Cristal

Cristal


Cristal

Página 9 de 11

Nada más volver la esquina vi que la tienda ya no estaba allí. El cartel del escaparate decía Ethel - Uñas y cabello, y alguien había limpiado el cristal. Una chica con un aro de plata perforándole una ceja estaba ahí de pie, dándome la espalda cuando entré, situada detrás de un sillón que ocupaba una señora mayor, haciéndole algo en el pelo a la dicha señora, cortándoselo, quizá, aunque no recuerdo haber visto las tijeras. Cuando entré, ambas me miraron en el espejo. «¿Puedo atenderla?», me preguntó la chica, hablándole a mi reflejo. No volvió la cabeza, de modo que aparté la mirada de la chica que estaba detrás del sillón dándome la espalda y le hablé a la que estaba de frente en el espejo. Le dije que estaba buscando al señor que llevaba la tienda de reparación de máquinas de escribir en ese mismo edificio. El reflejo me contestó que no tenía ni idea. «Puede que lo sepa Ethel», dijo. Pero Ethel no iba a estar en todo el día. Le pregunté si tenía un teléfono al que pudiera llamarla, y añadí:

—Vivo muy lejos y no estoy segura de que me vaya a ser posible regresar.

La chica dijo:

—No estoy autorizada a darle el número de teléfono a nadie. —Y luego, dirigiéndose a la clienta del espejo—: O sea que era eso. Viendo tantísima máquina de escribir vieja pensé que esto habría sido una casa de empeños, o algo parecido.

—¿Máquinas de escribir? —dije yo—. ¿Dónde?

La chica de carne y hueso se volvió hacia mí:

—En la parte trasera. Pero ya no están.

A un lado del edificio había un pequeño aparcamiento: charcos de agua en la acera rota, nubes en los charcos. Lo crucé para llegar a la trasera. Plataformas claveteadas, un tablero de yeso roto, latas de pintura vacías, y otros desechos, hacían montón contra una pared. Una lámina de plástico atada me salpicó de agua los zapatos cuando la pisé. El tablero de yeso estaba húmedo y pulposo y se me deshizo en las manos, de modo que ya tenía la ropa y los zapatos empapados y asquerosos cuando había apartado la basura suficiente para ver bien las máquinas de escribir que había detrás: diez o doce, apiladas contra la pared de la tienda, máquinas corrientes y normales, casi todas ellas, muy herrumbrosas. Apoyándome en la pared, pisé con la punta del pie el teclado de una de ellas, y no hubo movimiento. No estaba la IBM Selectric, pero sí la Underwood antigua en que me había fijado la vez anterior, la perteneciente a una persona de apellido largo, que no logré recordar. Le di vuelta a la etiqueta con el pie: era Mary Poplavskaya. Me acuclillé junto a esa máquina y deslicé las manos por debajo, tomé mucho aliento y me enderecé sobre los pies, tambaleándome, y dándome un fuerte golpe en el hombro contra la pared. La máquina no pesaba mucho, para ser una máquina de escribir, pero no podía con ella. Probé a ponérmela en la cadera y luego a echármela al hombro, pero lo que mejor funcionó fue sostenerla abrazada contra el abdomen, aunque ello me forzara a caminar balanceándome mucho. Tuve que parar dos veces para descansar antes de llegar a la parada del autobús, sentándome en el bordillo de la acera, y la segunda vez salió una mujer de la tienda a preguntarme si me encontraba bien. El autobús no iba lleno, y pude poner la máquina en el asiento de al lado. Al llegar a casa la arrojé sobre la mesa de la cocina, o casi, encima de los cacharros del desayuno, y rompí el plato con el conejito pintado. Tenía las manos, la ropa y el interior de los brazos color herrumbre. Mientras me duchaba, el agua teñida de herrumbre que se arremolinaba en torno al desagüe, a mis pies, me recordó la secuencia de las puñaladas en Psicosis. No hay ninguna Poplavskaya en la guía telefónica.

Me sigue doliendo el hombro. Hoy no voy a darle a la tecla. Esto último lo he tecleado solamente con la mano Izquierda.

Tengo idea de que Ravel, Prokofiev y muchos otros le escribieron al pianista Paul Wittgenstein, que había perdido el brazo derecho en la guerra, unas cuantas piezas para la mano izquierda. Tuvo que ser en la primera guerra mundial. Era hermano del filósofo, de Ludwig Wittgenstein. No sé en qué batalla perdería el brazo: quizá en el frente del Este. No me sé el nombre de ninguna batalla del frente del Este en esa guerra, pero sí el de unas cuentas de la guerra siguiente: Kursk, Smolensko, Stalingrado.

Otra de nuestras extravagancias, tras el viaje a África y después de México, fue un año en Francia, donde pasamos un invierno entero en una casa gigantesca de un pueblo diminuto. Puede que ya haya dicho algo de aquella casa; tan grande era, que empezamos escribiendo en habitaciones separadas. Teníamos cada uno dos habitaciones, una para el sol mañanero y otra para el sol de atardecida. Llegamos a principios de otoño. Transcurridas unas semanas, empezó a hacer un frío helador. La casa no tenía calefacción alguna, solo chimeneas, y a finales de diciembre ya nos pasábamos la mayor parte del tiempo acurrucados junto a la chimenea de la cocina, un recinto largo, con el techo abovedado y un ventanuco al final. Era como vivir en una cueva. Clarence dejó la máquina de escribir y se dedicó a escribir a mano, con los mitones puestos, y todas las tardes, a no ser que lloviera a cántaros, salíamos a dar un largo paseo por el campo. Que yo recuerde, no volvimos a ver el sol desde el momento en que empezó el invierno, pero no puede ser cierto. Siempre recuerdo nuestros paseos entre la bruma o con neblina. El paisaje era un auténtico yermo, una vez caídas las hojas, una extensión monótona, amarronada, sin nada que se pareciera a una elevación del terreno, con los campos desnudos y oscuros tras la cosecha: acres de terreno arado, de terrones, sin un atisbo de vegetación, separados por estrechas filas de árboles bajos y maleza. Nunca pisábamos los campos, si no era para llegar a la siguiente fila de árboles. Al borde del pueblo, visible desde la puerta de la cocina, había un poste de cemento con la inscripción Château-Thierry seguida por un número de kilómetros. He olvidado cuántos exactamente: cuarenta o cincuenta, creo que eran. Ver aquel nombre, Château-Thierry, todos los días, mientras vivimos allí, me hizo pensar mucho en la guerra, quizá por el monumento de la colina donde vi ese nombre por primera vez cuando estaba aprendiendo a leer y donde acabé comprendiendo plenamente que era un sitio donde habían padecido y hallado la muerte muchas personas, en lamentables circunstancias. «Fue algo espantoso», decía Clarence, refiriéndose a aquella guerra. Más espantosos que las imágenes de los soldados muertos, de los árboles arrancados de cuajo, de los caballos muertos, eran los rostros atónitos y la mirada fija de los vivos. A veces atravesábamos un campo para llegar al bosque del otro lado. El barro era pegajoso y tenaz; se nos aferraba a los zapatos, hasta el punto de obligarnos a hacer un alto para despegarlo con un palo. Yo apoyaba una mano en el hombro de Clarence para no perder el equilibrio mientras intentaba limpiarme los zapatos. Cuando se secaba en las botas de los soldados, el barro se ponía más duro que el yeso de París. Sentados en el suelo de las trincheras, lo rompían con la punta de las bayonetas. Cuando alguno recibía un tiro y caía de bruces, los camilleros no sabían quién era al darle la vuelta. Había ratas enormes por todas partes, en las trincheras, comiéndose a los muertos y a los heridos. Clarence me contó que las ratas se metían bajo los capotes de los muertos y abrían túneles en los cuerpos helados, con los dientes, y al levantar un cuerpo para darle sepultura podían saltar de él diez o doce ratas. No teníamos ni ratas ni ratones, en Francia, porque nos entregaron la casa con dos gatos dentro: una hembra gris llamada Chatte Grise y un macho negro llamado Chat Dingue.

«Chat Dingue» significa Gato Loco en francés. El barro no llegó a secarse durante el invierno que allí pasamos, aunque, eso sí, a veces se helaba, y en los días más fríos podíamos atravesar los campos sin hundirnos. Todo el tiempo que pasamos en Francia aquel invierno estuve pensando en el sufrimiento de los soldados, que tan poco se parecía a mi manera de sufrir. No sabía cómo compararlo con mi sufrimiento. No sabía cómo medir ninguno de los dos.

Hay una incongruencia. Será porque los hechos del mundo son demasiado grandes para las palabras. La guerra es demasiado grande. Ellas, las palabras, son como insectos diminutos dándose de golpes contra el cristal de una ventana (la «ventana de la mente»), tratando de salir, y fuera está el mundo, grande y tumultuoso. O puede que sea al contrario: son las palabras las que son demasiado grandes. La palabra «amor» es demasiado grande. Puede que la palabra «Clarence» también lo sea. Antes pensaba que el sufrimiento mudo e incoherente de la vida cotidiana era demasiado grande para las palabras. Ahora pienso que las palabras son demasiado grandes para el sufrimiento. No hay palabras lo suficientemente triviales como para expresar lo terrible que es.

En torno al sitio había una barrera policial de cinta amarilla, pero la gente la levantaba y pasaba por debajo. Llegué hasta el borde mismo del agujero: un cráter rectangular revestido de cemento, con tuberías de hierro retorcidas proyectándose de las paredes. Quitadas las cañerías, habría podido ser la obra gruesa de una piscina. Por uno de los lados había unos peldaños de cemento que descendían hacia el fondo, pero no se me ocurrió bajar. Había otras personas alrededor, ahí de pie, sin propósito, o haciendo fotos. No había nada que ver, solo el agujero con un buen montón de escombros en un extremo y un buldócer al lado. El buldócer no estaba en funcionamiento. No vi a nadie que diera la impresión de pintar algo allí. Algunas de las casas vecinas tenían tapadas las ventanas con placas de madera laminada, restos y escombros se amontonaban en aceras y en jardines delanteros, y las bocas de alcantarilla de la calle estaban llenas de un lodo ceniciento. Un hombre alto vino a colocárseme al lado. «No mucho que ver, ¿verdad?», dijo, sin dirigirse a nadie en especial. Yo emití un pequeño ruido. Me estaba dando la vuelta para marcharme cuando me tendió un folleto: estaba invitada a visitar el Tabernáculo de la Iglesia de la Alabanza de Dios en Cristo. Si esta ciudad sufriera un bombardeo, habría miles de agujeros iguales que este. Sin quererlo, me he formado una imagen de Henry Poole: más bien reservado, raro, aficionado a pasear a altas horas de la noche, grandote, seguramente, dando lugar a que la gente se fijara en lo pequeño que era su perro. Escritor prolífico de algo, supongo, a juzgar por el tamaño y el precio de su máquina de escribir; cartas, más que probablemente. «Señor de cincuenta y dos años, sin ningún encanto especial, solitario, que se dedica a reparar televisores» lo resume bien, supongo, para que lo entienda todo el mundo. Yo lo veo como un señor encorvado, con unos kilos de más y el labio inferior colgante. Si recorrió la ciudad de punta a punta llevando a cuestas aquella IBM Selectric tan pesada, a que la reparasen, fue porque tenía algo importante que escribir, supongo. Ocultas en su carácter había facetas artísticas, que se manifestaban en su decisión de ponerlas al fin por escrito, de confiárselas al papel. El hecho de que su nota no fuera a salir indemne de la explosión no debe de haberle inquietado, porque, me parece a mí, el destino final de lo que escribía ni siquiera llegaba a interesarle. Si alguna vez expresó su deseo de ponerlo por escrito —a quién iba a expresárselo, por otra parte—, lo más probable es que utilizara la expresión «soltarlo todo». Quería, en última instancia, soltarlo todo. Pero no creo que se considerara un artista, de modo que no se sentiría abrumado por los sentimientos de responsabilidad que se nos imponen cuanto tenemos esa noción de nosotros mismos. Le habría sorprendido saber que yo una vez quise ser famosa. Nigel no deja de darle vueltas a su rueda, por muchos gritos que le pegue.

Me levanté tan precipitadamente que la silla cayó de espaldas. Tratando de apartarla para pasar, me las apañé para engancharme un pie en los travesaños y casi me caigo. Para no perder el equilibrio me agarré a la máquina de escribir, y estuve a punto de tirarla al suelo. Reacción en cadena que fue la rata quien puso en marcha, quien dio el primer empujón —empujón psicológico, claro, no con las zarpas: el incansable chirrido de su pequeña rueda era un empujón en sí—. La sensación fue de «Un chirrido final hizo a Edna saltar de su asiento», supongo. Cogí un lápiz de encima de la mesa y crucé la habitación en dos zancadas. A Nigel se le salieron los ojos de las órbitas al verme venir. Creyó, estoy segura, que iba a apuñalarlo con el lápiz. Me incliné sobre el tanque, con la nariz casi pegada a la pantalla de rejilla. Le grité todo lo fuerte que pude y di un golpetazo en el cristal lateral con la palma de la mano, con tanta violencia que no sé cómo no lo rompí. Nigel voló por los aires. Por un momento pensé que iba a caer de espaldas, pero se recuperó a tiempo y se metió en su tubo como una bala. Esperé un momento para estar segura de que no iba a propulsarse fuera en cuanto levantase la tapa de rejilla. Transcurrido un minuto sin verle el pelo ni la cola, metí la mano e introduje el lápiz entre los radios de la rueda. Tuve que darle un susto tremendo: tardó muchísimo en salir de nuevo. Se subió a la rueda y trató de hacerla girar, y luego se sentó en el fondo, rascando. No sé por qué dije «sentimientos de responsabilidad», cuando lo que quise decir fue sentimientos de fracaso.

Un blanco de días, días en blanco. No tecleé una sola palabra, dormí mucho, comí. Bajé a casa de Potts. A pesar de mis esporádicos esfuerzos, varias de las plantas están dispuestas a morirse. Me senté en el sillón del señor Potts y me puse a mirar los peces: flores subacuáticas flotaban en verde profusión. Una planta colocada en el alféizar de la ventana, a pocos palmos de donde estaba yo sentada, ha emporcado la alfombra con sus hojas amarillas. Me hallaba, pensé, como Keats, entre hojas marchitas y pequeñas ramas12. Me quedé dormida en el sillón y soñé que le estaba haciendo las presentaciones del joven Clarence a Papá, aunque en realidad Papá murió antes de conocer yo a Clarence. En el sueño, en vez de «Papá, te presento a Clarence», decía: «Papá, ¿puedo presentarte a Sir Nigel Pool?», y Clarence hacía una profunda reverencia, trazando un semicírculo en el aire con su sombrero de plumas de avestruz. Otros días me acerqué caminando al parque. Una de las veces me quedé dormida en un banco y soñé con el jardinero y el topo. Primero se metía el topo en el bolsillo y luego empezaba a dar saltos por ahí, brincando de un pie al otro; luego paraba, se bajaba la cremallera de la bragueta y sacaba una rata. La Niñera me tapaba los ojos y me hacía dar media vuelta para salir corriendo. Nos detuvimos en el camino de acceso a la casa, y ahí estaba Papá, sentado en lo alto de un seto. Nigel ha dejado marcas de dientes en todo el lápiz.

No oí la chicharra. Abrí la puerta para sacar la basura, y ahí estaba Brodt, en el rellano; un Brodt diferente, me atrevo a decir, por su elegante traje marrón, por su corbata de rayas azules y amarillas, bien apretada, y, supongo, por la expresión de su rostro. Bueno, estaba sonriendo y no llevaba el uniforme, y por un breve momento no supe quién era, lo cual resulta extraño, porque lo estaba esperando desde el día en que lo vi mirando mis ventanas desde la acera, si en efecto era Brodt y no, como sugerí en el momento, alguien que venía por lo de las alcantarillas. Me puse tan nerviosa durante su visita, que olvidé preguntarle si era él aquel otro día. Quizá no nerviosa, lo cual implicaría cierta agitación por mi parte, sino ligeramente… inquieta fue como me sentí, durante todo el tiempo que permaneció en casa. Le dije que me sorprendía mucho verle, y él asintió ligeramente con la cabeza. Me hice a un lado para dejarlo entrar. Deposité la bolsa de la basura en el rellano. Brodt llevaba un sombrero marrón de ala estrecha, aunque no tanto como para considerarlo un sombrero hongo, que parecía como si se lo hubiera encontrado en un cine; dentro de una película, quiero decir, no en una butaca; en una vieja película británica, por ejemplo. Llevaba una cartera colgando del hombro. Se quitó el sombrero —que debía de estarle muy apretado, porque le dejó una raya roja en la frente— y volvió a sonreír, poniendo al descubierto un diente de oro. Extendí la mano y me entregó el sombrero. Caminé detrás de él, llevando el sombrero, mientras circunvalaba la habitación, evitando pisar mis folios y haciendo paradillas para examinar algún objeto, porque buscaba algo, pensé en el momento, o porque no sabía qué hacer con su cuerpo, como pienso ahora. Cogió un Buda de saponita del alféizar y le dio vuelta en la mano, buscando, supongo, una marca de identificación o una etiqueta en la base, y lo volvió a poner en su sitio. Hizo una pausa junto al sofá y miró el montón de libros y fotografías que yo había tirado al suelo, apartándolo un poco con la punta del zapato, de un modo que me pareció inquisitorio, aunque tal vez solo estuviera intentando hacerse sitio para tomar asiento. Si era esto último, enseguida se lo pensó mejor, porque siguió adelante y se plantó ante una de las ventanas cubiertas de notas, quizá leyéndolas (estaba de espaldas a mí), o quizá echando un vistazo por los huecos a la fábrica de helados, que entonces oí rugir por primera vez en mucho tiempo, que oí rugir, digo, con los oídos de él. Cuando se volvió hacia el interior, dio la impresión de virar hacia la máquina de escribir, que aún tenía en el carro el folio que yo había estado utilizando, y dio la impresión de inclinarse ligeramente, y por un momento pensé que se iba a acercar a la máquina y a leer lo escrito. Señalándole el sillón, le sugerí que tomara asiento, y eso hizo, descolgándose la cartera del hombro y poniéndola a sus pies en el suelo. Yo me senté en el borde del sofá, frente a él, con el sombrero torpemente apoyado en las rodillas. Se me pasó por la cabeza ponerlo en el suelo, pero no quise dar la impresión de que me desentendía de aquel objeto. Él miró los folios desparramados por el suelo junto al sillón. Le echó una mirada a Nigel, que nos observaba a través de su cristal. Hizo una serie de pequeños ruidos agudos dirigidos a Nigel, levantando el labio superior y sorbiendo aire entre los dientes —la rata no dio muestra de haber oído nada—. «¿Le apetece un café?», le pregunté. No quería café. Prefería un vaso de agua. Coloqué el sombrero en mi asiento y fui a la cocina. Cuando regresé, el sombrero estaba en el suelo, junto al sillón. Le alargué el vaso y volví a sentarme. Él bebió un sorbito y puso el vaso en el suelo, con mucho cuidado, al lado del sombrero. Observé que volvía a mirar mis papeles. Se aclaró la garganta y se inclinó hacia delante con una sonrisita que no supe cómo interpretar, porque no fui capaz de decidir si era insidiosa o tímida. Pensé: «Ahora va a decirme que me vio llevarme cosas.» Se inclinó a abrir la tapa de la cartera. «Tengo algo para usted», dijo. Introdujo la mano en la cartera, tras un momento de pausa, sacó mis orejeras de borrego. «Mis orejeras favoritas», exclamé en un suspiro, quitándoselas de las manos. Me las coloqué. El mundo, de pronto, se ablandó. Me las quité (el mundo regresó a todo correr) y me las puse en las rodillas. Estaba radiante, con toda seguridad. Él situó ambas manos en los brazos del sillón y arqueó los brazos como si fuera a levantarse. Me miró fijamente y me dijo:

—Tuve un tío que oía voces, desde pequeñito. En un momento dado, cuando ya era un hombre hecho y derecho, con mujer e hijos, no va usted a creérselo, descubrió que si se ponía orejeras dejaba de oírlas, dejaba de oír las voces.

Yo empecé a decir: «Yo no oigo», pero él prosiguió:

—En verano hacía demasiado calor para llevar orejeras, de modo que andaba por ahí con unos grandes pedazos de algodón asomándole por los oídos. Era un hombre alto, huesudo, narigón, era exactamente igual que un pájaro, una especie de grulla, con unos mechones lanosos a ambos lados de la cabeza. Resultaba cómico verlo. Y lo más divertido era que se llamaba Robin Bird, pájaro petirrojo.

Soltó una risita. Creo que no sonreí, por lo sorprendida que estaba. Había supuesto que me hablaría de grapadoras. Debió de notar mi desconcierto. Bajó los ojos, volviendo a ponerlos en mis papeles.

—Doy de comer a los pájaros, en un parque de aquí cerca —intervine, con gran brillantez—; gorriones y palomas.

Y él dijo:

—En un árbol de delante de mi ventana he visto arrendajos, cuervos, oropéndolas.

—Yo solo veo gorriones y palomas —repliqué.

Él siguió:

—Por las mañanas trompetean delante de la ventana. Los domingos me despiertan, cuando quiero dormir.

—Las palomas y los gorriones también me despiertan a mí, cuando se juntan en la salida de incendios —dije, con mucho ánimo de aportar algo—, aunque, claro, no trompetean.

—Silban y trompetean. Silban, más que nada —dijo él.

—Podría ser un cardenal —dije yo—. Los cardenales silban.

Él me miró directamente:

—Sí, un cardenal. Y algún otro pájaro, en lo más alto del árbol.

Permaneció callado un momento. Luego, señalando las orejeras que yo tenía en la mano, dijo:

—Qué color tan bonito.

—Sí —dije yo—, me gusta el azul.

Y añadí:

—Yo no tengo árboles delante, de modo que solo veo pájaros de acera, palomas y gorriones.

—Las oropéndolas y los cardenales son los únicos con colores que yo veo —dijo él.

—Comparados con los gorriones —observé yo—, hasta los arrendajos tienen colores.

Él se rió.

—Cuando yo era pequeño colgábamos sartenes de aluminio en el jardín, para ahuyentar a los pájaros, pero los arrendajos no se asustaban.

—Yo les ponía migas en la ventana a los gorriones —dije.

—Eso está muy bien —dijo él—. Nosotros no teníamos comedero, porque no queríamos atraer los pájaros al jardín.

Hubo una larga pausa. Él cambió de postura en el sillón, apoyó un codo en un brazo y luego dio la impresión de pensárselo mejor y juntó una mano encima de la otra, colocándose ambas en el regazo. Yo dije:

—¿Le interesaría echarle un vistazo a alguno de mis folios?

Él volvió a mirar los papeles del suelo. Dio la impresión de estar pensándoselo.

—No, no creo que valiera de nada —acabó diciendo, me parece—. Quiero decir que prefiero no hacerlo.

Tengo idea de que dijimos otras cosas, pero se me han olvidado. Estábamos delante de la puerta, él se daba la vuelta para marcharse, cuando le dije:

—Temí que viniera usted por las cosas que me llevé.

Dudé antes de proseguir:

—Lo que robé del trabajo.

Él hizo un gesto como de arrojar algo al viento.

¿Eso?

Por un momento creí que me iba a tocar el hombro, pero dejó caer el brazo.

—No se preocupe —dijo—: todo el mundo se llevaba cosas. El mismísimo director se llevaba cosas.

Cerré la puerta tras él. Me apoyé contra la hoja. Oí sus pasos bajando por la escalera y luego, débilmente, me llegó el ruido de la puerta de la calle al abrirse y cerrarse. Volví a sentarme en mi silla de escribir a máquina. Ahora está oscuro, se ha hecho de noche mientras le daba a la tecla, ni veo las palabras. ¡Ay, Brodt!

Nigel se ha comido el lápiz entero, menos la parte metida en la rueda y el metal que sujeta la goma, y también se ha comido la goma, me di cuenta cuando me agaché a darle un trozo de mi manzana, esta mañana —más que comerse el lápiz, lo que ha hecho es destrozarlo; hay pedacitos de madera rubia y de pintura amarilla esparcidos entre las virutas.

Después de cenar, al día siguiente de la visita de Brodt, aún había luz fuera, y yo estaba a la ventana mirando cómo se apelotonaban los de abajo en la parada de autobús de la acera de enfrente, cuando de pronto un niño, un chico, creo, se separó del gentío y echó a correr por la calzada, cruzándose en el camino de un automóvil. Hubo un tremendo chirrido de frenos —por un momento pensé que eran los gritos del niño—, y el auto se detuvo. La parte trasera del automóvil se alzó en el aire al frenar, y luego, ya detenido el vehículo, este dio la impresión de quedarse así, inclinado hacia delante, como sobrecogido. Luego, la parte trasera fue recuperando su posición habitual, bajando con una especie de suspiro, pensé. El niño quedó a cosa de un palmo del morro del coche. Desde aquí arriba daba la impresión de estar mirando el parabrisas. Una mujer vestida de azul salió corriendo de entre la multitud, envolvió al niño en sus brazos y lo llevó de vuelta a la acera. Ambos permanecieron algo apartados del gentío. La mujer se arrodilló delante del niño, manteniéndolo a distancia con los brazos extendidos. No sé cuánto tiempo habría pasado, unos segundos o unos minutos, cuando el coche que había estado a punto de atropellar al niño empezó de nuevo a desplazarse hacia delante, y esa tuvo que ser la señal: tan pronto como se movió hacia delante, todo lo demás empezó también a moverse, las voces de quienes estaban en la parada del autobús subieron flotando hacia mí, oí gritar a alguien, el niño lanzó un gemido, y todo volvió a ser como antes. Esta mañana no le he dado sus bolitas a Nigel, porque no ha tocado las que le puse hace tres o cuatro días, cuando le serví un buen puñado, y tampoco la manzana, de modo que no puede tener hambre. No sé cuánto se supone que come una rata, pero esta, desde luego, come muy poco.

Se olvidaron de mí en Potopotawoc. En principio tenía que haber permanecido allí tres semanas de otoño, oficialmente allí, lo contrario de todavía allí pero olvidada, y me perdieron de vista, a pesar de tenerme delante, un día detrás del otro, durante casi dos años; me perdieron de vista, por así decirlo, entre las hojas caídas; un año y once meses. Digo que me olvidaron, pero, claro, esa es una observación psicológica, y yo no podía saber lo que pasaba por sus cabezas. Quizá no me olvidaran en absoluto, quizá me ignoraran a propósito. Durante dos años permanecí ignorada o en el olvido. Me aplicaron una cura de silencio, me condenaron al ostracismo. No enteramente: a veces me prestaban demasiada atención, de modo que no podían haberse olvidado de que estaba allí, y tampoco Clarence, que me enviaba postales desde toda clase de sitios, Nueva Orleáns, Cayo Hueso, Tampa. La última frase siempre era: «Recuerdos cariñosos de Lily.» Con lo de observación psicológica me refiero a mi propia psicología. La sensación fue de «Durante dos años, Edna vivió en el abandono y el olvido». Una noche, vino un grupo grande de acampados, que hicieron una hoguera delante de mi casa. Me temí que pensaran lincharme. Permanecieron en torno al fuego, riéndose y hablando y algunas veces cantando. Luego se juntaron delante de mi puerta, y yo abrí y me quedé de pie en el umbral, mientras ellos cantaban It’s a Long Way to Tipperary13. Varios de ellos pasaron la noche allí mismo, durmiendo sobre las agujas de pino de debajo de los árboles. Al salir el sol se marcharon todos, envueltos en los sacos de dormir y las mantas; en la bruma del amanecer parecían monjes divagantes. Varios de ellos estaban de ese modo, envueltos en mantos, moviéndose en la niebla de debajo de los árboles, cuando el tiempo se detuvo, como se detuvo para el coche y el niño, brevemente, y se convirtieron en un cuadro. Al cabo de un momento echaron de nuevo a andar, refunfuñando y soltando tacos. Dejaron una buena cantidad de basura, y al día siguiente salí de casa y lo limpié todo, las latas de cerveza y los envoltorios de papel y los palitos con trocitos de caramelo en la punta, y lo metí todo en una bolsa de plástico, que luego subí al Toldo. Me apetece decir que vacié la bolsa en el suelo de la cafetería, pero de hecho solo lo pensé, por la inmundicia que habían dejado delante de mi cabaña. No se me ocurrió nada que teclear, en Potopotawoc. A veces copiaba cosas de las revistas, hasta un número entero del New Yorker, anuncios incluidos. Puede que lo hiciera más de una vez. Nada de lo que tecleaba allí tenía el menor sentido. Hace ya mucho tiempo que no resido en Potopotawoc, residir en el sentido de darle vueltas y más vueltas en la cabeza, tratando de comprender, lo cual en modo alguno debe tomarse por obsesión. Le dije a Clarence que no estaba obsesionada, que lo único que hacía era pensar en ello. A veces lloraba por esa razón, sentada en una trilladora herrumbrosa o en una máquina de desgranar o en lo que fuese, en la linde del pinar. Nigel apenas puede dar un paso hacia delante. Parece respirar con más rapidez, y emite un ruido como de tintineo. Antes nunca me había llamado la atención que los ijares se le hincharan tanto. Estaba así cuando me desperté, ayer por la mañana. He desplazado su botella de agua, situándola de manera que el pitorro le quede más cerca de la cabeza. Me senté a la mesa de la cocina a limpiar la máquina de Poplavskaya y a ponerle aceite. Al tratar de escribir algo descubrí lo que le pasaba: está roto el mecanismo de retorno del carro, el trinquete que mueve el engranaje se ha soltado, de manera que aunque funcionen todas las teclas la máquina es casi inútil, salvo para teclear cosas de una sola línea. Tecleé una postal para Potts: «Nigel se lo está pasando como nunca.» No se me ocurrió ningún otro texto corto que teclear. En la vida hay pocas cosas así de cortas. La postal salió manchada de aceite y herrumbre. Parece una postal escrita hace cincuenta años, como en cierto sentido lo es. Y lo de la casa que hizo explosión: miro atrás y me pregunto: «¿Quién era esa mujer?», como si me hubiera extraviado temporalmente, como si hubiera perdido la brújula y me hubiera salido del camino, por así decirlo, para meterme en un matorral, o como si estuviera mal de la cabeza temporalmente. Ello explicaría muchas cosas. Mal de la cabeza durante un par de semanas en ciertos aspectos, no por completo ni para siempre. «A Edna se le ha metido una abeja en la gorra» es como lo habría expresado mi madre. Y cuando me negaba a dejar de darle a la tecla, tras haber estado él llamándome durante un buen rato, Clarence se acercaba al pie de la escalera y gritaba: «¿Estás mal de la cabeza, Edna?» No era una pregunta. Puede que esté enfermo, supongo. Se arrastra de un modo que podría considerarse enfermizo, aunque también podría ser, en lo que se me alcanza, que las ratas de su edad anduviesen siempre así, o que ese fuera su modo de ir pisando virutas. No me había fijado antes en cómo camina o deja de caminar; puede que todos esos bichos anden así. ¿Cómo andaría yo sobre una capa de virutas que me llegara a las rodillas? Si se ha puesto enfermo es por la pintura que ha comido, probablemente. Podría no ser un libro, podría ser una introducción, o quizá un largo prefacio.

He colocado una nota nueva, la he pegado junto a la que dice: «Dar de comer a la rata.» Hay en ella una taimada referencia a mi interés por Henry Poole y su casa, que ahora me parece raro. Creo que debería llamarlo mi antiguo interés, y eso —mi antiguo interés— me parece extraño ahora, porque ya no sé qué era lo que había en ello que me interesara. No estoy explicándome con claridad. Es como creer que has atrapado una mosca, pero cuando vas abriendo el puño despacito descubres que no hay nada dentro. Tenías el puño bien apretado, en el convencimiento de que dentro había una mosca, y nunca hubo nada, y resulta extraño y raro y un poco chocante cuando abres el puño y descubres la realidad. La nota nueva dice: «Quienes viven en casas de cristal no deben leer el periódico.» Como idea, me resulta desconcertante y profunda. Clarence me dijo una vez que a mí nada me parecía profundo si no era desconcertante. Hizo esta observación tras haberle dicho yo que Vidas rebeldes14 no era profunda.

Alguien estaba pulsando la chicharra. O mejor dicho: alguien estaba chicharreando en la puerta, porque sonaba más bien como suena desde dentro, desde dentro de la casa, quiero decir el zumbido del timbre de la puerta, su zumbido austero, y había un zumbido de voces fuera.

Ahora están golpeando con los nudillos. Mi idea es no contestar. Es Giamatti, estoy segura.

Fui a la ventana para ver si podía echar un vistazo a quienesquiera que fuesen, cuando salieran. No vi a nadie. No veo la parte de la acera pegada al edificio, a no ser que me asome mucho, y soy bastante reacia a hacerlo. Tal vez no se hayan marchado. Supongo que podría haber sido Potts. Si hubiera sido Potts y se hubiera metido en su piso después de llamar aquí, la habría oído abrir y cerrar la puerta. Normalmente no oigo a Potts cuando anda por el interior de su casa, pero siempre la oigo entrar y salir. De todas formas, es demasiado pronto para Potts. Voy a tener que cambiar mucho esto, dejando fuera a Potts.

Estaba delante de la ventana, mirando hacia abajo, cuando noté que Nigel había muerto. «Invadió a Edna una impresión de muerte súbita a su espalda» lo describe bien. Me di la vuelta y miré. Estaba dentro del tubo de plástico, como siempre, con parte de la cola asomándole. Dio un golpe en el cristal y no se movió, ni meneó la cola. Introduje la mano y levanté un extremo del tubo; su cabeza asomó por el otro extremo. Tenía los ojos cerrados, la boca abierta, los incisivos a la vista. Levanté más el tubo, para ver el interior, y casi todo el cuerpo quedó colgando del otro extremo del tubo. Lo volqué directamente del tubo a una bolsa de cierre hermético. El cuerpo, al impactar en el fondo, primero hizo que la bolsa se me resbalara de la mano y fuera a chocar contra el suelo, con un ruido sordo, con un ruido de cosa muerta, y luego se salió. Con el tubo y el borde de un pie lo volví a meter. Ahora está en el frigorífico, en la puerta del frigorífico, porque no lo quiero encima de la verdura.

Estuve en la agencia ayer, cumplimentando más formularios, metiéndome en más apuros. Me preguntaron: «¿Dónde vive usted?», y contesté: «En el infierno.» Y la chica me preguntó: «¿Dónde queda eso, señora?» Yo me señalé el pecho y le dije: «Aquí dentro, aquí dentro.» Lo mismo con la profesión: para eso siempre tienen un espacio en blanco. Antes ponía «ninguna», pero me di cuenta de que así los hacía pensar que estoy en el paro, algo tan alejado de la verdad que resulta risible. Traté de escaquearme poniendo «Cuidadora», pero tampoco funcionó: me pidieron el nombre de mi empleador, y cuando dije que trabajaba por cuenta propia no se lo creyeron. Habían pensado que cuidaba de otras personas, no de mí misma. Querían que alguien me acompañara a casa, pero dije que no. Me vinieron ganas de decirles: «Cuando no tenía nada…» Podía muy bien imaginarme sin nada, pero el caso es que siempre he tenido algo, aunque solo fuera un poquito. Nunca he tenido el valor de no poseer nada, de no ser nada.

Si la vida tuviera capítulos, el capítulo final de la vida de Clarence empezaría en una casa empapelada de flores amarillas y terminaría en un aserradero de Georgia. Habíamos viajado hacia el sur, casi hasta el golfo, con un remolque de alquiler enganchado a nuestra ranchera con todas nuestras pertenencias dentro, bamboleándose brutalmente detrás de nosotros. En un momento dado del viaje, Clarence comparó lo de bajar hasta allí, que era de donde él procedía, aunque no de aquella comarca en concreto, con un animal que se esconde bajo tierra, que es lo que suele decirse en las cacerías, cuando el animal herido se refugia en un agujero. Descargamos en una pequeña granja con las paredes de amianto, papel de flores amarillas y un porche delantero que se había venido abajo por un lado, cuyo dueño era el farmacéutico que en tiempos le había dado empleo a Clarence. Rodeada de pinedas, que en otros tiempos fueron campos de cultivo, había dejado de ser una granja. Clarence me dijo que ya no quedaban granjas en la zona, porque el suelo estaba agotado; solo viviendas tremendamente dispersas, sin personalidad, y casi todas ellas en ruinas, en las que vivían personas obligadas a efectuar largos desplazamientos todos los días para acudir a su trabajo. En las pinedas hacía calor y había polvo. Los árboles no eran altos y estaban muy juntos; robles atrofiados, de grandes hojas y con mucha resina, se mezclaban con los pinos. El bosque olía a polvo y resina, y por las noches los insectos resultaban ensordecedores. Había maquinaria agrícola abandonada —no sé bien qué clase de maquinaria, ejes incomprensibles, ruedas y engranajes—, dispersa por los linderos del bosque, envuelta en maleza y herrumbrosa, con arbolitos creciéndoles en los intersticios. Todos los días de la semana Clarence se ponía una chaqueta blanca y conducía cuarenta kilómetros para trabajar en una farmacia del pueblo, donde conoció a Lily, que también trabajaba en la farmacia, pero de azul, porque no era farmacéutica. El papel de pared era amarillo pálido con flores de un amarillo más oscuro, el mismo en todas las habitaciones. Cuando llegamos, había zonas en que se estaba cayendo a trozos, y Clarence arrancó los colgajos, tirando y tirando de ellos hasta que se rompían, y dejó las paredes llenas de desgarrones. Vivió varios años en aquella casa, al principio conmigo, y luego con Lily, y luego, cuando yo volví de Potopotawoc, conmigo y con Lily. Allí dejó de ser escritor y murió entre la casa y el pueblo, porque se salió de la carretera y fue a chocar con un camión en el aparcamiento de una serrería. Cuando allí solo vivíamos nosotros dos, Clarence seguía considerándose escritor y le enseñaba a la gente su libro y las revistas con sus relatos, pero no creo que de veras creyese que alguna vez volvería a ser escritor. No recuerdo haberle dado a la tecla en aquella casa. A veces me he preguntado si seguiría considerándose escritor tras mi marcha, o lo hacía solo por mí, aún. Seguramente sí, sin embargo, porque a nuestro alrededor no había nadie que le descubriera la mentira. No sé de cierto si Clarence murió dentro del coche o en el hospital. Lo seguro es que en un momento dado estaba en el hospital, muerto. Lo podría llamar Libro del sufrimiento. Me refiero ahora al sufrimiento de Clarence. Si hubiera podido leer esto, habría dicho: «¿Te estás haciendo la graciosa?» Habría querido decir, claro está, si estaba tratando de ser irónica.

Dejé que Lily fuera en la parte de delante, cuando íbamos los tres en el coche, porque ella era la invitada, pero más adelante, cuando se convirtió en intrusa oficial, seguí sentándome detrás, por costumbre. Prefería ir detrás, creo, porque no me gustaba que la cabeza de Lily apareciera junto a mí, por encima del respaldo, cuando se inclinaba hacia delante para decirle algo a Clarence, que conducía. Estaba casi todo el tiempo diciéndole cosas, cuando íbamos a algún sitio en coche. Rebobinando, ahora, recuerdo que algunas veces sí que prestaba atención a lo que se decía, pero lo normal era que mirase por la ventanilla abierta los suelos agotados, mientras el viento se llevaba sus voces, o que me echara hacia atrás en el asiento y me durmiera. Dado que la casa empapelada de flores amarillas estaba en mitad de lo que Clarence denominaba el sitio más aburrido de Norteamérica, ambos adquirieron la costumbre de hacer viajes por ahí, y yo unas veces los acompañaba y otras me quedaba atrás. Montgomery, Chattanooga y Savannah son algunos de los sitios a los que fueron sin mí, si no recuerdo mal. Solían mandarme una postal, que siempre llegaba cuando ellos ya habían regresado. Clarence traía el correo del buzón de la carretera y decía: «Vaya, qué cosas, Edna tiene una postal de Savannah», si era allí donde habían estado. Una vez que fui con ellos bajamos hasta el Golfo y nos bañamos en el océano, si el Golfo de México puede considerarse océano. Los golfos son parte del océano, claro, pero quedaría raro que dijese que nos bañamos en parte del océano, como si fuera posible bañarse en el océano entero. Al regreso paramos a repostar gasolina en algún lugar al norte de la ciudad de Panamá. Enfrente de la gasolinera, al otro lado de la autopista, había una especie de parque temático cutre llamado Aventuras en la Jungla, y Clarence se empeñó en que nos acercáramos. Lo fascinaba ese tipo de cosas, chabacanas, desmedradas, por su niñez, que tanto abundó en ellas, cosas desgarradoras que no conseguía olvidar. Le compramos las entradas a un adolescente sentado en la puerta trasera de una furgoneta de reparto que permanecía aparcada ante la puerta del parque. Clarence, más adelante, dijo que el chico le recordaba a él mismo cuando tenía su edad, pero yo no le vi el parecido. El parque temático consistía mayormente en media docena de animales africanos tamaño natural, varios dinosaurios y varias mesas de picnic distribuidas bajo los árboles. Los animales estaban hechos de algún material duro y suave, plástico o fibra de vidrio, supongo, y sonaban a hueco cuando se les daba un golpe en el costado. Al borde del parque, casi en el arcén de la autopista, montada sobre una gran placa de madera contrachapada, que a su vez iba apoyada por detrás en un andamiaje inclinado, había un retrato tamaño natural de un cazador, típicamente eduardino, en bombachos caqui, medias altas y salacot. Tenía agarrado un enorme fusil aún humeante, un Rigby de 10,6 × 74 mm, según Clarence, y apoyaba un pie en la cabeza de un león con la lengua morada asomando. En el tablero había un hueco ovalado donde tendría que haber ido la cara del cazador, y ello hacía que el conjunto pareciera un cuadro de Magritte. La idea era colocarse detrás de la placa y asomar la cabeza por el agujero y que alguien te hiciese una foto. Primero fue Lily la que se puso, luego Clarence, y yo me ocupé de fotografiarlos. En este momento, si levanto la cabeza veo la foto de Clarence que pegué con cinta adhesiva a la ventana, la que está con el pie en la cabeza de un león. No tengo la foto que le hice con la cabeza en el agujero y el pie en un león falso, pero si la tuviera la pegaría junto a la otra. Eso sí que sería irónico.

La mayor parte del tiempo que pasé en Potopotawoc fue sin darle a la tecla más que para copiar algo, y luego, cuando regresé de allí a la casa del empapelado floral, también fue una época casi sin darle a la tecla. Con Clarence todo el día fuera en el coche y en aquel bosque demasiado caluroso y polvoriento para que resultara agradable pasear por él, cabría suponer que le hubiera dado muchísimo a la tecla, antes de marcharme, pero tampoco recuerdo haberlo hecho allí. Algo tengo que haber tecleado, sin embargo: si no lo hubiera hecho durante todo el verano que permanecimos en aquella casa empapelada, lo recordaría como un periodo baldío. No lo recuerdo como un periodo baldío. Donde ahora vivo, y por ahí tendría que haber empezado, pasé varios años sin teclear una sola palabra, con la máquina en el armario, y esos años los tengo mentalmente señalados por la falta de darle a la tecla, y pienso en ellos como años baldíos. Cuando volví de Potopotawoc, sin embargo, estoy segura de que no le di a la tecla. Permanecí en la casa del papel floreado con Clarence y Lily. Pasaba mucho tiempo en la cama, sin estar enferma. Los oía en el patio, tirando al blanco con latas, haciendo cosas juntos. Era invierno y la casa estaba fría. En los días de sol daba largos paseos por el arcén de la autopista, porque no me gustaba pasear por aquel bosque que había dejado de ser campo de cultivo hacía tan poco tiempo que no era un auténtico bosque y estaba hecho más bien de pinos pequeños como matorrales. Volví de Potopotawoc cuando acababa un verano, y me marché cuando acababa el invierno siguiente. Clarence y Lily se quedaron allí; permanecieron juntos, como debían, según acordamos, y yo me marché.

Me veo en el pasado como si estuviese fuera de mi vida, observándola con una cámara. Me veo, por ejemplo, con un grupo de amigas, bajando a toda carrera la escalinata del Palacio de los Fundadores de Wellesley, o sentada frente a Clarence en el comedor del hotel Norfolk de Nairobi. Por mi expresión deduzco que era feliz en aquellos momentos, no me cabe duda de que lo era, pero no logro sentir de nuevo esa felicidad. El hecho es que ni siquiera puedo imaginarla.

Me voy a comprar un lápiz rojo. Los lápices rojos nunca tienen goma de borrar. Son para gente segura.

Llevo días y días sin darle a la tecla. Días y noches, mejor dicho, porque a veces me he sentado a la mesa de teclear a altas horas de la noche, pero sin darle a la tecla. Algo debe de pasarles a los compresores: de pronto se han puesto a hacer más ruido, de modo que apenas oigo el tráfico que pasa bajo mi ventana. No sé si quiero seguir dándole a la tecla. Hace un ratito, estando yo a la ventana, pasaron unos coches de bomberos, y no oí las sirenas, sin llevar las orejeras puestas. ¿Por qué lo estoy diciendo así, cuando lo que quiero decir es que no las oí a todo volumen? Porque las ideas me rugen en la cabeza, probablemente, me rugen, quiero decir, haciendo más ruido que los compresores del techo de la fábrica de helados. Aúllan, de hecho. «Las ideas de Edna aúllan como polillas.» No sé qué estarán aullando.

Ineluctable, incorregible deriva. Desviación a un lado, incurable, inevitable, de una mujer que habla, que habla porque no le queda otra cosa. Podría preguntar por qué. Claro está que en algún sitio, en algún plano existencial, siempre hay un no quedar otra cosa. Casi nadie se instala ahí, sin embargo. La pregunta es: ¿cómo ha llegado ahí esta mujer? y ¿por qué se queda? Se lleva comida a la boca, se viste, respira. ¿Está escapándosele el mundo? ¿Está haciéndosele pequeño, como visto con un tubo largo? ¿Está oscureciéndosele?

Informe sobre la situación actual de la mujer: pensativa, lastrada de recuerdos, lacrimosa.

Me he gastado la última moneda de lo que me quedaba para vivir este mes. En un pastel y un café con leche en Starbucks.

«Ni una palabra más», me digo. Se acabó darle a la tecla. Y garrapatear y hacer garabatos y tomar notas. De ahora en adelante, silencio, listo es lo último que oirán ustedes de mi. O.K. Adiós.

Creo que el helecho está rigurosamente muerto. Si fuera una de esas inglesas anticuadas, como el cazador sin cara, podría decir que está bestialmente muerto, lo cual sonaría divertido, dicho de una planta15.

Rugido. Y, por encima del rugido, golpes en la puerta. Ni que decir tiene que no estoy majareta: ahí, podría afirmarse, está el problema.

La cosa está en seguir hablando, donde «hablando» quiere decir «dándole a la tecla».

No es ni siquiera soledad, es algo peor que la soledad, es una cabeza llena de particularidades.

Llevo la vida entera con la gorra llena de abejas.

De nuevo golpes en la puerta, ahora acompañados de voces de mujer, pero no la de Potts, más alta, que dice: «Edna, quiero que hablemos.» Me oyen darle a la tecla. No tiene sentido fingir que no estoy. Voy a hacer una pausa ahora. Sospecho que el próximo espacio en blanco va a ser el mayor de todos. Voy a hacer una pausa, abrir la puerta (siguen ahí), pero antes voy a meter un folio en blanco en el carro. Si esto llega alguna vez a ser un libro, esta será la última página. Tal vez antes de abrir, o después de abrir, con ayuda de quien sea que esté llamando, recoja todos los papeles que tengo en el suelo. Harán un respetable rimero, me parece. Clarence habría dicho: «Vaya montonazo, muchacha», seguramente. Y luego, cuando vuelva, me traeré un lápiz rojo. Colocaré el montonazo encima del sillón marrón, y quitaré unas cosas y añadiré otras, supongo, y luego ya veré.

Ir a la siguiente página

Report Page