacerlo, como una apuesta de futuro. Clarence se consideraba de veras en la obligación de leer libros como Ulises y Don Quijote y Tristram Shandy, aun habiéndole yo explicado lo ridículo que era si no le apetecía. Era sincero creyendo cosas así, que estaba en la obligación, como él decía, de ponerse al día en arte, y su sinceridad fue lo que me conmovió en aquel tiempo. Pero no se sentó a escribir, todavía, en el momento en que tomó la decisión, porque le preocupaba el dinero y quería encontrar el modo de ganarse la vida mientras se situaba, y esa era otra de sus frases, lo de situarse. Ya he mencionado lo deprimentemente práctico y calculador, al modo mercantil, que podía ser a veces, por culpa de sus orígenes y de su angustioso temor a caer en la pobreza. Cuando nos conocimos en Nueva York vivía (he estado a punto de escribir se empeñaba en vivir) en un mezquino apartamento de una sola habitación, en el Bronx, y trabajaba en una farmacia de Yonkers, mientras trataba de escribir relatos, y donde digo «trataba» entiéndase que en aquellos días se sentaba delante de la máquina, igual que yo, y tecleaba cosas que nunca terminaba.

Me eché en la cama con intención de dormir un rato. Eran más de las cuatro cuando me desperté, y por unos momentos, mientras enfocaba la habitación, no supe dónde estaba. Me oí decir: «Hola, hola», como solía, cuando me despertaba tarde y quería averiguar si había alguien en casa —por alguien entiéndase Clarence, por supuesto, excepto durante el breve periodo en que se instaló con Lily, durante el cual alguien fue Steven—. Steven no duró, y ni siquiera nos acercamos al punto de que yo esperara encontrármelo ahí al despertar. Debo de haber olvidado, durante la siesta, dónde vivo ahora, y cuando me desperté y volví a descubrirlo, como algo nuevo y reciente, fue una verdadera conmoción. El motivo de que estuviera a punto de escribir, hace un rato, que Clarence se empeñaba en vivir en aquel sitio miserable del Bronx es que esa fue la impresión que me produjo en el momento; no podía evitar la sospecha de que lo hacía a propósito, porque hasta entonces no había conocido a nadie, a ningún amigo, que fuera auténticamente pobre. Había conocido a varias personas que vivían activamente en la sórdida escasez, pero lo hacían porque estaban aburridos del dinero, y la pobreza se les antojaba chic e interesante, y todos ellos, excepto los dos que murieron al incendiarse su apartamento, regresaron a la riqueza pasado un tiempo. Clarence no sabía nada cuando lo conocía, y eso lo hacía diferente. Solo era capaz de entusiasmarse con algo si se le daba permiso, porque tenía miedo de cometer un error. Se había unido a un grupito de escritorzuelos desharrapados, y sus opiniones eran todo lo que él tenía para seguir adelante, y como nunca estaba muy seguro de qué admirar, se dedicaba a admirar lo que los demás admiraban, y eso, claro, quedaba fatal. A veces, sin embargo, no era lo bastante tímido. Una vez estuvo perorando de un modo exagerado sobre Modigliani, delante de un grupo de amigos míos de entonces, de cuando nos juntamos por primera vez en Nueva York en calidad de jóvenes escritores, y una de las chicas, a quien como consecuencia luego retiré la palabra, lo engreía para que siguiese diciendo esas sandeces tan ridículas. Cuando llegué yo estaba hablando de Modigliani y de Lautréamont, aun sin saber absolutamente nada de Lautréamont. Me acerqué y subí el volumen de la radio, para ahogar sus palabras, pero lo que conseguí fue que hablara más alto, de modo que tiré de él para ponerlo de pie y lo obligué a bailar conmigo. Luego, no obstante, se creó todo un conjunto de opiniones y se aferró a ellas, incluso después de haberle explicado yo lo toscas y lo manidas que eran. Durante nuestro primer año, más o menos, siempre estaba emocionado con su escritura, a pesar de que todavía no era nada bueno; y cuando empezó a ser bueno yo ya estaba harta: tenía veintiséis años y estaba totalmente harta. En la universidad ya estaba harta de las cosas que concitan a la gente en calidad de proyectos juveniles, a pesar de que nunca tuve ningún proyecto, quitadas unas pocas semanas al principio del primer año, y ahora también estaba harta de las cosas de adultos. Fue en parte porque ya estaba harta, creo, por lo que me atrajo Clarence, porque me encantó el hecho de que él no tuviera ni idea de semejante hartura. La gente me acusó de haber permitido que Clarence me «subsumiera» en su vida (eso, al menos, es lo que creo que decía la gente, lo que supongo que decían entonces), cuando en realidad era al revés: yo poseía todo lo que Clarence deseaba, poseía, quiero decir, en lo tocante a antecedentes familiares y cultura. Podría dividir el libro en dos partes: Edna ascendiente y Clarence ascendiente. O podría titular la segunda parte Edna descendiente, que quedaría más conmovedor y expresaría mejor la sensación, el modo en que percibí aquella bajada, desde mi punto de vista, considerándola tan ineluctable como inexplicable. Un filodendro (digo yo que será un filodendro) parece que se ha muerto.

Con las ventanas de par en par oigo claramente el Empalme. Se oye más en días como este, con nubes, he notado, porque el ruido va a chocar con las nubes y rebota hacia abajo. Sé que es así, pero no por ello deja de antojárseme rara la idea de algo tan invisible como el sonido yendo a rebotar contra algo tan blando como las nubes. Hace más fresco hoy, pero no voy a cerrar aún las ventanas, porque luego me veré obligada a ver lo sucias que están y tendré que utilizarlas a la luz sucia que las atraviesa. «Una mujer de cierta edad teclea su vida en una habitación repleta de luz sucia» es como podría empezar el libro. No sé a qué viene ahora preocuparme por lo sucias que están las ventanas, porque llevan un montón de tiempo poniéndose cada vez más sucias, un poco más cada día, supongo, molécula por molécula, durante años, por no mencionar el hecho de que las tengo casi cubiertas de papeles pegados. Pagarme un limpiador de ventanas está fuera de mi alcance. Me refiero a las personas que limpian ventanas, claro, no a los instrumentos, que en realidad no son más que un cubo, un escurridor y un par de trapos, que yo sepa. Los instrumentos no están fuera de mi alcance, no al menos en sentido pecuniario, aunque seguramente sí que están fuera de mi alcance en este momento, entiéndase este mes, y el que viene también, seguramente, a no ser que ocurra algo. Pero están en todo momento, es decir para siempre, fuera de mi alcance en el sentido físico: no me imagino colgada de una ventana para lavar la parte exterior, donde está casi toda la porquería, diez metros por encima de la acera, con las rodillas enganchadas al antepecho. Doy por sentado que las ventanas estarán cada vez más sucias, mientras el mundo, el edificio de enfrente, y el sol, van haciéndose borrosos, vagos y menos alegres. «Molécula tras molécula, su mundo irá ensombreciéndose», es lo que sucederá, seguramente, y esa podría ser la segunda frase, la que crea el ambiente para lo que va a ocurrir, o no. La gente mirará mis ventanas desde abajo y verá una forma moviéndose tras los cristales, y no sabrá decir si es hombre o mujer.

Clarence era bastante guapo, a lo bestia, a la manera viril, ya entonces me parecía así, aunque la verdadera virilidad no hizo aparición hasta más tarde, cuando echó carnes y se dejó un bigote a lo Clark Gable. A los treinta era ya muy robusto y verdaderamente impresionante, al modo viril. Era un bigote casi como el de Emiliano Zapata, en un momento dado. Cuando nos conocimos ya era viril, claro, pero en una dirección etérea, no sé si se entiende, esbelto y amuchachado, con ojos de susto, de modo que no se le notaba la tendencia a ser corpulento y brutal; era el susto, la sensación de que estaba viendo el mundo por primera vez, como si lo hubieran creado delante de sus ojos, lo que me atrajo de él, por causa del cansancio que antes mencioné, y se desvaneció por completo en los años siguientes. Lo primero que publicó —cuando ya llevábamos tres años juntos— fue un relato breve, una nota de diario, verdaderamente, de cuando cazaba ardillas de pequeño, lo minucioso de cazarlas con una escopeta pequeña, y la importancia alimenticia que tenían las ardillas en aquellos tiempos, y de este modo presentaba sus privaciones y padecimientos infantiles. Envió el manuscrito a tres o cuatro revistas literarias, que lo retuvieron durante meses para al final devolvérselo sin ninguna explicación. Fue su guapura al modo viril lo que al final hizo que se publicara, en una revista nacional de caza, porque acudió a las oficinas en persona tras haber enviado el texto por correo, para ver qué le decían, y así pudieron verlo, y lo que vieron los convenció de su autenticidad. Era una época en que la gente daba gran importancia a la autenticidad. Es interesante el modo en que las cosas que parecen obvias y están incluso en el ambiente en cierta época luego resultan increíbles: ahora, cualquiera diría que se puede ser manifiestamente falso sin que a nadie le importe. Las privaciones de su infancia contribuían a que sus textos dieran una impresión de autenticidad, otorgándoles significado, pero también lo hicieron estrecho de mente e intolerante con respecto a mi vida, porque, según él, quien no hubiera sufrido de un modo crudo y evidente y externo de verdad, como él había sufrido, y su familia había sufrido durante generaciones, no había sufrido nada en absoluto, estaba fingiéndolo todo, o engañando. «Miseria neurótica» era lo que le encantaba decir, para que sonara a falsedad; y también pensaba, aunque nunca se atreviera a decirlo en voz alta, que quien no ha sufrido de ese modo evidente y externo tampoco puede escribir nada auténtico y significativo. Era un error terrible por su parte, que lo condujo a incluir cosas en sus escritos —guerras, homicidios, violaciones y demás, muchísimos adulterios y divorcios, incluso el genocidio judío, en una ocasión, y una hambruna africana, para ambientar— que a él le parecían llenas de significado y, estaba convencido, se lo añadían a sus relatos, cuando en realidad para lo único que servían era para hacerlos vulgares. Yo le decía que los relatos no adquirían significado por lo que ocurriera en ellos, sino al revés, pero él nunca fue capaz de verlo así. En el frigorífico, esta mañana, encontré las uvas que compré hace un tiempo, como creo haber mencionado, para luego olvidarme de ellas, arrugadas pero intactas, y me comí la bolsa entera mientras hacía el crucigrama que me llevé de Starbucks. No conseguí completarlo, pero es que ahora es imposible, porque muchas de las definiciones se refieren a programas de televisión y a gente famosa que no puede uno conocer sin ver la tele, me parece a mí. En los últimos años, los propios crucigramas del New York Times se han vuelto así y resultan inabordables para personas como yo, de inclinaciones literarias y sin televisor. Pensándolo mejor ahora, supongo que ese es el motivo de que no me molestara en garrapatear la nota en el periódico, el otro día, avisando de que faltaba el crucigrama: no creo tener nada en común con las personas capaces de completar los crucigramas de hoy en día. Miro los crucigramas, y los clientes de los cafés, todos sentados a sus mesas con el ordenador delante, y los ojos puestos en la pantalla, y pienso: «¿Quién será toda esta gente?»

Las uvas no están tan deliciosas como pensé que iban a estar, cuando las vi en la tienda, aunque, claro, ahora ya no están frescas, dada la cantidad de tiempo que llevan en mi frigorífico. Tampoco tienen la forma que deben tener las uvas: son oblongas, como judías de gelatina, y la pulpa es más firme de lo que debería, casi correosa. Supongo que todo ello es señal de que han viajado mucho para llegar aquí —lo cual tienen que haber hecho, sin duda, porque aquí, como ya he dicho, estamos en primavera—, desde Chile o incluso Australia. Criaron así las uvas para que pudieran viajar intactas una distancia tan larga, de pulpa firme, por ejemplo, para que no se aplastaran al apilarlas. Cuando estuve en Francia, la primera vez que estuve de mayor, cuando aún no había terminado en la universidad, cuando fui con Rosaline Schlossberg, fui a un pueblo de los alrededores de Aviñón a recoger uvas a finales del verano —cuando no llevaba en París más que dos meses, aunque para entonces ya me esperaban en casa—, con unos chicos alemanes que había conocido unos días antes. Primero dormí con uno y luego con el otro, y al final con los dos. Dormíamos en sacos de dormir en una habitación elevada de un establo. En el espacio de debajo de nosotros guardaban dos bueyes, y durante la noche los oíamos moverse en los pesebres, y olían espantosamente al principio, aunque al cabo de unos minutos de estar con ellos se acostumbraba uno tanto al olor que ya no había forma de percibirlo, ni queriendo. Por «dormir» entiéndase hacer el amor y también dormir juntos en el calorcito del saco de dormir. A la gente le va a parecer pintoresca mi forma de hablar, supongo. Varios de los extranjeros que conocí en París solían bajar todos los otoños a la vendimia, porque era un modo de ganar un poco de dinero, según todo el mundo decía, aunque en realidad era un sueldazo. Cuando digo extranjeros quiero decir gente que no era francesa, no gente que no era americana, y para ellos era un modo de ganar dinero porque no hacía falta permiso de trabajo para recoger uva, y yo fue la única vez que lo hice. Uno de los chicos se llamaba Karl; he olvidado el nombre del otro, pero sí recuerdo que tenía la barbilla larga y que no era tan atractivo como Karl, aunque sí divertido en otros aspectos. Las uvas, en realidad, no se recogen: se corta el tallo con un cuchillo curvo, lo cual, si no estás acostumbrado, como no lo estaba yo, hace que enseguida te salgan ampollas en la mano. Después de trabajar íbamos a darnos un chapuzón en un pequeño arroyo, y yo me sentaba en una roca en mitad de la corriente con la mano de las ampollas metida en el agua fría. Va a ser mejor que no entre en este tipo de cosas. Es sorprendente hasta qué punto la memoria está hecha de bagatelas.

Volví a rociar el helecho, con lo cual ya son tres las veces que lo he rociado hoy, habiéndome olvidado ayer y anteayer, toda la semana pasada, de hecho. Parece en conjunto menos verde que antes, pero quizá sea efecto de la luz. No lo tuve olvidado todo el tiempo la semana pasada; a veces lo recordaba y me decía: «Vale, voy a ocuparme», y luego se me olvidaba. He puesto especial atención en no utilizar el pulverizador cerca de la pared, y ahora la mitad del helecho que mira a la pared se ha puesto marrón. Voy a arrastrarlo al centro de la habitación, para poder rociarlo todo alrededor. Clarence se ponía concupiscente cuando se pasaba de beber, rijoso de un modo desgalichado y bárbaro, especialmente en los años intermedios, cuando todavía era guapo de un modo ponderoso y alelado, como un boxeador derrotado, y normalmente se iba con chicas jóvenes que había conocido en alguna fiesta o lectura, cuando aún daba lecturas, o en algún acto deportivo, cuando colaboraba en las revistas esas. Por «se iba» quiero decir que se largaba con ellas de dondequiera que estuviesen en ese momento —la piscina, la fiesta, lo que fuera, el estadio, la cancha de tenis— y también, metafóricamente, que estallaba al encontrarse con ellas, que un ansia de chicas jóvenes se apoderaba de él en un arrebato, como si le dieran ataques, en realidad. Parecía, se lo dije, casi patológico. Pero los ataques, abrumadores mientras duraban, se desvanecían con tanta rapidez como llegaban, en un abrir y cerrar de ojos: hacían puf y dejaban caer de culo a Clarence, derrumbado en un sillón o en la hierba, con la cara roja y sin aliento, tumbado, varado, diría yo, a veces con el chaleco de caza todavía puesto, con una pinta totalmente ridícula. Ridículo al que contribuía, también, el hecho de que hiciera objeto de sus enamoramientos fulminantes a unas chicas imposibles —hasta que llegó Lily—, como todo el mundo, menos él, veía desde el primer momento; a él le costaba un par de días más; un mes entero, en una ocasión. Tenía especial debilidad por las universitarias: sus defensas —las que fuesen— se rendían fácilmente ante la adoración por una jovencita bien formada y con una buena carga sexual, con la astucia sin desarrollar y un barniz de educación, chicas o mujeres que, sencillamente dicho, no estaban equipadas para profundizar en sus encantos. Cada vez que visitábamos un campus o íbamos a una fiesta en que hubiera ese tipo de chicas, tenía que estar preparada para el estallido o la escapada. A mí no se me concedía la misma permisividad, naturalmente. Tampoco es que la quisiera. En Venezuela, por ejemplo, lo más que hacía era pasar por unos cuantos locales nocturnos con alguien del equipo, mientras él trabajaba, pero ni eso toleraba. No creo que le importara en lo personal lo que yo pudiera estar haciendo o dejando de hacer; lo que le molestaba era que lo dejase mal en público, especialmente en Venezuela, con lo crueles que son allí los hombres. Cuando pasaba por el vestíbulo del hotel, donde siempre había unos cuantos matando el tiempo, bebiendo whisky y hablando a voces, nunca faltaba uno que se pusiera dos dedos en la cabeza, a modo de cuernos. Y Clarence no contribuía a mejorar las cosas empeñándose en llevar un sombrero de paja, como si ocultara algo. Agitaban los cuernos en la parte de detrás de la cabeza, algo que los cuernos no hacen —quiero decir que los cuernos no se agitan—. Le comenté a Clarence que lo que hacían era más bien imitar a un conejo. Pero a él no le parecía divertido, sin embargo, y evitaba pasar por el vestíbulo, entrando y saliendo del hotel por la cocina. Al cabo de cierto tiempo dejamos de hablar de esas cosas; ni una sola palabra, nunca. ¿Qué podíamos decir que no fuera insoportable? Si Clarence y yo nos hubiéramos mirado el uno al otro durante la última parte de aquellos años, algo que en realidad no creo que hiciéramos nunca, no habríamos visto más que estragos. El hecho es que Clarence era un hijo del mundo, y mi sitio, en cambio, estaba en un convento.

Tras un largo rato, ahí sentada pensando en tales cosas, más otras muchas demasiado triviales o fugitivas para merecer mención, me puse la bata y bajé a casa de Potts. Prendí la luz de encima del acuario y me senté en el sillón de Arthur a mirar los peces. De vez en cuando, uno de ellos nadaba por encima de la cadena de burbujas que subía de la bomba de aire y se bebía una burbuja, como quien se aparta de su camino para echar un trago en una fuente —si los peces hablaran, lo llamarían beber aire, seguramente— y recordé el poema de Lawrence sobre los peces. Sin amor y sin tocar nunca nada. No tienen dedos, ni manos, ni pies, ni labios. A veces un pez se acercaba nadando y miraba a través del cristal. Supongo que me vería ahí sentada, en el sillón de Arthur, como en mi propio acuario, mirándolo a él, podría pensar el pez. Una vez de regreso arriba, tras apagar las luces, me acerqué a la ventana y estuve mirando la calle un rato. Era tarde y no había nadie. Estaba ya apartándome cuando creí ver algo que me pareció una rata grande en la acera de enfrente. Me volví justo cuando estaba metiéndose a rastras bajo un coche aparcado, y permanecí en la ventana, observando, hasta que surgió por el otro lado: una rata pequeña, medio muerta de hambre, con una pata trasera rota, que la obligaba a arrastrarse de ese modo. Di unos golpes en la ventana, a ver si conseguía que levantase la cabeza. Si hubiera permanecido debajo del coche, supongo que recordaría esa noche como la vez que estaba mirando por la ventana y vi una rata muy grande. Me había dejado la radio puesta cuando bajé a casa de Potts, y ahora, cuando me disponía a apagarla, me di cuenta de que estaban emitiendo El carnaval de los animales de Saint-Saëns. No soy una persona muy sexual. No sé si los demás se darán cuenta desde fuera. Quiero decir: ¿cómo iba nadie a darse cuenta, viéndonos juntas a Lily y a mí, de que una era muy sexual y la otra no? Dejando aparte la diferencia de edad, porque suele darse por supuesto que la persona más joven es la más sexuada. Por otro lado, la mayor, por el mero hecho de ser mayor y no tan atractiva como la más joven, puede sentirse desatendida en lo sexual, incluso desesperada, algo que también pueden notar desde fuera los demás. Estoy hablando por hablar, claro está: los demás, evidentemente, sí que lo perciben. Ya cuando era joven podían notar que yo no era tan sexual como los demás solo con mirarme, como yo deducía del modo en que me miraban, o dejaban de mirarme. No creo que a Clarence le importase un pimiento. Que yo no fuera muy sexual debía de otorgarle seguridad, porque así no andaba por ahí ligando, como hacen algunas mujeres, sin poder evitarlo, por la carga sexual que desprenden.

Algo huele mal en casa de Potts: un olor agrio y rancio, un olor, quiero decir, a enyesado húmedo y hongos, aunque no es muy probable que ninguna de las dos cosas esté presente, con excepción quizá del cuarto de baño, donde puede haber enyesado húmedo —aunque tampoco en el cuarto de baño, porque últimamente no me he acordado de regar allí—. Lo noto nada más trasponer el umbral. Da la impresión de hacerse más fuerte cada día que pasa. Podría, supongo, ser el olor de las algas y de los caracoles muertos, porque no se me ocurre ninguna otra cosa que no estuviera en casa de Potts hasta hace poco. He recorrido el piso dos o tres veces, tratando de olfatear el origen, pero no logro discernir de dónde viene el olor. Cuando ya llevo un par de minutos dentro de la casa dejo de olerlo, y ahí está el problema, como con los bueyes en Francia, que el pestazo casi nos tumbaba de espaldas al entrar, después del trabajo, pero que se había desvanecido por completo cuando nos íbamos a la cama, o el bramido de los compresores del techo de la fábrica de helados, que no oigo si no aguzo el oído. Tengo que aguzar el oído, y entonces lo oigo. Nuestros sentidos son así, más o menos. Estoy segura de que el noventa por ciento del tiempo no percibo las cosas que me rodean. Ni siquiera noto que ya no las noto, a no ser que haga una pausa y piense de veras en ello, como estoy haciendo ahora. «Edna dejó poco a poco de percibir que una película de insignificancia y aburrimiento había cubierto las cosas del mundo» es como podría describirlo. Me gustaría afirmar que este embotamiento, esta incapacidad para darme cuenta, son mero producto de la familiaridad y la costumbre, pero me temo que en realidad se deban a que estoy cansada de mirar.

«Lleva muchísimo tiempo mirando el mundo, y se ha cansado.» Lo cual puede ser la razón de que las notas que pego en las ventanas rara vez produzcan el efecto deseado. Las pego ahí para tenerlas donde no puedo ignorarlas de ninguna manera solo con que abra los ojos: no tengo más que volver la cabeza en dirección a las ventanas y las tengo enfrente, ahí mismo. Pasados unos días, dejo de verlas —soy incapaz de verlas, que es a lo que voy—. Ahora que estoy mirando activamente, veo un post-it en la ventana de mi izquierda, encima de «Limpiar el cuarto de baño». Este va en rotulador rojo y reza: «Devolver libros biblioteca». No tengo la menor idea de cuánto tiempo lleva ahí esa nota. No sé a qué libros se refiere. La nota, de hecho, es rigurosamente opaca, porque llevo años sin poner el pie en ninguna biblioteca. Tras apagar las luces del cuarto de estar, me acerqué a una de las ventanas y me quedé ahí parada, como hago casi todas las noches. Era tarde y la calle estaba desierta. Por la acera de enfrente, iluminada por las luces de la fábrica, una mujer caminaba en dirección al Empalme, en bata y zapatillas, rodeando con los brazos una bolsa de plástico tan llena que tenía que andar con la cabeza ladeada para ver por dónde iba. Así, desde arriba, parecía una hormiga con una enorme migaja a cuestas. Pasó un coche de la policía, reduciendo la velocidad al llegar a la altura de la mujer, que no se volvió a mirar —reduciendo la velocidad amenazadoramente, tuvo que parecerle a ella—, y luego siguió su marcha. Casi había alcanzado la esquina cuando llegó el autobús. Levantó el brazo, pero no estaba en una parada reglamentaria, y el autobús pasó de largo. Yo, desde mi ventana, veía el interior iluminado, el hombro de la chaqueta azul del conductor, el brazo y parte del volante, una fila de asientos de plástico vacíos.

A veces un espacio en blanco dura días. Me siento a la máquina, pero no toco las teclas. Me siento a la mesa sobre la cual está la máquina de escribir, pero no a la máquina precisamente, solo me quedo mirando las ventanas, aunque sin verlas, de hecho. Ni darle a la tecla, ni ver nada, ni pensar realmente, o no acordándome de lo que pienso, si acaso pienso algo. Le escribí una postal a Grossman, a lápiz, diciéndole que he cambiado de opinión, que con mucho gusto escribiré un breve prefacio. La tarjeta estuvo un par de días en la mesa y al final la tiré. He estado yendo al parque todos los días, menos el día en que llovió. Fui ayer por la tarde con una bolsa de migas de pan: las palomas del parque acaban comiéndote en la mano, si tienes paciencia. Todos los bancos estaban ocupados, y no me gusta compartir banco con extraños, así que dejé las migas en montón, junto a una papelera, y emprendí el regreso. Estaba acercándome a mi edificio, que está en la otra punta de la calle, cuando me fijé en un hombre plantado en mitad de la acera, con las manos en los bolsillos, mirando mis ventanas. Llevaba una chaqueta oscura y corta, puede que fuese una cazadora de cuero, y una gorra roja de béisbol, echada hacia atrás. Por regla general no presto atención a la gente con quien me tropiezo en la acera, porque voy con la vista puesta en el suelo que voy a pisar, más o menos enfocada. Si veo pies en la acera delante de mí, viro en una u otra dirección. Así que fue pura casualidad que levantase la vista y me fijara en aquel hombre. Me paré y miré con más decisión, en parte porque estaba espiando mi edificio, pero también, creo, porque se parecía a Brodt. No estoy segura de que fuese Brodt, podría haber sido cualquier otro cuyo perfil se le pareciera en la distancia: muchísimos hombres con sobrepeso y de cierta edad, vistos a distancia, tienen un perfil así. Pero en la confusión del momento no paré mientes en ese detalle y llegué a la conclusión de que era Brodt. No llegué a la conclusión en el sentido de pensármelo y sopesar la evidencia. «Levanté la cabeza y ahí enfrente, en la acera, estaba Brodt» lo describe con exactitud. Me sorprendí bastante, claro, y me vinieron a la mente las varias cosas que me llevé del trabajo —la grapadora, la chaqueta y otros objetos ya mencionados, creo, como tijeras, clips y etcétera— así que bajé de la acera y me situé detrás de una furgoneta allí aparcada. Si acaso miraba en mi dirección, no quería estar demasiado a la vista, ahí quieta y mirándolo. Lo veía a través de las ventanillas de la furgoneta, sin embargo, y no parecía que fuera a volverse, estando como estaba, ahí plantado, con los ojos clavados en mis ventanas. Era la hora punta de la tarde, y él se había situado en mitad de la acera, en pleno bullicio. Algunos transeúntes lo evitaban al pasar, creando un pequeño vacío a su alrededor, mientras otros, viéndolo mirar mi edificio, aflojaban el paso y miraban también hacia arriba, contribuyendo a que el vacío de alrededor se hiciera más grande, aunque ninguno de ellos llegaba a detenerse. Pasados unos minutos, dio la impresión de encogerse de hombros. Cruzó la calle, se metió en un sedán marrón que había aparcado casi enfrente de mi edificio y se alejó. Digo que dio la impresión de encogerse de hombros porque no estaba lo suficientemente cerca para percibir algo tan leve como un encogimiento de hombros. He dicho encogimiento de hombros para poner un toque de desánimo en sus acciones, aunque el desánimo también sea una suposición mía: pensé que seguramente habría llamado por el telefonillo y, al comprobar que no le contestaba nadie, se habría pasado a la acera de enfrente para observar las ventanas y ver si había alguien en casa; y al final, en vista de que no sacaba nada en claro ni por uno ni por otro procedimiento, y presa del desánimo, existía la posibilidad de que se hubiera encogido de hombros. Desde luego que no habría averiguado nada solo con mirar mis ventanas, a no ser que hubiera dado la casualidad de que yo estuviera junto a alguna de ellas en el momento en que él miraba, lo cual bien habría podido ocurrir, si hubiera estado en casa, porque habría mirado por la ventana para averiguar quién estaba ahí pulsando la chicharra. Por otra parte, también es posible, como ya he apuntado, que la persona de la acera de enfrente no fuera Brodt, en absoluto, sino alguien con un perfil más o menos parecido, y además, incluso si esa persona, quienquiera que fuese, hubiera pulsado la chicharra de mi portal, es más probable que hubiera llamado a casa de Potts, cuya ventana, en tal caso, habría sido la que estuviera mirando. O quizá no hubiera pulsado ningún botón. Podría haber sido alguien contratado por el casero para reparar el edificio, y en ese caso lo suyo no habría sido mirar, realmente, sino estudiar, hacer un cálculo de materiales, y etcétera, y en ese caso es poco probable que se haya encogido de hombros. Permanecí acostada sin dormirme durante un buen rato, anoche, haciendo una lista mental de los objetos que me he llevado del trabajo y preguntándome cuáles habrían motivado a Brodt, si era él, de lo cual estaba totalmente convencida en el delirio de la duermevela. La lista no era larguísima, y no estoy totalmente segura de haberme llevado todo lo que incluí en ella. Puede que algunos solo se me pasara por la cabeza llevármelos, llegando incluso a cogerlos, o a ponerlos aparte en algún estante, pensando que podría. Tendré que revisar mis armarios y cajones para asegurarme, por más que el hecho de que no me aparezca un determinado objeto tampoco probaría nada: a veces, tras haber salido del trabajo con un objeto en el bolso, me daba cuenta de que no iba a servirme para nada y lo tiraba en el camino a casa o lo dejaba en el asiento del autobús. Recuerdo perfectamente haber hecho eso en varias ocasiones. Pero ateniéndonos a los objetos que sin duda alguna me llevé —cosas sin importancia, vaya usted a saber qué, clips y bolígrafos, como ya he dicho, y una ranita de porcelana, un cepillo para el pelo, y algunas cosas más—, lo que no comprendo es por qué ahora, pasado tanto tiempo, iban a mandarme un espía. A no ser, claro, que hayan decidido hacer un escarmiento en mi persona, aunque ¿para qué diablos iban a hacer eso? Es posible, supongo, que Brodt haya sabido en todo momento que me estaba llevando cosas —a fin de cuentas, tenía cámaras vigilándome en todas partes, menos en el servicio de señoras, y de ahí no recuerdo haberme llevado nada, salvo un rollo de papel higiénico de vez en cuando—. A ese respecto, habría dado igual que el edificio entero fuese de cristal, no solo el exterior, como de hecho era —cristal azul en el que cuando hacía bueno se veían navegar las nubes—, sino también el interior. Brodt podía verme incluso en los ascensores, por más que me acurrucara en un rincón, gracias a la forma convexa de sus lentes. Siempre cogía el ascensor cuando llevaba el carrito del correo, porque no me era posible subir las escaleras tirando de él, pero a Brodt le daba lo mismo, estoy segura: tenía ojos en todas partes, en los pasillos, en los despachos, en la escalera. Yo trataba de no mirar a las cámaras, pero a veces no podía evitarlo y se me escapaba un vistazo, aun sabiendo que él lo notaría. Esas tienen que haber sido las únicas veces en que nuestras miradas se encontraron de veras —en que su mirada encontrara la mía, mejor dicho, no la mía su mirada, a no ser que consideremos que el objetivo de la cámara era su ojo, una idea que no logro evitar.

Rebuscando en ambos armarios y en todos los cajones del dormitorio y la cocina, he encontrado la grapadora, dos pares de pendientes, unas gafas de sol, la ranita de porcelana, un brazalete de topacio, una pañoleta de lana, un par de guantes de cuero y una navajita de plata. En el último cajón del tocador descubrí un rimero de papel de escribir a máquina que me llevé del trabajo hace ya mucho tiempo, cuando aún concebía la idea de ponerme otra vez a darle a la tecla, y que luego se me olvidó, pero no lo añadí al montón. La chaqueta estaba colgada en el armario del dormitorio, y la puse con lo demás. Embutí todo en una bolsa de la basura, que luego cerré y enseguida bajé a la calle con ella a cuestas y recorrí dos manzanas en dirección sur y una en dirección este, hasta donde Construcciones DeLugia, Inc., según dice el cartel, está trabajando en un edificio que hace muchos años albergaba una panadería donde yo compraba todos los días mi panecillo para el desayuno, al pasar por delante hacia la parada de autobús, cuando trabajaba en la tienda de comestibles. Pero en aquel momento eran más de las doce de la noche, y no había nadie en la calle. Han colocado un contenedor de basura muy grande contra la acera de delante del edificio, ocupando un sitio donde podrían aparcar los coches, y el propio edificio está separado de la acera por una valla alta de madera laminada con carteles avisadores de color amarillo. La acera se estrecha hasta convertirse en un pasadizo oscuro en el trecho entre la valla y el contenedor, y en mitad de este recorrido me puse de puntillas y dejé caer la bolsa dentro. El contenedor debía de estar vacío, porque la bolsa produjo un ruido metálico, agudo, al chocar contra el fondo. Una fracción de segundo después, como en respuesta, una súbita refulgencia blanca como la luz de un flash alumbró el horizonte al este del Empalme. El vertedero, las señales urbanas, los edificios de la acera de enfrente, adquirieron de pronto una luminosidad fantástica, para de inmediato recuperar su oscuridad, tras lo cual vino un momento después la sacudida de una violenta explosión. Noté algo como un golpe de viento contra el cuerpo, pero no hubo viento alguno. Temblaron las ventanas del edificio que tenía a la espalda. Levanté los ojos y vi que una ancha lámina de plástico de color claro que colgaba de los andamios superiores del edificio se había curvado hacia dentro. Vi cómo recuperaba la posición, con un leve chasquido. En el camino de vuelta a casa observé unas cuantas ventanas encendidas, pero casi todos los edificios siguieron oscuros, y yo tampoco encendí las luces al llegar a casa: fui derecha a la ventana y miré por encima del techo de la fábrica de helados en dirección al resplandor. Quitado el brillo habitual de las lámparas de sodio del Empalme, ahí no se veía nada. Pero luego oí el ululato de las primeras sirenas, desde diferentes direcciones, mezclado con los bocinazos impacientes de los coches de bomberos. Atisbé una ambulancia y luego un coche de policía y otra ambulancia, me llegó el aullido histérico de las sirenas, pasando extremadamente deprisa por un cruce de tres manzanas más abajo, pero nada en mi calle, y ahora ha parado todo. Hubo dos hombres que dieron unos gritos en la calle, pero también han parado. Escucho, y lo único que oigo es la máquina de escribir, el ruido de alguien que teclea «el ruido de alguien que teclea».

Nada ayer. He dormido hasta mediodía. He vuelto a despertarme tarde esta mañana y estaba calentando agua para el café cuando me di cuenta de que había olvidado comprar leche al volver del parque, por culpa del hombre aquel de la acera, pensé. La rata se movía. Tenía el comedero vacío. Metí unas cuantas bolitas a través de la rejilla y le rellené la botella de agua, que también estaba vacía, y el bicho se acercó a toda prisa y se puso a beber frenéticamente, agarrando el tubo metálico con las patas delanteras. Me acerqué a la cafetería a desayunar. Al pasar por la fábrica de helados, a lo largo de la valla metálica que cierra el aparcamiento, vi al otro lado un grupo de obreros, con los monos de nieve abiertos, fumando, y me llegó el humo de sus cigarrillos. Me senté en un cubículo junto al escaparate. Tomé café, un huevo frito y una tostada. La cafetería estaba casi vacía, de manera que me quedé un rato, viendo a la gente pasar por delante del escaparate. Pensé en la rata mirando a través del cristal de su tanque, en los peces mirando a través del cristal de su acuario. Pensé en los ojos, en el humor vítreo, en el cerebro que ve a su través. Me tomé cuatro tazas de café. La camarera me dijo que a su marido le habían tocado doscientos dólares en la lotería. No me cobró las veces que me volvía a llenar la taza. Allí seguía cuando un hombre de la barra salió a comprar el periódico. Volvió leyendo mientras andaba, y luego desplegó el periódico en la barra. La camarera le echó la bronca por ponerlo encima del plato. Sacó el plato y levantó el periódico con una mano mientras con la otra pasaba el trapo por debajo. Dejó caer la parte del periódico que había levantado y se quedó mirándolo, junto con otro hombre, con las palmas apoyadas en la barra —la camarera, que estaba en la parte de dentro, tenía que torcer el cuello para ver bien el periódico—, y hablaron de una explosión. Una explosión fortuita de gas, dos manzanas más allá del Empalme, había volado una casa entera, la había dejado «hecha una mierda», se maravilló la camarera, dirigiendo su exclamación al periódico. Uno de los hombres, un tipo de buen tamaño, cuya camisa blanca le marcaba rollos de grasa en las caderas, se instaló en un taburete. De pie junto a la caja, mientras pagaba, miré la foto por encima del bulto de su hombro: un hoyo rectangular rodeado de escombros, una ancha dispersión de paredes destrozadas, un montón irregular de ladrillo cementado (daba la impresión de ser casi todo una chimenea) en el techo de un coche pequeño, aplastándolo por completo. Unos bomberos, con largos capotes negros, se arracimaban alrededor, mientras otros y otras personas sin traje ignífugo trepaban por los escombros. Una vez en la acera utilicé las monedas que me habían devuelto del desayuno y saqué un ejemplar del dispensador de periódicos; ahora lo tengo delante, con la foto hacia arriba, en la mesa. «La explosión —dice— causó grandes daños en las fincas contiguas, la onda expansiva arrancó las ventanas del bloque.» Quieren decir, claro, que arrancó las ventanas hacia dentro, porque el cristal se hundiría hacia dentro cuando explosionaran las ventanas —implosionaran, en realidad—, porque la onda expansiva procedía del exterior, evidentemente. Una mujer que vivía enfrente decía que la explosión la había hecho caer de la cama, pero no me pareció verosímil. Pensó que era el fin del mundo. Su marido se precipitó a la ventana (hecha añicos), mientras los escombros seguían cayendo «como granizo» sobre el techo, y el hombre pensó que se había estrellado un aeroplano. Solo una persona vivía en la casa, según los vecinos, un tal Henry Pool, cuyo paradero «se desconoce por el momento». Tengo la imagen mental clarísima de una etiqueta color manila colgando de una máquina IBM Selectric de color verde, la que no me consideraba capaz de subir a casa escaleras arriba, y veo el nombre en ella escrito: la H inicial inclinada como el poste de una portería rota, las oes unidas como un par de gafas. En un libro por capítulos, este se llamaría «Una estremecedora coincidencia».

Con el palo de una escoba he logrado sacar la guía telefónica de debajo del sofá. La guardo ahí porque tiende a desparramarse y caer de la biblioteca. Le sacudí el polvo a manotazos. Me senté en el sillón, con el tomo en el regazo, y me miré la lista de los Poole. Son más de los que habría pensado, teniendo en cuenta que nunca he conocido a ninguno en persona y no me parece a mí que sea un apellido muy corriente. La letra de las guías telefónicas es pequeñísima, y mis gafas de hacer crucigramas estaban en la cocina, de modo que recurrí a un lápiz para ir marcando los nombres y no saltarme ninguno. Tres o cuatro llevaba marcados cuando noté que el lápiz temblaba. Era un movimiento espasmódico, de hecho, una diminuta convulsión de la punta que resultaba muy evidente en la parte de la goma de borrar, debido al efecto multiplicador del astil del lápiz —era un lápiz nuevo, casi entero—, una perturbación predecible, supongo, teniendo en cuenta los cafés que me había tomado. Para aquietar los temblores agarré más fuerte el lápiz y lo hice saltar como un diminuto bastón de pogo10. Irritada, lo agarré con el puño, como un niño una cuchara, y seguí marcando nombres, y al séptimo u octavo hice un desgarrón en la página, llevándome por delante el nombre de pila de uno de los Poole. En ese momento estaba ya molestísima, como decía Mamá. «Estoy molestísima», decía, arrancando páginas de una revista, violentamente. Arrancar cosas —revistas, ropa, el periódico de Papá cuando consideraba que no la escuchaba, plantas que luego hacía pedacitos— era una de las maneras que Mamá tenía de expresarse, de expresar su frustración, como dirían hoy, aunque me cuesta trabajo imaginarla frustrada, porque no había nada que se interpusiera en su camino. De tal madre, tal hija, supongo. Arranqué la página de la guía telefónica con intención de llevármela a la ventana, donde vería mejor. Nigel estaba fuera de su tubo y se había puesto de pie, con las patas delanteras apoyadas en el cristal, la cabeza ladeada, mirándome. «¿Qué? —le grité—. ¿Qué?» Y antes de darme cuenta, a pesar de mi decisión de no volver a incurrir en ello, había hecho una bola con la página y se la había arrojado. Aterrizó suavemente en la tapa de rejilla. Esta vez no grité de verdad. Estoy casi segura de que no grité. Fue más bien que al mirarlo sentí que mis pensamientos gritaban. Sentí, quiero decir, que estaban a punto de estallar. No tengo ni idea de cómo sería un estallido de pensamiento. Un aullido, quizá. «La pequeña Edna llenó la casa de pensamientos estallando.» Y de hecho era así exactamente como me sentía, ahora que lo he mencionado. Estaba ahí sentada, tiesa, o todo lo tieso que se puede uno sentar en un sillón así —es, como creo haber mencionado, el típico sillón con demasiado relleno, en el que se hunde uno—, mirando el tanque. Creo que se me estaban saliendo los ojos de las órbitas, como le pasa a Nigel a veces, pero no me castañeteaban los dientes. Los tenía apretados al máximo, imagino. Nigel se había refugiado en su tubo. Yo me levanté y fui al sofá y lo tiré todo al suelo, haciendo un ruido tremendo y rompiendo el cristal de otro de los marcos, y me eché. Un rato después se me pasó, lo que fuera —lo de estar molestísima—. Miré hacia arriba y vi telarañas en el techo. Raro que no me hubiese fijado antes en ellas, con esos hilos espesos de polvo moviéndose ligeramente. Me incorporé en el sofá. Nigel estaba otra vez haciendo girar su rueda. Recuperé la página de la guía telefónica que había hecho una bola. Recogí las gafas de la mesa de la cocina. Desarrugué la página y la alisé contra la superficie de la mesa. No hay más que un Henry Poole, una calle más allá del Empalme. Yo ya lo consideraba el Henry Poole.

Me resulta raro que esto me parezca interesante. Percibo una relación de tipo personal, supongo que esa es la razón: vi su máquina de escribir y luego, semanas más adelante, oí su explosión. Y por supuesto no solo vi su máquina de escribir: la estuve contemplando desde varios ángulos, lo recuerdo bien. Contemplándola mentalmente, mejor dicho: físicamente solo la vi de frente. Poole es (o era, quizá) un camarada de mecanografía. Henry Poole y su máquina de escribir se han inmiscuido en mis pensamientos (invadiéndolos, de hecho) como algo extrañamente insólito. La coincidencia me parece profunda, profundamente significativa, pero ni aunque me fuera la vida en ello sabría explicar lo que significa. No puedo, claro está, excluir por completo la posible existencia de otros Henry Poole que no vengan en la guía de teléfonos, aunque supongo que no es muy probable que haya muchos: alguien que no esté en la guía, quizá porque se haya empobrecido y no pueda pagarse el teléfono, o porque tenga teléfono pero a nombre de su mujer, o porque padezca alguna discapacidad y sean su mujer o su madre quienes lo cuidan, trayéndole la comida y pagándole el teléfono, mientras él permanece en la cama dándole a la tecla. La IBM Selectric es mucha máquina para utilizarla en la cama, aunque podría uno recurrir, supongo, a una bandeja de cama muy grande, con pies, siempre que el peso no hiciera que los pies se clavasen demasiado en el colchón. Haría falta un colchón muy firme para algo así. Esto no ayuda.

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