Cristal

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Cristal

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La cafetería de Potopotawoc cerraba a finales de septiembre y permanecía cerrada todo el invierno, de modo que tenía que prepararme yo misma la comida en la cabaña. No era una cabaña en el sentido de algo agradable y rústico; era un auténtico chamizo: tenía que poner latas y cubos en el suelo, por las goteras, y a veces tropezaba con ellos en la oscuridad. En los días húmedos del verano, venían del bosque unos caracoles muy grandes que se me subían por las paredes interiores, dejando un rastro de baba que resplandecía de un modo inquietante a la luz de la lámpara. A veces oía crujidos en el porche, por la noche, y por la mañana me encontraba montoncitos de cáscaras trituradas: eran los mapaches, que se comían lo de dentro. Los pocos permanentes que se quedaban en invierno daban por sentado que yo tenía algo que ver con el personal, y supongo que el personal me tomaba por una huésped especial. Nadie me preguntó nunca lo que estaba haciendo allí. A veces me acercaba andando hasta el Toldo para jugar a las damas. Casi siempre encontraba a alguien con quien jugar. Si nevaba no salía, pero en los días de sol a veces hacía a pie todo el camino hasta el pueblo. Había una estación de servicio en las afueras que también era tienda de comestibles y parada de Greyhound, y allí iba en busca de cosas de comer en invierno y de helados en verano. El autobús de la Greyhound pasaba todas las tardes casi rozándome por el camino del pueblo, levantando un vendaval de polvo y gravilla, y a veces se me pasó por la cabeza subirme a uno y largarme —nadie me lo habría impedido si lo hubiera hecho, estoy convencida—. Me puse orejeras el primer invierno, por el frío, y luego en verano, para cancelar el estrépito de la cafetería. También me las ponía cuando el personal organizaba juegos en la pradera, con un balón, como ya he mencionado, o con frisbees, para cortar el paso a los gritos, las ovaciones y las peleas —inevitables: el personal tenía que estar siempre pendiente de las peleas verbales y las peleas a puñetazos—. A veces, cuando iba andando al pueblo, tenía miedo de que me atacaran, como ya había ocurrido antes, decían, por la presencia de homosexuales en Potopotawoc. Nadie parecía saber seguro si habían linchado a alguien o la cosa había quedado en amenaza. Yo no soy homosexual, pero no estoy segura de que ellos lo supieran. Nunca ocurrió nada, y al cabo de un tiempo dejé de sentirme amenazada cuando iba al pueblo. La rata está otra vez dando golpecitos. Cuando no está dando golpecitos está haciendo girar la rueda. A la hora de la siesta. Habría sido de esperar que le bastara con hacerlo por las noches. Aunque también puede ser que esté dedicándose a dormir por la noche y pasar los días en vela, solo para fastidiarme. No voy a aguantarlo mucho más.

Me compré el periódico en la tienda de comestibles y me fui con él al parque. Un señor mayor me siguió hasta el parque y se sentó en un banco de enfrente del mío. Sacó semillas de una caja de latón que tenía en el regazo y las roció a su lado, en el asiento, y también en el suelo, a sus pies. Llevaba unas botas marrones de trabajo, con manchas azules y amarillas de pintura, y sin calcetines. Tenía los tobillos delgados y varicosos. El rótulo de la caja estaba en francés; decía Crêpes à dentelles. Me pregunté si no sería un artista de alguna clase, por las manchas de pintura y el rótulo en francés, supongo, y por su desprecio de los calcetines, pero lo más probable era que estuviese pintando su cuarto, y nada más.

Tuve varios amigos pintores en Nueva York, y todos llevaban zapatillas de tenis blancas, sin calcetines. En verano, claro está, porque en invierno vestían como todo el mundo. Habían encontrado a Henry Poole tirado en el suelo del sótano, boca abajo, a un par de pasos de una válvula de gas abierta. Murió asfixiado, estaba ya muerto cuando la casa explotó. Muerto por su propia mano, están diciendo, aunque no han encontrado ninguna nota. «La explosión se llevó por delante casi todo, incluida cualquier cosa que el señor Poole hubiera confiado al papel», decían. Me gusta esa frase: confiado al papel. Henry Poole, cincuenta y dos años, nacido en Tulsa, Oklahoma, de oficio reparador de televisores. Residente en el Northside desde hacía tiempo, era, según el periódico: «Una figura familiar en el vecindario, aunque casi un extraño para quienes vivían en la puerta contigua a la suya.» Decían que lo habían visto pasear a un pequeño perro marrón a todas las horas de la noche. Un vecino lo describe como «reservado y un poco raro». El perro apareció ileso a tres manzanas de allí, de un modo que la Sociedad Humanitaria11 consideraba un verdadero milagro. Levanté la vista del artículo para observar la llegada de las palomas, que se juntaban en remolinos alrededor de las botas manchadas de pintura del hombre del banco de enfrente, que les arrojaba las semillas a puñados. Poole llevaba meses sin tocar la correspondencia amontonada en su porche delantero; lo habían visto apartar las cartas a patadas al entrar o salir de casa. Algo que, según el periódico, era «un signo revelador». ¿Qué otra clase de signos hay? Una noche, un ventarrón depositó gran parte de las cartas en el jardín contiguo, y Poole se acercó por la mañana, lo recogió todo en una brazada, y lo volvió a tirar en su porche. Desde allí las cartas siguieron revoloteando por el vecindario en los días siguientes, hasta que por fin un vecino fue al porche y lo metió todo en bolsas de plástico. Trocitos de escombros, copos de algo que al tacto parecía relleno de tapicería, junto con trozos de papel y de aislamiento de fibra de vidrio, «como nieve rosa», dijo alguien, estuvieron cayendo sobre el vecindario durante varias horas posteriores a la explosión. Plegué el periódico y me levanté para marcharme. El hombre me miró, sonriente. Iba yo a abrir la boca para decir algo relativo a las aves, cuando todas ellas levantaron el vuelo al mismo tiempo y el hombre desapareció en un ventisquero de aleteos. Había estado a punto de decirle: «Siempre me olvido de traer migas de pan cuando vengo aquí», pero lo que dije fue «Buenas tardes». Si esto llega alguna vez a ser un libro, me gustaría eliminar las cosas raras. Ídem en lo concerniente a observaciones triviales e insustanciales. Si Poole hubiera dejado una nota, la habría escrito con la IBM Selectric que vi en la tienda. Más hojas al suelo. La foto de Clarence y los leones que había pegado a la ventana también se ha desprendido. La vi caer planeando y seguí dándole a la tecla, impertérrita.

Me senté en el sillón después de cenar y miré la muerte de la luz. Luego, más tarde, me volví a sentar, a oscuras, escuchando cómo menguaban los ruidos callejeros. Pensaba en cuánto he olvidado, qué poco, del enorme basural que llamamos pasado, había logrado traerme conmigo, qué pocas de las personas que conocí sigo recordando, cuántas han pasado sin dejar huella. Claro está que en realidad no puedo pensar en las cosas y personas que no han dejado huella. No puedo decir que esté pensando en ellos, porque en realidad solo estoy pensando en las palabras «personas y cosas que he olvidado». Las palabras están ahí, como guardándoles el sitio a las cosas y las personas que se han evaporado, como asientos reservados para quienes jamás volverán a ocuparlos. A veces, alguna cosa o alguna persona siguen teniendo nombre, pero es todo, como alguien de cuyo retrato se ha borrado todo menos el sombrero. Queda el sombrero, en lo alto del borrón: el sombrero es como el nombre de una persona que el tiempo ha borrado; o es un sombrero que va flotando río abajo, cuando la persona a quien pertenecía se ha ahogado, y entiéndase por río el devenir del tiempo, evidentemente, y por sombrero nuestras palabras, trocitos de basura flotante, anclados a nada. No puedo pensar en muchas cosas de Clarence, no, seguramente, en casi ninguna faceta de Clarence. Por mucho que utilice el nombre «Clarence» o recurra a frases como «Clarence estaba abotonándose la camisa vaquera» o «Clarence apoyaba un pie en el león», él no se acerca; las palabras no lo traen más cerca; lo único que hacen es traspalarlo más lejos, enterrándolo bajo una pila de sillas vacías. Y luego pensé en lo fácil que resulta decir cosas que no son verdad. Por ejemplo, pensándolo otra vez, me doy cuenta de que no era totalmente cierto lo que conté del jardinero, aunque yo lo creyera cierto mientras lo ponía a máquina. El jardinero no se echó el topo al bolsillo, como antes sostuve; se lo metió en la parte delantera de los pantalones. Lleva unos tirantes azules, muy anchos, y lo que hizo fue ahuecar los pantalones por la cintura y dejar caer el topo en el interior. Estirar así los pantalones dio lugar a una apertura igual que un bolsillo, y por eso fue seguramente por lo que antes dije bolsillo. Antes dije bolsillo porque así era como lo recordaba antes, lo cual no ayuda en nada, que antes lo recordara mal no ayuda en nada, y ahora lo recuerdo de otro modo. No se puede recordar una cosa de un modo y luego recordarla de otro modo, distinto del primero. Es evidente que en una de las dos ocasiones no estabas recordando, quizá en ninguna de las dos. Clarence me preguntaba, refiriéndose a algún pasaje de algo que estuviera escribiendo: «¿Es creíble?» Quería que las cosas que imaginaba parecieran tan reales y sólidas como el suelo que pisaba, decía. Real, para él, significaba como pensamos que son. Todo lo no extraño es invisible. En Aviñón, los chicos alemanes y yo no olíamos a los bueyes. Aquí sentada, ahora, no huelo a Nigel, aunque estoy segura de que el olor me tumbaría de espaldas si ahora entrase de primeras en esta habitación. Mi cómodo sillón marrón de ahí está más lejos que la luna, más lejos incluso que el propio Aviñón. No es que no siempre lo perciba: nunca puedo hacer más que percibirlo: de hecho, puedo no verlo. Incluso cuando hago el esfuerzo lo único que consigo es quedarme mirándolo tontamente. ¿Cómo habría que hacer para devolverle la visibilidad? Lo mismo ocurre con los nombres, supongo. La palabra sillón es tan muda y está tan muerta como el propio sillón. A saber cuál de los dos moriría primero. Imagino que habrán muerto juntos, abrazados, sofocados por la indiferencia y la costumbre, envueltos en película de plástico. Si le hubiera enseñado a Clarence algo de lo que he tecleado estos días y le hubiese preguntado: «¿Es visible?», ¿qué habría pensado él? Si ahora me volviese y viera mi sillón, de pronto, sería algo tan sorprendente y extraño como un rinoceronte al ataque, o como lo que fuese que atacara a Clarence aquella vez, un hipopótamo, quizá. «A Edna la dejó sin habla un sillón al ataque» es como podría decirse. Entiéndase: mentalmente sin habla.

Tenía muchos ratones en Potopotawoc, y un día, de camino al pueblo, me encontré con un gato muerto de hambre y me lo llevé a casa. No era más que huesos y pellejo y se comió todos los ratones, entre otras cosas —sobras que me traía de la cafetería—, y se puso gordísimo. En otras cabañas también tenían ratones, y les ponían veneno, y mi gato, habiéndose comido todos mis ratones, empezó a visitar las demás cabañas para comerse sus ratones, algunos de los cuales se habían infectado con el veneno. Un día volvió a casa enfermo, vomitó bilis, se metió en el armario, arrastrándose, y se murió. Acudió el director. Estuvo de acuerdo en que el gato había muerto por comer veneno para ratones; el karma, dijo. Yo le contesté que no era esa mi idea del karma, que sería el karma si él, el director, hubiera muerto por comer ratones, porque había sido él, y no el gato, quien había puesto el veneno. Enterramos al gato delante de mi cabaña. Varios residentes escribieron poemas al respecto y los leyeron en el entierro. Cantaron «era una muchacha excelente» (era una gata naranja y amarilla), y el director pronunció unas palabras leyéndolas de un texto que traía escrito a máquina en que se elogiaba al animal por haber muerto en cumplimiento de su deber. El director también se llamaba Brodt. No le di mucho a la tecla en Potopotawoc, y tampoco leí gran cosa, salvo revistas, como seguramente ya he mencionado antes. Siempre había revistas recientes en el Toldo. Y también tuve otros animales, mapaches y mofetas que se acercaban hasta la puerta misma e incluso se metían a veces en la cabaña si dejaba abierto, y los oía arañar durante la noche. Decían que había lobos, pero nunca me lo creí. No les tengo miedo a los animales, si son animales, aunque en una ocasión fue un hombre que se había perdido al salir del Toldo. Una vez, alguien me invitó a participar en sus juegos de pelota, y al ver que me negaba me tendió la pelota, de todas maneras, me la encajó en la mano, pero cuando empezó el partido no supe qué hacer con la pelota y me quedé ahí quieta hasta que vino alguien y me tiró al barro de un empujón. Estando en México, en la época en que aún nos considerábamos peripatéticos —hacíamos el equipaje y nos mudábamos en un abrir y cerrar de ojos, lo cual les parecía divertido a muchas personas, e incluso nos llamaban «los gitanos»—, lo normal era mirar por la ventana y ver un par de ratas. Nuestra casa estaba en una calle muy estrecha, casi un callejón, que de noche se hacía muy oscura, con solo una lámpara con protección metálica cada manzana, o incluso cada dos manzanas. La luz de nuestra manzana colgaba de un cable extendido entre nuestra casa y la de enfrente, y se balanceaba en cuanto había un poco de viento, dando lugar a unas sombras gigantescas subiendo y bajando por las fachadas de nuestras casas. No dormíamos nada bien en México, por el calor y por las radios de las otras viviendas, y a veces uno de los dos —o ambos— se levantaba e iba a sentarse junto a la ventana, donde se estaba un poco más fresco los días en que circulaba el aire. Nuestro dormitorio estaba en la segunda planta y desde la ventana veíamos ratas arrastrándose por la acera rota, bajo la luz de la lámpara; no se podía estar mucho tiempo ahí sentado sin verlas. Curiosamente, rara era la vez en que veíamos alguna durante el día, y eso que tenía que haberlas por todas partes, escondidas. A Clarence le encantaba decir que las ratas iban a heredar el mundo algún día: le encantaba soltar ese tipo de generalizaciones terroríficas. Guardaba un montón de estadísticas en la cabeza, casi todas inquietantes, y podía pasarse mucho tiempo dándoles vueltas, cuando se ponía a ello. Sabía, por ejemplo, cuántas toneladas de arroz se comían las ratas todos los años en Indonesia. Pronunció la cifra una noche, estando ambos sentados junto a la ventana, aunque, claro, ahora no me acuerdo de cuántas toneladas eran, pero tienen que haber sido muchísimas, porque, de otro modo, ¿para qué iba a contármelo? La fabulosa memoria que tenía para las estadísticas era uno de sus rasgos más fastidiosos, aunque también hubiera gente a quien le parecía impresionante —algún hombre, debería decir, porque supongo que no impresionaría a muchas mujeres—. Nunca logré comprender que alguien que pretende ser un artista también quiera memorizar un montón de datos estadísticos, aunque nunca se lo dije a Clarence con esas mismas palabras. Su faceta estadística hacía casi imposible que nadie le ganara en una discusión, porque cuando ya lo tenían acorralado salía con una u otra cifra, citada así, de memoria, que ponía de manifiesto cuán equivocado estaba el oponente. Nunca supe con certeza si no se iría inventando esas cifras según la ocasión. Era muy capaz de hacerlo, de apañar los datos para ganar, en función, supongo, de su lado más implacable. Renunciar a cualquier principio que entrara en conflicto con su propia ventaja, sin pestañear, era el modo en que por lo general manifestaba su implacabilidad, e inventarse cosas era lo de menos. No estoy progresando nada. Y las hojas que van cayéndose al suelo también son lo de menos. Estoy luchando por forzar un progreso; de hecho, hace unos días estaba progresando, y aquí estoy, otra vez atascada en las ratas de México. Me importan un comino las ratas de México.

Potts se ha caído de un caballo y se ha fracturado algo, la tibia, creo que dijo la persona que llamó, alguien emparentado con ella, a pesar del fuerte acento alemán que creí detectar en él, y una muñeca, y no regresará hasta finales del verano. Tanto mejor, quizá, aunque ello implique tener que ocuparme de la rata una temporada más. Últimamente apenas si he parado mientes en Nigel, salvo para ponerle de comer y para darle un golpe en el tanque cada vez que hace demasiado ruido con la rueda. Disfruto disponiendo del edificio entero para mí sola. Es la primera vez que sucede desde hace mucho tiempo. Con Potts abajo, en la actual coyuntura, me sentiría invadida y molesta, no por el ruido que hace, porque apenas hace ninguno, sino por los vapores de su muda presencia al filtrarse por el suelo, por su existencia silenciosa al metérseme en la vida. Si estuviera en la tienda de comestibles y me dirigiera a alguien en tales términos… me tomarían por loca. Si me ocurriera a mí, si me hallara en el lugar de esa otra persona, ¿también lo consideraría una señal de locura? Seguramente. Se hace raro pensar en Potts subida a un caballo.

Estaba resolviendo un crucigrama, hace unos minutos, cuando me fijé en las mordeduras del lápiz nuevo, cuatro muescas cuneiformes cerca ya de la goma de borrar. No me había fijado en ellas hasta que le di la vuelta al lápiz para borrar una anotación y para ello lo agarré por la parte de arriba (que ahora es la de abajo) y noté las marcas al tacto. No sé exactamente cuánto tiempo hace que tengo este lápiz. Han construido un nuevo colegio elemental a unas pocas bocacalles de aquí, en sustitución del que veo desde la ventana de la cocina, el vallado, y los niños que llegan corriendo a clase, con las mochilas de los libros rebotándoles en la espalda, pierden lápices con bastante frecuencia. Casi todas las semanas me encuentro dos o tres tirados en la acera, y a veces recojo uno, porque siento necesidad de un lápiz, si tengo intención de meterme con un crucigrama, o porque el lápiz tiene pinta de ser nuevo, como la tenía este, hasta que le di la vuelta. En el último supuesto (el de que tenga pinta de nuevo), el lápiz abandonado se me antoja irresistible, y casi siempre lo recojo, a no ser que vaya a toda prisa para guarecerme de un aguacero, y aun así hay veces en que luego vuelvo a buscarlo, aunque últimamente no estoy haciendo tal cosa, porque me cuesta mucho trabajo agacharme. De modo que las muescas de este lápiz son seguramente obra de los dientes de un niño, y la verdad es que son bastante pequeñas, más pequeñas que las que acabo de hacer yo ahora con mis dientes, a efectos comparativos. No suelo morder los lápices, o digamos que ya no suelo morder los lápices, pero cuando lo hago, como ahora mismo, cuando mordí el lápiz que iba a utilizar con el crucigrama, para ver, recuerdo inmediatamente el sabor de la pintura amarilla. De pequeña me encantaban los lápices nuevos, porque podía mordisquearles la pintura… arrancársela, más bien, no mordisquearla, utilizando los dientes de delante como cinceles, rascando con mucho cuidado, para no dañar la madera del lápiz, hasta que no quedaba ni un trocito de pintura, aparte de una línea amarilla muy delgada bajo la pieza de metal que alberga la goma de borrar y que no había que tocar con los dientes, por la desagradable sensación eléctrica que producía. Para arrancar ese último trocito solía recurrir a la punta de una tachuela o, más adelante, cuando ya estudiábamos geometría, al pincho del compás. He apartado el helecho de la pared y con una tijera le he podado las partes que se habían puesto amarillas. Ahora tiene un hueco grande en un lado, pero en conjunto está más verde. Más pequeño, pero más verde. Podría recortar el otro lado, para igualarlo, como hacía Papá con los setos, aunque sin pretensión de tallar animales. Despego de la ventana la nota sobre los libros de la biblioteca, pero no he podido arrancarla por completo y me han quedado restos de celo, aun habiéndolos raspado con un cuchillo de cocina. No tengo ninguna cuchilla de afeitar, que es lo que los limpiaventanas utilizaban. Imagino que el pegamento se endureció con el tiempo. No sé cuántos años tendrá. Hay algunas notas que se han puesto amarillas y resecas, sobre todo las que escribí en trozos arrancados de revistas. Las hay a rotulador, blanco o rojo, y a bolígrafo o lápiz. Las de lápiz serán seguramente las que se me ocurrieron mientras hacía algún crucigrama, porque para otras cosas nunca utilizo el lápiz. Una, en una ficha amarilla, dice Escribir a Lily. Han pasado muchísimos años desde que se me ocurrió escribirle a Lily. Para situarme de modo que pudiera alcanzar la ventana, para rasparla, tuve que pisar mis folios, y en dos ocasiones oí crujir algo. No fueron caracoles, desde luego, aunque eso fue lo primero que se me ocurrió. Algún trozo de cristal de los marcos rotos tiene que haberse metido debajo. A Clarence le encantaban los pistachos y siempre estaba tirando las cáscaras al suelo, para que las pisara el primero que pasase. Le sugerí que se las metiera en el bolsillo, si tanto trabajo le costaba tirarlas a la basura. Me contestó que no iba a andar por la ciudad con los bolsillos llenos de cáscaras. Ni que decir tiene que no era eso lo que yo le sugería: nada la impedía tirarlas al cubo de la basura antes de salir a la calle. Y apenas podía decirse que aquello fuera un pueblo, no había más que un sitio para comer, una gasolinera y varias casas, todas cerradas, en la franja de arena que separaba la ciénaga del océano. Consumía un montón de pistachos allí, mientras trabajaba, para no beber. Saco a relucir los pistachos ahora, a pesar de que más me valdría adelantar tarea, porque al pisar el cristalito noté una punzada. Y ahora hay huellas de pie en los folios, dando lugar a nuevas punzadas. Podría, supongo, reducir este texto hasta dejarlo en una lista de punzadas, solamente, con sus correspondientes causas desencadenantes. Resultaría demasiado corto para un libro, claro, pero cubriría buena parte de una introducción, en caso de que la señora aquella, la de Grossman, siguiera interesada. Puedo escribirle preguntándoselo, supongo. Si tallo un animal, tendrá que ser pequeño, sin demasiadas protuberancias. Durante una de nuestras mejores rachas, cuando Clarence y yo nos pasábamos el día escribiendo como posesos —no como posesos, de hecho: con mucha facilidad y rapidez—, estando en los Berkshires, en una especie de cabaña mejorada que nos habían dejado unos amigos, el suelo estaba totalmente cubierto de folios desechados. Una tarde volvió Clarence de hacer unas compras en la localidad, con mucha prisa, supongo, aunque no recuerdo por qué, y pasaba dando sus habituales zancadas por el cuarto de estar cuando resbaló en un folio, igual que sobre hielo, y cayó de espaldas y las cosas que acababa de comprar volaron en todas direcciones. Parecía sacado de una comedia de cine mudo, abierto de brazos y de piernas, y las cosas de la compra volando primero y desparramándose luego por todos los rincones. A él no le pareció divertido, claro. Le dio un ataque de rabia y se negó a contestarme cuando lo pregunté si estaba bien. Recogió todos mis folios —los había a decenas—, sin decir palabra, hizo un montón con ellos, sujetándolos con los brazos, y luego los tiró por la puerta de delante, donde el viento se los llevó por el césped, hasta los árboles. Yo, desde la ventana del dormitorio, los vi volar por el campo hasta el huerto del otro lado de la carretera. Aquella noche llovió, y a la mañana siguiente, cuando fui a ver, había papeles mojados por todas partes, hasta en las ramas de los árboles. Ahí seguían cuando nos marchamos, dos semanas después. Los que nos habían prestado la cabaña, amigos de Clarence aficionados al campo, pasaron allí el fin de semana siguiente, y no dijeron nada de los papeles, aun siendo imposible que no los hubieran visto. Podría tallar un castor.

No siempre me molestó que Clarence silbara mientras le daba a la tecla. No sé muy bien cuándo empezó a molestarme. Tengo una clara imagen mental de él dándole a la tecla en la cocina, en la calle Jane, de pie ante la encimera tecleando y silbando, y no tengo la sensación de que entonces me preocupara la cosa. Siempre permanecía de pie mientras le daba a la tecla en aquellos días, y luego, cuando nos pasamos de la calle Jane a Filadelfia, diseñó una peana especial para situar la máquina de escribir a la altura y con la inclinación perfectas, y se la fabricó él mismo en el estudio de un escultor conocido suyo, que vivía en un granero en Nueva Jersey. Estaba montada con tornillos, de modo que podíamos desmontarla y trasladarnos con ella cada vez que nos mudábamos. Fue el único mueble que conservamos de casa en casa, si no consideramos muebles algunas cosas como los trípodes, las armas y las máquinas de escribir —que para mí serían equipamiento—. Mucho más adelante, cuando ya se había convertido en el tipo más bien pesado y cabezota de sus años de madurez, escribía sentado. Será justo añadir, creo, que su escritura también se sentó. Me daba a leer algo y yo notaba lo cargado que venía, de modo que le hacía sugerencias y trataba de animarlo. «Allegro —podía decirle, para darle ánimo—, allegro con brio, Clarence», y una vez le sugerí que tachara una frase sí y otra no. Fue por un pique que tuvimos por lo que le sugerí semejante cosa, creo. Tras unas cuantas mudanzas, tres o cuatro, acabé rindiéndome a la evidencia que nunca íbamos a estar demasiado tiempo en ningún sitio, y adquirí el hábito de tirar mis páginas mecanografiadas. Siempre había cajas llenas de ellas, me habían dejado de interesar, y siempre estaban por medio. Supongo que eran más bien muebles que equipamiento, sobre todo teniendo en cuenta que cuando las cajas se convertían en columnas solíamos colocarles cosas encima; y, dada su condición de muebles, las dejábamos atrás cuando nos mudábamos. Clarence poseía una gran cantidad de equipamiento, que él llamaba «efectos», casi todo relacionado con la caza o la pesca. Yo también cazaba y pescaba, pero no tenía equipamiento propio; utilizaba lo que Clarence me ponía en las manos. A él le habría encantado tener una casa llena de trofeos, con lanzas y rifles y etcétera colgando de las paredes, como en los albergues de cazadores que podía ver cuando asistía a cacerías con gente rica, en la época en que hacía reportajes para las revistas. Nosotros solo teníamos una cabeza, un ciervo enorme que mató en Wisconsin y luego mandó disecar. Nos pasamos años llevando esa cabeza a cuestas, y una de las primeras cosas que hacía al empezar a instalarnos en una casa nueva era fijarla a la pared. Le gustaba sentarse delante de la cabeza y decirle cosas. Salvo cuando estaba borracho, siempre le hablaba en broma. Pretendía que la cabeza era su ayuda de campo. Cuando íbamos a salir de casa para algo, lo mismo le daba por poner la mirada en la cabeza y decirle: «Porter, tráeme la chaqueta.» Lo que quería decir, claro, era que yo le trajese la chaqueta. En México, algo empezó a devorar la chaqueta, y al final estaba ya tan sarnosa y tan roída por las polillas que la tiramos por ahí, estando en la casa de la playa. Ese fue el año en que Clarence decidió retomar su condición de farmacéutico. El único equipamiento que yo poseo, aparte de los cacharros de cocina, es esta máquina de escribir, a no ser que incluyamos la radio. Y, ya que hablamos de ella, acaba de anunciar que son las cuatro y nueve minutos, y que dentro de unos momentos oiremos el Concierto para orquesta de Bartók. Cuatro y nueve minutos de la tarde, para ser exactos.

Ni siquiera en su pleno apogeo llegó Clarence a ser un escritor imaginativo. Cuando se ponía descabelladamente inventivo solía ser de un modo deshonesto, como cuando escribió un largo artículo sobre un viaje a Suráfrica, incluyendo en él la caza de un rinoceronte (que luego convirtió en hipopótamo) que iba lanzado hacia él y que se desplomó a un palmo de sus pies. Resultó que los guías africanos ya le habían acertado al animal, varias veces, y este salía de entre los matorrales mortalmente herido y lo más probable es que ni siquiera se percatara de la presencia de Clarence cuando este le pegó el tiro. Estaba con Denis Zimmerman, amigo suyo, que le contó a todo el mundo la verdadera historia. O la falsa entrevista que se hizo a sí mismo —aunque supuestamente se la hiciera en plena selva un periodista surafricano— y que intentó venderle a Esquire. Lo calaron enseguida, por supuesto. Cuando se corrió la voz y le empezaron a hacer preguntas al respecto, quiso hacer creer a la gente que lo había hecho por broma, tratando de echarle la culpa a la revista, por no entender el chiste. Pero no era ningún chiste. Clarence tendía a arrancar la goma de los lápices, a fuerza de mordisquearla, mientras corregía algún texto. No se comía las gomas, se limitaba a morderlas y escupir los pedacitos al suelo, o recogérselos de la lengua y tirarlos. Los lápices quedaban totalmente inservibles una vez les había hecho eso —inservibles, quiero decir, para los crucigramas o cualquier otra cosa que no escribiera uno con absoluta seguridad, porque una vez arrancada la goma el lápiz queda con una especie de rascador metálico en una punta. Sin darme cuenta de que había cogido uno de los lápices roídos por Clarence, a veces trataba de borrar algo y acababa haciendo un agujero en el papel. Era muy enérgica borrando, de modo que a veces abría un agujero bien grande, una especie de cuchillada o desgarrón, de hecho. Así que adquirí la costumbre de tirar inmediatamente a la basura todos los lápices que me iba encontrando en tales condiciones, para no correr el riesgo de ir a utilizarlos más adelante por equivocación. Si me veía hacerlo, Clarence me apostrofaba: «Eh, oye, que ese lápiz todavía sirve perfectamente», aun sabiendo cuánto me irritaba oírlo empezar una frase con «eh». Recuerdo sobre todo una vez. Yo acababa de tirar el último lápiz de la casa, porque él le había arrancado la goma, como de costumbre. Había estado corrigiendo las pruebas de uno de sus relatos, y tuvo que dejar lo que estaba haciendo para ponerse a rebuscar en la basura de la cocina y repescar el palo sin goma que había estado utilizando, todo ello soltando maldiciones por lo bajinis mientras lo hacía. Cuando por fin lo encontró —pringado de salsa de tomate—, se dio la vuelta en mi dirección. Sosteniendo el lápiz muy por encima de la cabeza, como para evitar que se lo arrebatase —parecía un puñal ensangrentado—, me acusó de tenerle envidia porque carecía de pruebas propias que corregir. No tenía pruebas propias que corregir, era cierto, pero no lo envidiaba a él; solo quería evitar agujeros en mis papeles. No siempre me molestó que empezara las frases con «eh»; hubo un tiempo en que no me sonaba tan mal. Cuando habían transcurrido pocas semanas desde el día en que nos conocimos y nos pasábamos todo el rato juntos, merodeando por la ciudad, si quería llamar mi atención sobre algo solía decir: «Eh, Edna», y yo me volvía a mirar. En esta observación sobre mi envidia, incluida la insinuación de que corregir pruebas era una actividad superior a darle a la tecla, tienen ustedes un buen resumen de Clarence. Que fuera capaz de arrancarse con una afirmación así, aun teniendo en cuenta que alguien acababa de provocarlo tirando su lápiz a la basura, pone de manifiesto hasta qué punto estaba lejos de apreciar la diferencia que había entre nosotros.

«Ante el umbral del arte permanezco, deslumbrado y atónito» —así era como me sentía yo, ese era mi único modo de superar la trivialidad de la vida cotidiana, que me resultaba aplastante.

Clarence, por culpa de sus orígenes, siempre lo pensé, era incapaz de comprender que el arte pudiera lograr tal cosa; no creo que nunca le sucediera, y, lo mismo que el resto de ellos, fue aborreciendo cada vez más la literatura. Y ahora ha dejado de sucederme a mí. Puedo pasarme horas a la ventana, mirando a los que circulan por la acera, allá abajo, incluso mirando las nubes, puedo pasar horas sin sentirme feliz, pero tampoco triste; abro un libro y me quedo dormida al instante. Ahora la rueda de la rata también chirría, generando una especie de yiip a cada vuelta que da, siempre en el mismo punto. Durante mucho tiempo estuvimos hablando de irnos al campo, donde «campo» era un concepto negativo: ni bares ni restaurantes ni amigos borrachuzos ni fiestas. Irnos al campo era como iniciar un nuevo capítulo. Clarence no dijo que estaba iniciando un nuevo capítulo, sin embargo, como hizo luego, refiriéndose a Lily. Lo que dijo fue: «Tengo que darle la vuelta a esto», donde por «esto» había que entender su vida. Al final no fuimos al campo, sino a la playa, a un balneario mugriento en el que había pasado tres días con su familia a los nueve años. Era, para casi todos ellos, la primera vez que abandonaban los montes, y también la primera vez que Clarence ponía los ojos en el océano. Solo pudieron pagarse una habitación sencilla en un motel a treinta kilómetros de la orilla: cinco dormían en la habitación y los otros tres en el coche. A Clarence le encantaba contar esta historia, adornada con minucioso detalle, para que la gente se diera cuenta de lo depauperado que vivió de pequeño. Caía en una especie de ensoñación mientras la contaba, con la vista perdida en la distancia, como recitando los acontecimientos de una película que estuviera viendo en ese momento, pero el caso era que cuando acababa, en lugar de entristecerse, la gente se quedaba con la idea de que Clarence había sido muy feliz durante aquellos tres días, a los nueve años. Aquel balneario no tenía vida ni siquiera en verano, supongo, y habían cerrado para todo el invierno cuando llegamos nosotros. Recorrimos la calle principal y descargamos las maletas al llegar al final. Una hora más tarde, Clarence estaba en una cabina telefónica hablando con un amigo suyo de Nueva York, diciendo: «No es un pueblo, son los restos de un naufragio.» Aquel sitio era, ahora puedo decirlo, el perfecto reflejo de nuestro ánimo, como si allí nos hubiera arrastrado una profunda corriente del alma, y no una fantasía infantil de Clarence. En la luz sesgada del sol invernal, la calle mayor tenía el aire desolado de una zona recién evacuada, mientras la recorríamos, el primer día, con aquellas sombras dormidas en las aceras y aquel polvo fino y arenoso traído por el viento. Casi todas las casas estaban cerradas, seguían abiertos al público un pequeño restaurante y la gasolinera. La playa llevaba decenios desapareciendo, ya desde antes de la visita de Clarence, seguramente: una fuerte corriente lateral se había ido llevando la arena hacia el sur, y ya no quedaba más que una estrecha franja de arena con tanta inclinación como la orilla de un río, con unos cuantos tocones de cedro brotando, blancos y muertos por la sal, de la arena. Con marea alta, el océano subía hasta las casas más cercanas a la orilla, casi todas ellas abandonadas, y se arremolinaba en torno a los pilares de sustentación. Según nos contaba la gente, no había año en que las tormentas invernales no se llevaran por delante un par de casas. No ocurrió durante el invierno que pasamos allí, pero sí ardió una de ellas, y otra la derribaron intencionadamente. Desde nuestras ventanas los veíamos demolerla. En un intento de detener la erosión de la arena, habían construido una serie de muelles de madera y de piedra, perpendiculares a la playa y adentrándose bastante en el agua, de manera que cuando iba uno dando un paseo por la playa cada cuarenta o cincuenta metros no quedaba más remedio que encaramarse a un apilamiento de rocas y madera de cresote, incrustada de algas y de diminutos mejillones. Casi todas las viviendas todavía habitadas estaban viniéndose abajo, en ruinas: lo más probable era que sus propietarios se resistieran a meter dinero en unas estructuras tan sometidas a los caprichos de los huracanes. Nuestra cabaña no era grande, pero estaba justo contra el océano: la marea alta lamía la base de la escalera, y el viento silbaba en las ventanas. «Esto es un vertedero», sentenció Clarence al final de nuestro segundo día allí. Yo le dije que me gustaba. Era blanca, con las persianas azules, creo, aunque tal vez me esté confundiendo con otra cabaña, la que alquilamos durante dos semanas de un verano en Falmouth. Todas las mañanas y todas las tardes, si no había marea alta que lo hiciera imposible, dábamos largos paseos por la playa, a lo largo del mar, con frío y con viento, subiendo y bajando muelles, como ya he mencionado, y entre paseo y paseo Clarence se instalaba en la casa, tratando de escribir algo y de no tomarse una copa hasta la hora de la cena.

Anoche llovió, esta mañana ha refrescado. Me eché a la calle cuando despejó, con intención de acercarme al parque, y en el camino estuve a punto de caerme de bruces en la acera. No caí del todo; me noté mareada y me senté en la escalinata frontal de una casa, para no caerme. Ya me ha ocurrido antes. Pero tenía un hormigueo en los pies y en los dedos, y eso no suele suceder, y pensé; «Mala señal.» Me pregunté si no debería soplar en una bolsa. No tenía ninguna bolsa, porque al salir no había previsto que pudiera ocurrir esto, aunque ya me hubiera ocurrido antes, como acabo de mencionar, pero sin el hormigueo, de manera que más me valdrá de ahora en adelante llevar una bolsa encima, por si acaso. Puedo llevar una bolsa de comida para pájaros —que me hace falta, de todas maneras— y vaciarla en la acera si me ocurre antes de llegar al parque. Ya se ocuparán los gorriones de la comida, estoy segura, aunque en aquel momento no hubiera ninguno alrededor. Me pregunto si huelen la comida, como los perros, o la reconocen con la vista. Un grano de mijo tiene que verse pequeñísimo desde allá arriba. Puede que aterricen en la acera a ver qué pasa, a dar unos saltitos, y que sea entonces cuando ven la comida. Si me ocurre en una tienda, no les gustará nada que tire alpiste en el suelo. Aunque, por otra parte, en una tienda siempre tendrán montones de bolsas, y bien pueden darme una. Nunca he respirado dentro de una bolsa. Se me ocurrió en aquel momento solo porque he oído decir que hay que hacerlo cuando te mareas, para eliminar el exceso de oxígeno. Por otra parte, pensé, podría ser que mi mareo se debiera a la falta de oxígeno, y en tal caso sería un error respirar en una bolsa. De modo que me quedé ahí sentada, desamparada y anhelante, hasta que se me pasó aquello, fuese lo que fuese, lo que en otros tiempos la gente llamaba un arrechucho, seguramente. Era como si estuviese oyendo a alguien decir: «A Edna le ha dado otro de sus arrechuchos», dejando entender que todo era cuento. Tengo la impresión de que Nigel pasa ahora más tiempo en su tubo. Me parece que no le gusta que lo estén observando todo el rato. El caso es que apenas lo miro, pero él quizá no lo sepa, porque mis ojos, a cierta distancia, tienen que resultarle muy pequeños. O tiene miedo de que le arroje algo. A mí, en su lugar, no me gustaría vivir en semejante casa de cristal. Sin estar nunca a cubierto de la mirada de Edna, como Edna nunca lograba estar a cubierto de la mirada de Brodt. Me pregunto incluso si sabrá que estas cosas son mis ojos. El edificio acristalado en que trabajaba yo bien podría haber estado hecho de cristal, de arriba abajo, un acuario de cinco pisos. Me vienen ganas de decir que Nigel, al verme, al ver mis grandes ojos escrutándolo a través del cristal, se acuerda de Brodt, aunque, claro, la cosa no tendría el menor sentido. Clarence se puso con una nueva novela. Durante las tres o cuatro semanas siguientes a veces acortaba nuestros paseos para regresar a casa a todo correr, casi saltando por encima de los muelles, gateando, como quien dice, soltando denuestos contra los afilados mejillones y lapas, y yo, al llegar a casa, oía el teclear de su máquina nada más emprender la subida desde la playa, por la escalinata. Esta vez no me enseñaba lo que hacía, pero un día fue a comprar algo de comer y me metí en el cuarto y lo leí, y vi que no era bueno. Cada vez que miraba, en las semanas siguientes, era menos lo que había escrito, y me di cuenta de que estaba dándose por vencido. Escuchando tras la puerta, lo oía darse por vencido, lo oía moverse por la habitación, abriendo libros y volviéndolos a cerrar de golpe, abriendo y cerrando la ventana, levantándose y sentándose, el crujido de la silla, un suspiro, una ráfaga de máquina de escribir y un largo silencio, otra ráfaga y ya era la hora de comer. Esa fue la época que antes mencioné, cuando comía pistachos para no beber y terminaba picando pistachos mientras bebía whiskies con soda. Y también fue cuando tiramos la cabeza de ciervo, la arrojamos a las olas, donde se quedó flotando, solamente con el hocico y la cuerna fuera del agua, una terrible imagen de hundimiento, hasta que se volteó y solo se veía una plancha meciéndose en el agua. Nos quedamos hasta el regreso del buen tiempo. Clarence, tras darse por vencido, pasó varias semanas pescando, desde que salía hasta que se ponía el sol, o casi, de pie en la orilla, sujetando la caña y mirando al mar, y una vez en que salí y me situé a su lado, me dijo, señalando con el dedo: «Ahí al fondo está África.» Ni que decir tiene que no pescaba en el sentido de interesarse en lo que podía capturar o dejar de capturar; me figuro que lo que realmente hacía era mirar cómo se desvanecía su futuro, cómo se iba hundiendo en el horizonte. Lo veo ahora en el recuerdo, desde arriba, como quien mira desde lo alto de un risco, con viento helado, y las palabras que me vienen a la mente son «afligido» y «testarudo». Cocinaba todo lo que pescaba —corviones, rodaballos, pescadillas, rayas, marrajos, peces sapo, corvinas, barbos, anguilas— y se lo comía con amargado entusiasmo. Yo comía arroz con guisantes pálidos de una lata de Le Sueur, y permanecíamos ahí sentados, el uno frente al otro, en la mesa de la cocina, bajo la luz de neón. No recuerdo de qué hablábamos. En una ocasión, cuando acabábamos de conocernos, yo le había dicho que el fracaso era connatural en los artistas, que si no fracasaban era por no ser suficientemente buenos. Pero eso no era de ninguna ayuda, en aquel momento, porque él sabía que el fracaso de los artistas no era el que estaba ocurriéndole a él. Trasladé mi máquina de escribir al cuarto que acababa de abandonar, porque daba al océano y podía estar en mi puesto de trabajo cuando el sol brotaba del Atlántico, lo mismo que hoy, salvo que hoy el océano es una fábrica de helados. Clarence llevaba años engordando; poco a poco me había acostumbrado a considerarlo una persona corpulenta. Su presencia física era dominante y hacía crujir las sillas y los suelos bajo su peso. Una mañana, durante uno de nuestros paseos, el viento se llevó el sombrero de paja que yo llevaba puesto y lo hizo rodar por la playa adelante, y Clarence echó a correr en pos, con zancadas torpes, para atraparlo antes de que se metiera en el agua. Lo consiguió justo a tiempo y, cuando regresaba en dirección a mí, se lo puso en la cabeza, por broma, y yo, de pronto, me di cuenta de lo gordo que estaba. Fue, dicho sea de paso, el día en que anunció, así, por las buenas, que iba a meterse de nuevo a farmacéutico. Fue por eso por lo que de pronto lo vi gordo, seguramente, porque estaba dispuesta a mirarlo con otros ojos. Yo, mientras, adelgazaba: la carne se me fundía en los muslos y las caderas, los pechos se me esfumaban. Cuando paseábamos por la playa juntos, se me ocurría que éramos Cuerpo y Espíritu. Clarence era el Cuerpo. Yo era el Espíritu.

Claro que Poole quizá no haya recogido de la tienda su máquina de escribir; puede, en su zozobra, que no recordara haberla llevado. ¿Cómo me sentiría yo si un día decidiera suicidarme y no lograra encontrar la máquina de escribir? Me desesperaría, supongo. No concibo ninguna situación en que pueda olvidarme de dónde he metido la máquina. Cada vez rechina más. Lo oigo hasta con las orejeras puestas: yiip, runrún, yiip, runrún, yiip, runrún.

He vuelto a pegar a la ventana la foto del león. Si tenemos en cuenta que se tomó en 1964, viene a decirnos algo sobre Clarence, algo diferente de lo que he sugerido antes, cuando observé que era real como la vida misma, esa foto de él con una copa en la mano. En 1964, Hemingway llevaba años muerto y el único que seguía por ahí cazando leones era Clarence, y en ello, me parece, estuvo la tragedia de su vida, que en cierto sentido lo dejaron solo cazando leones, porque apareció en escena cuando ya estaban cerrando el teatro. He dicho tragedia, pero también fue comedia: han apagado las luces, el público ha abandonado el edificio, en los pasillos hay mujeres con pañuelos en la cabeza pasando el aspirador, y en el escenario todavía queda alguien. Lleva botas de cordones y un chaleco de caza y está interpretando muy serio un papel que aprendió en el colegio, aunque con más desgana según pasa el tiempo. De vez en cuando hace una pausa para beber de un frasco. La tragedia fue que su posición en la vida se había vuelto cómica, quiero decir, y él no se había dado cuenta. Cazando leones, él solo habría sido un buen título para un libro. Para una biografía de Clarence, claro —nunca podría haber sido el título de un libro escrito por el propio Clarence, porque el hombre era incapaz de aplicar la ironía a su propia persona, y tampoco le gustaba que yo la aplicara a cosas que él se tomaba en serio—. Curiosamente, la única cosa a la que yo no aplicaba nunca la ironía —darle a la tecla— él sí la comentaba de modo irónico, llamándola «Edna recordando todo lo pasado». A pesar de su devorador deseo de ser la siguiente revelación literaria, había algo antiguo en Clarence, incluso arcaico —y lo digo sabiendo cuánto le habría molestado—. Y, lo que es peor, resulta imposible considerar arcaico a alguien como Clarence sin recurrir a la ironía. Quizá antiguo no sea la palabra; quiero decir convencional: las películas de serie B en que trabajaba, los relatos de naturaleza salvaje que a todo el mundo le parecían maravillosos recién publicados, para luego olvidarse de ellos rápidamente, y lo que publicaba en las pequeñas revistas literarias. No siempre estaba orgulloso de ser el tipo de escritor en que se había convertido, y de vez en cuando aún mandaba algo a sitios como Esquire y el New Yorker, aunque siempre le contestaban con textos de los que se usan rutinariamente en las publicaciones para rechazar los envíos. En mi opinión, cuando reediten El bosque de noche no se enterará nadie. Cazando leones él solo: porque a partir de cierto momento yo tampoco fui capaz, metafóricamente hablando, de cazar leones con él, o no estuve dispuesta a hacerlo. No podía estar dispuesta, a partir de cierto momento: eso fue; se había roto algún resorte psíquico, o cosa parecida. Lo que yo le decía a Clarence, cuando se explayaba sobre algún tema, a base de estadísticas, o se ponía a contar conversaciones de alguna de sus fiestas de borrachera literaria, lo que yo le decía era que estábamos asistiendo al final de una civilización, queriendo decir, por supuesto, el final de nuestra civilización, la que tiene sitio para gente como nosotros, como yo y como Clarence, en algún momento. Tras teclear la última frase se me fue la vista al tanque: a Nigel se le estaban saliendo los ojos de las órbitas. Si quisiera escribir un relato infantil, podría empezar: «Cuando la rata vio lo que ella había escrito, se le salieron los ojos de las órbitas de puro asombro.» ¿Puede escribir un relato para niños alguien a quien no le gustan mucho los niños? Yo, supongo, podría hacerlo de terror, porque debe de ser fácil aterrorizar a alguien que no le gusta a uno mucho.

Domingo por la mañana, y no oigo el Empalme, a pesar de que tengo las ventanas abiertas, o apenas lo oigo aguzando el oído, cuando también oigo los compresores, y los pájaros, y las voces de la gente en la calle. A uno de los pájaros, que debe de ser un petirrojo, lo oigo incluso por encima de la máquina de escribir, de lo fuerte que pía, o quizá un reyezuelo. Es la primera vez que oigo un reyezuelo por aquí, si era un reyezuelo. Los que pasan por la calle debajo de mi ventana me oyen darle a la tecla, estoy segura, y ello me recuerda la observación de Capote sobre el libro de Kerouac: «Eso no es escribir, es darle a la tecla.» Lo mismo diría de esto, es de suponer, si siguiera vivo y tuviera ocasión de leerlo. Quería decir, supongo, que la escritura de Kerouac se prolonga indefinidamente, sin propósito alguno. Como si hubiera otra manera de alargarse indefinidamente. Esta mañana volví a marearme, viniendo con el café desde la cocina. Parece haberse hecho costumbre. «Crónico» es el término médico para este tipo de costumbre. Me agarré a la librería y el gesto me hizo derramar casi todo el café. Estuve un rato sentada en el sillón y luego me preparé otra taza, que ahora se me ha enfriado, mientras daba un repaso a lo que quiero describir hoy; un repaso mental, como más arriba dije. Es café instantáneo, que me acostumbré a tomar cuando tenía que ahorrar tiempo, cuando aún acudía al trabajo —lo tomaba crónicamente—, y también me cepillaba el pelo en el autobús, porque siempre iba con retraso, por muy temprano que me levantara. ¿He explicado ya eso? Cuando llegaba tarde, Brodt lo apuntaba en un papel, que luego plegaba y se metía en el bolsillo de la camisa. Tengo afán de tirar cosas, cosas superfluas y cosas que se me antojan una carga y cosas que no son higiénicas, como los libros. Ya he mencionado el moho, seguramente, pero, por si no lo he hecho, a eso es a lo que me refiero cuando digo que los libros no son higiénicos. Por supuesto, hay un cierto sentido en que esto es en realidad un relato infantil, porque se trata de lo que nos ocurrió a Clarence y a mí como consecuencia, al menos en parte, de haber sido la clase de criaturas que fuimos de pequeños, de las vidas que vivimos antes de ser nosotros mismos, cuando ya era demasiado tarde para hacer nada al respecto. Me voy a echar un rato.

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