Cristal

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Cristal

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Sam Savage

Cristal

ePub r1.0

dacordase 28.10.13

Título original: Glass

Sam Savage, 2011

Traducción: Ramón Buenaventura

Editor digital: dacordase

ePub base r1.0

Sería maravilloso superar de un salto determinados obstáculos y hallarse en una posición por encima de la que se halla uno. Uno ve que está, en cierto sentido, indefendiblemente preocupado por las propias preocupaciones. Tiene uno que tener las ideas que tiene, no puede uno tener las ideas que le gustaría a uno tener.

JASPER JOHNS

(en conversación con Deborah Solomon, New York Times, 19 de junio de 1988)

Estuve demasiado lejos toda mi vida y no saludando con la mano sino ahogándome.

STEVIE SMITH

Soy de mucho pensar. A Clarence le encantaba decírmelo cuando le ponía objeciones a alguna de las pamplinas que largaba, especialmente cuando ya le había tumbado unas cuantas. No voy a entrar en eso ahora, ni en cuánto bebía ni en sus pamplinas, ya que en este momento no estoy pensando en Clarence más allá de lo que no puedo evitar si quiero al menos mencionarlo —no se puede hablar de alguien sin pensar en ese alguien en tal sentido—. En lo que verdaderamente estaba pensando era en viajar, aunque tampoco en viajar en el sentido de considerarlo un acto potencial —precipitarme a la estación de autobuses y etcétera—, como si pudiera hacer un viaje si quisiera, aunque en realidad sí quiero en algún sentido del verbo querer, en algún sentido del verbo viajar. Querer de ese modo es tener un deseo sin atribuirlo a ningún acto previsible —deseo sin esperanza, digo yo que será—. Creo que la palabra para esta modalidad de deseo es veleidad. Estoy descubriéndome cada vez más veleidades estos últimos días, y una de ellas es la de viajar, unas ganas sin más esperanza que la de peregrinar a algún sitio. Pero pensándolo un poco más descubro que incluso «veleidad» podría resultar demasiado fuerte, ya que sugiere un leve impulso, tan terriblemente débil estos últimos días. Ateniéndonos estrictamente a los hechos, el caso es que no tengo deseo alguno de viajar, ni siquiera como algo sin esperanza e imposible, no en el momento actual, no cuando acabo de ponerme otra vez a darle a la tecla. Es más bien que a veces me gusta imaginar los sitios a los que podría ir si hiciera un viaje, y en eso estaba hace un momento, antes de que me distrajera la idea de Clarence, que se presentó sin que nadie la invitara. Estaba sentada a la mesita de al lado de la ventana, donde desayuno y donde por el momento está la máquina de escribir. Aquí sigo sentada, evidentemente. Estoy en posición erguida, con los codos separados, los antebrazos ligeramente inclinados hacia abajo; llevo un vestido azul. Tengo intención de teclear sobre toda clase de asuntos, además de Clarence, y entre ellos alguno habrá, espero, que aún no me haya surgido en la cabeza. Digo esto y se me ocurre que dentro del enorme montón de cosas amontonadas en mi cabeza Clarence ha quedado reducido a un mero tema. Antes de decirlo —sin querer, como acabo de explicar— no había pensado en él exactamente de ese modo. La mesa es pequeña, redonda, con patas cónicas de madera y tablero de formica. Me pongo aquí el desayuno porque la ventana da al este y puedo estar sentada delante con mi taza de café cuando sale el sol. Sale lanzando destellos por encima de la fábrica de helados, la luz se cuela por el ventanal, y doy el primer sorbito. A veces con ese primer sorbo las palabras «sorbo y destello» me vienen a la cabeza y destellan dentro. Momentos así, supongo, son los que la gente llama pequeños placeres de la existencia. El sol sale, la fábrica de helados ruge, y a veces imagino que ese rugido es el sonido del sol naciente, como en el poema de Kipling que me encantaba de niña, donde el alba sube como un trueno procedente de China desde el otro lado de la bahía1. Todas las ventanas de esta habitación dan al este, pero el sol se cuela solamente por una de ellas, la del centro —son tres—, la clara entre las dos oscurecidas, porque están cubiertas casi por entero de notas y trozos de cinta a cuyo través el sol únicamente alcanza a rezumar, aparte de unas cuantas astillas oblicuas que asoman por los intersticios, trazando dibujos pinchosos en el suelo. Si Rudyard Kipling pudiera ver el sol saliendo por la fábrica de helados de la acera de enfrente, se llevaría una desilusión, estoy segura. Hay días en que las nubes son tan espesas que no sé muy bien dónde se encuentra el sol exactamente, y esos días tengo tal sensación de opresión que me cuesta trabajo encontrarle sentido a seguir adelante, y cuando los días nubosos vienen unos detrás de otros sin interrupción entre ellos, como ha estado ocurriendo con mayor frecuencia en años recientes, las cosas llegan a tal punto que me encuentro llorando por tonterías. Con las «cosas» me refiero más que nada a mis pensamientos. Abrir el frigorífico una mañana y encontrarme con que no hay leche es una tontería, pero el caso fue que me dejé caer en el sillón y me puse a llorar. Cuando me desperté estaba otra vez lloviendo. Me quedé acostada en la cama escuchando la lluvia y me consolé pensando que al cabo de unos minutos iba a estar acurrucada con mi café en el sillón grande de al lado de la ventana, me imaginé mirando la lluvia desde el interior y dando gracias por estar seca y abrigada. Pero luego me toca levantarme medio a oscuras y trasladarme a la cocina y descubrir que la leche se ha cortado y comprender que voy a verme obligada a beberme el café solo o a ir a la tienda, con la que está cayendo… como es natural, lo que hice fue sentarme y, eso: llorar. Además de la mesa tengo un sillón con su escabel delante, y ese es, junto con un sofacito, una estantería para libros, la rinconera del teléfono y dos sillas de respaldo recto que hacen juego con la mesa, todo el mobiliario del cuarto de estar, si no contamos la radio —una Sony amarilla colocada en al alféizar, lo más cerca posible del sillón—. Cuando me siento en el sillón pongo los pies en el escabel, como me han recomendado, porque se me hinchan los tobillos, aunque no es por eso por lo que lo hago —lo hago porque así estoy más cómoda—. Me siento y me miro los pies por encima de los bultos de las rodillas, una visión que se hace cada vez más dolorosa en los últimos años, con esos deltas fluviales de venas azules. He conseguido identificar el Zambeze y, creo, el Magdalena, aunque este último tengo que comprobarlo con un atlas mejor. El tapizado del sillón es de un material aterciopelado de color marrón, el escabel también es marrón, pero no del mismo marrón, mis pies están tapizados de carne que por debajo de la epidermis escamosa se ha vuelto como de esponja, últimamente, y se le quedan marcados los hoyos si la aprieto. Una vez, de niña, oí decir a mi padre que mi madre estaba en un estudio color marrón, y pensé «Qué cosas tan raras dice», porque todos estábamos viéndola ahí sentada en su coche, en el camino de acceso al garaje2. Desde aquel día me gustó la expresión, por las imágenes tan divertidas que trae consigo, aunque jamás la pronuncio en voz alta, porque ninguno de mis conocidos actuales sabría lo que significa, pero cuando estoy en mi sillón marrón a veces lo pienso. «Edna está en un estudio de color marrón» es como lo pienso entonces. Cuando digo «mis conocidos» me refiero a las personas con quienes he hablado últimamente, a saber diversos jóvenes de detrás del mostrador de Starbucks, la camarera de la cafetería, Potts, las chicas de la agencia, el señor de la tienda de máquinas de escribir y un conductor de autobús, hasta donde me alcanza la memoria. Tengo otros conocidos que seguramente sí sabrían lo que es un estudio marrón, pero no he hablado con ninguno de ellos últimamente, aunque, entiéndase bien, lo de no hablar con ellos no quiere decir que les haya retirado la palabra, por alguna animosidad; lo que pasa es que últimamente no he dicho nada estando ellos cerca —fue el verano pasado cuando dejé de decir cosas estando ellos cerca—. Otra expresión que me gusta es «en el punto de partida», como si hubiera un pináculo o elevación de algún tipo con ladera de partida en un lado y ladera de permanencia en el otro. Visto así, la permanencia viene a ser como dejarse caer hacia atrás: dejarme caer en mi gran sillón marrón. Hay otras frases así, como «al borde de la desesperación», por ejemplo. De hecho, hay muchísimas parecidas: «a punto de volverse loco», «al borde de la ruina», «al margen de la sociedad respetable», y etcétera. Solo por estas frases ya se ve que hay trampas en todos los ámbitos de la vida. No lo digo como excusa. Llevo sin ir a trabajar desde la segunda semana de enero. Una mañana temprano, a una hora en que cualquier día laborable habría estado bajando las escaleras a toda prisa en dirección a la calle, con miedo a perder el autobús, no bajé a toda prisa las escaleras. Permanecí en el rellano por un momento, y luego me volví a meter en casa. No lo hice intencionadamente; no hubo en ello intención alguna. La sensación fue de «Edna tuvo que parar en seco porque se le quedó en blanco la cabeza». Quiero decir, por supuesto, ir a toda prisa mentalmente, impulsada por el miedo a llegar tarde, no porque bajara corriendo la escalera, lo cual habría sido casi un suicidio, a mi edad. No tuve, durante el último día que estuve en el trabajo, la intención de no volver nunca. No recogí mis cosas como es debido y me dejé las orejeras de borrego colgando del respaldo de una silla. Al día siguiente llamé diciendo que estaba enferma, y luego lo hice cada pocos días. Pasado un tiempo dejé de llamar, preferí esperar a que ellos me llamaran a mí. Ahora nadie me llama por teléfono. No iba a trabajar porque era demasiada molestia. Tiene algo de misterioso que la máquina de escribir vuelva a estar encaramada a la mesa. La coloqué hace ya unas cuantas semanas. La extraje del fondo del armario, habiendo retirado antes, para alcanzarla, muchas otras cosas —ropa, libros, mantas, piezas de una silla rota—, que amontoné encima de la cama. Tenía intención de ponerme a teclear nada más colocarla, y de hecho pulsé las teclas unas pocas veces, para ver si seguían funcionando, e inmediatamente vi que la cinta se había secado. Lo cual era de esperar, claro, porque la máquina llevaba años en el armario, aunque yo no lo esperara en absoluto, porque no había pensado para nada en la cinta y lo que esperaba era sentarme y ponerme a teclear, sin más. No sé exactamente cuántos años, diez u once, desde luego, porque llevo catorce viviendo en este piso y transcurridos los dos o tres primeros dejé por completo de usar la máquina. Lo misterioso es por qué de pronto tomé la decisión de utilizarla de nuevo, ponerme de nuevo a darle a la tecla, tras tantos años sin hacerlo. Un día estoy mirando por la ventana o tomándome los copos de avena tranquilamente o, como ya he dicho, llorando, y al día siguiente estoy dándole a la máquina. No diré que dándole alegremente, ni siquiera con gusto, pero dándole, con precisión y a buena velocidad, dentro de lo posible. Cuando me mudé a este piso aún les escribía cartas a varias personas, aunque cada vez me resultaba más difícil conseguir que se me ocurriera algo que contarles, más allá de lo de siempre, que si cómo estáis, que si yo estoy bien —dentro de lo posible—, a no ser que estuviera recuperándome de una gripe, o algo así, y entonces sí, claro, eso siempre podía mencionarlo. Al cabo de un tiempo se me hizo evidente que no estaba contando nada que no hubiera cabido en una postal, y empecé a mandar postales, y entonces fue cuando dejé de escribir a máquina, porque las postales están entre las cosas que se escriben a mano, y seguramente fue poco después cuando guardé la máquina en el armario, porque se había convertido en un bulto más que esquivar. Ya, claro, no es imposible escribir una postal a máquina. Habría el inconveniente de que saldrían alabeadas y habría que ponerles un libro encima hasta que se alisaran de nuevo, y también que escribiendo a máquina cabe mucho más texto que escribiendo a mano y habría que meter más palabras en la tarjeta, en flagrante contradicción con el motivo de escribir postales en vez de cartas. Acabaría uno insertando otra vez toda clase de soserías irrelevantes, solo para llenar el espacio en blanco, y para mí que esa es la razón de que la gente por lo general no recurra a la máquina para escribir postales. A fin de cuentas, la verdad es que no tiene nada de malo enviar postales alabeadas; no hay, desde luego, ninguna norma postal que lo impida, porque de todas formas saldrían alisadas de la máquina de poner matasellos, o como se llame el aparato que imprime esos trazos ondulados encima de los sellos. Cuando dije que otra vez estoy tecleando a buena velocidad, dentro de lo posible, me refería a mis años: estoy tecleando a buena velocidad para una persona de mi edad, con unas manos como las mías. Tengo tendencia a afirmar que mis dedos parecen garras. Mis dedos no parecen garras, aunque se han vuelto más finos que nunca y tengo los nudillos hinchados. Creo que tengo las manos como cualquier otra persona normal de mi edad. Las mangas de mi vestido van sujetas a la muñeca con cuatro botones blancos. Coleccionaba sellos cuando era pequeña, sin entusiasmo, porque los mayores consideraban que debía hacerlo. Las compañías de mi padre recibían correspondencia del mundo entero, y él hacía que me guardasen todos los sellos internacionales, los mismos que los empleados seguramente se habrían llevado a casa para sus hijos. No disfrutaba coleccionando sellos y nunca me molesté en pegarlos a los grandes álbumes azules que papá me compraba, pero guardaba los más bonitos cerca de la cama, en una caja de caoba que tenía en la tapa en bajorrelieve un barco antiguo de velas cuadradas, y de vez en cuando los miraba. Los que más me gustaban eran los de países que nunca había oído nombrar, partes remotas del Imperio Británico y del África Ecuatorial Francesa, lugar que, por su nombre, se me antojaba infinitamente deseable. Era ya ridículamente mayor y seguían obligándome a dar una cabezada todas las tardes, de modo que en vez de dormir sacaba los sellos de la caja y los miraba e imaginaba que iba de viaje a los sitios de donde procedían los sellos y que montaba en elefantes, tropezaba con cocodrilos y cosas de esa naturaleza. La verdad es que no recuerdo mis sueños diurnos de aquella época, solo que pasaba en ellos una buena cantidad de tiempo, o sea que más bien estoy adivinando cuando digo que había cocodrilos y elefantes. Por qué no iba a haberlos, ¿verdad? Según transcurría el tiempo y mi situación se iba haciendo cada vez más intolerable, más a menudo soñaba, no solo a la hora de la siesta, y más tiempo permanecía allá. Permanecía alejada en los sueños diurnos, soñando que me hallaba lejos. Al decir «situación» me refiero a la vida corriente, que en aquel tiempo incluía a Mamá y Papá. Debía de andar por los cuatro o cinco años cuando por fin me di cuenta de que la vida cotidiana con ellos se me había hecho intolerable. Me acompañaron el primer día al jardín de infancia, en este caso Mamá y la Niñera, una alemanota que se ocupaba de mí mientras mamá mariposeaba en sociedad. Supongo que tendría nombre, pero se me ha olvidado, si es que alguna vez lo supe. Las palabras «Gertrude Klemmer» sobrevuelan algunos de mis primeros recuerdos, pero quizá se trate de algún personaje literario. Se llamara como se llamara, el caso es que era mi Niñera, y la veía con bastante más frecuencia que a Mamá o Papá. Se marchó cuando yo tenía cinco o seis años y en su lugar vino toda una serie de mujeres, ninguna de las cuales duró mucho. No estoy segura, de que fuese alemana; lo mismo era holandesa. Acabé viajando varias veces a Europa, ya de mayor, y también a México, Venezuela y una vez a África Oriental, por poco tiempo, pero nunca estuve en ninguno de los países de mis sellos preferidos. Viajar de mayor, con todas las cargas y desdichas de ser mayor, no resultó, ni de lejos, tan agradable como había pensado que sería al imaginármelo de pequeña.

La línea en blanco significa que dejé de darle a la tecla en este punto y fui a buscar una foto de la Niñera. Me he estado preguntando si era alemana u holandesa, y me vino la idea de echarle otro vistazo a su foto. Por supuesto que es ridículo pensar que mirando una foto se pueda averiguar si una persona es alemana u holandesa, pero fui a buscarla, de todas formas. Vengo observando que últimamente se me ocurren muchas ideas que no acaban de tener sentido. Como sucedió antes, cuando me quejé de que me hubiera distraído la idea de Clarence, a la que acusé de haberse presentado sin que nadie la invitara. De hecho, pensándolo un poco mejor, no está claro que una idea pueda ser invitada, como al parecer sugerí en aquel momento. A fin de cuentas, a duras penas podría hallarme en condiciones de invitar a una idea, extrayéndola del enorme montón de todas las ideas posibles, si no estuviera ya pensándola, en algún sentido del verbo pensar, en algún sentido de «ya», y desde luego no es tanto un montón como una maraña, una enorme maraña de ideas posibles, igual que una jungla. Invitar a una idea sería como sacar a un extraño de una multitud para preguntarle cómo se llama. Bueno, supongo que podría hacerse mediante gestos o gritando o acercándose a él y tirándole de la manga, como haríamos si un día viéramos en una estación de ferrocarril a alguien cuyo nombre nos gustaría conocer, quizá porque tiene pinta de persona con la que nos gustaría trabar amistad. Para que la analogía funcione hay que imaginar que no somos capaces de acercarnos a dicha persona, quizá porque estamos impedidos o terriblemente cansados o nos han arrestado y estamos esposados a un policía. Vemos a esa persona que nos gustaría conocer, quizá alguien famoso que podría sacamos de nuestro aprieto, pero no se nos permite, por acción de alguna misteriosa fuerza en que no vamos a entrar ahora, ni gritar ni agitar la mano ni siquiera sugerir algo con la mirada. El único modo en que se nos permite llamar su atención es gritando su nombre, cuando eso es justo lo que no sabemos y esperábamos averiguar. Hay que dar por sentado, claro está, que las personas con quienes estamos, el policía, el médico, lo que sea, tampoco saben su nombre, o si lo saben se niegan a decírnoslo, porque piensan que nos perjudicaría entrar en contacto con esa persona, o quizá que los perjudicaría a ellos, que perjudicaría su posición social, sobre todo si nos han detenido sin razón válida, o quizá lo hagan por puro despecho. Tengo la impresión de que no me estoy explicando con claridad. Estoy tratando de demostrar algo muy sencillo, es decir que en modo alguno cabe invitar a una idea: las ideas surgen, y la cuestión parece complicada solo porque en realidad es muy simple. Suele ocurrir, supongo, que las cosas simples resulten escurridizas, porque no tienen esquinas que permitan agarrarlas bien. Me ayuda pensar que la mente es como una calle: coches y gente y lo que sea, perros, hojas, van llegando, dando la vuelta o caminando o traídos por el viento, trozos de papel y tierra, por ejemplo, además de hojas, y no hay modo de saber qué será lo próximo que se presente, ni se puede fisgar desde una esquina a ver qué llega, para quizá evitado de una forma u otra, tal vez plantándose en el cruce y moviendo los brazos como hacen los policías de tráfico; mandar un coche en tal dirección y otro coche en tal otra dirección, y donde digo «coches» entiéndase ideas, y por «en tal o tal dirección» entiéndase hacia la mente o no. Así pensando, recurriendo solo a imágenes concretas, es fácil comprender lo absurdo que resulta pensar que podemos invitar a las ideas. Surgen, y ya. Hay otra cuestión relacionada con esta, de un modo que ahora mismo no tengo claro. Quizá pudiera aclararme si pensara un poco más en ello, pero es que enseguida me canso de todo el asunto. Creo que estoy difuminándolo todo, a pesar de que me puse a ello con intención de resolverlo. Cuando me puse a darle a la tecla, quiero decir. Me puse para ser clara y concisa, y no había transcurrido un segundo cuando ya irrumpieron cientos de cosas, introduciéndose por voluntad propia, invadiendo, en realidad, y, como acabo de señalar, sin que nadie las hubiera invitado para nada. Esto hay que matizarlo —y las matizaciones son otra de las cosas, además de las intrusiones, que tienden a interferir—: aunque no se pueda invitar a las ideas, les guste o no, por las buenas, lo cierto es que una vez que se presentan, aunque solo sea en parte, que asoman la punta de la nariz, por así decirlo, podemos ponerlas en fila para irlas pensando, como quien reparte números a los parroquianos en una carnicería. Por ejemplo, cuando me salió el trocito sobre las veleidades, también estuve a punto de poner otras cosas, pero a estas las obligué a hacer cola hasta que terminara de hablar de las veleidades, y luego, claro, hubo una acumulación de cosas, los muebles, la leche cortada, la colección de sellos, y etcétera, hasta el hombre en la estación de ferrocarril. La experiencia me dice que no es posible enunciar más que unos pocos números a la vez, o por lo menos no es posible enunciarlos en la cabeza. Cuando muchísimas cosas se me acumulan, las apunto en un papel, para que no se me olvide pensar en ellas. A veces pego el papel en una ventana donde pueda verlo. La foto que estaba buscando es de la Niñera y yo en el jardín de casa. Creí que la había vuelto a meter en la caja de las cartas, o sea en la caja de cartón en que guardo las cartas que me importa conservar, así como casi todas las fotos. No la llamo así exactamente, o por lo menos nunca he pronunciado esas cuatro palabras, ni una sola vez, a no ser que contemos las veces que con casi total seguridad las dije, cuando vivíamos en Inglaterra, donde le llaman «caja de las cartas» al buzón3. Solo estuvimos tres semanas, de modo que no puedo haberlo dicho muy a menudo ni siquiera entonces, pero hace un momento, cuando me estaba preguntando dónde habría ido a parar la foto de la Niñera, estoy segura de que pensé algo como «tiene que estar en la caja de las cartas». De otro modo, ¿cómo habría sabido que era allí donde ir a buscar? A no ser, claro, que tuviera una imagen de la caja en la cabeza en ese momento. Estoy segura de que no tenía una imagen así en la cabeza en ese momento. Suelo tener palabras en la cabeza, unas veces palabras mías, otras veces palabras ajenas, fragmentos de conversaciones, trocitos y fragmentos de canciones y poemas, charlas insustanciales, y pequeños anuncios como «Voy a abrir la ventana» justo antes de abrir la ventana, pero rara vez tengo imágenes. La foto no estaba en la caja de las cartas. La usé de marcapáginas, por fin me acuerdo, en El señor de los anillos, que intenté leer hace unos años, y ahora estoy intentándolo de nuevo, bueno, por lo mucho que se ha hablado del libro cuando pusieron la película, pero el caso es que me aburrí lo mismo que la primera vez, hace ya tantos años; y cuando volví a ponerlo en la estantería quizá no me acordara de sacar el marcapáginas. Evidentemente, no me acordé, porque ahí estaba, sobresaliendo del libro. Normalmente utilizo cintas como marcapáginas, no fotos. Clarence solía enfadarse cuando iba para atrás y para delante de este modo, diciendo una cosa y luego otra, con la segunda contrarrestando la primera de un modo que podría parecer voluble, y derivando hacia los lados en lugar de lanzarme ininterrumpidamente hacía delante, aunque yo no lo llamaría derivar, que suena flojo y temblón. Él lo llamaba vacilar, pero para mí es pensar, y nada más. La mente de Clarence siempre iba directamente a lo que quería, y decía que lo mío de ir para atrás y para delante lo sacaba de quicio. Pero francamente había algo casi brutal, en su manera de pensar, si eso puede llamarse pensar. No tenía, noción de lo difícil, que nos resulta a algunos lo de ir hacia delante. Es justo afirmar que Clarence no era un pensador. De hecho, si era capaz de hacer lo que hacía y dicho sea de paso, de escribir del modo en que escribía, era por su ceguera a las alternativas: sus frases desfilaban por la página como soldaditos, armado cada uno de ellos de un pequeño verbo peligrosamente activo. Y había a quienes les gustaba, porque las frases los llevaban a cuestas, y, como lectores, solo tenían que dejarse conducir, sin pararse a considerar adónde iban. Siempre he pensado eso de su modo de escribir; si alguien me lo hubiera preguntado, lo habría dicho, por más que las frases de El bosque de noche no sean ni por asomo tan horribles como las que vinieron más adelante. Digo horribles en ese aspecto concreto; en otros aspectos son maravillosas, claro. Espero que en el futuro quiera dejar de darle a la tecla por una diversidad de otros motivos, aparte de buscar una foto, y preveo que dejaré blancos también en esos sitios. He parado ya varias veces, haciendo pausas subrepticias, por decirlo así, pero hasta ahora no se me había ocurrido lo de los blancos, y ahora ya no me acuerdo de dónde fueron esos sitios, para volver ahí e insertar los blancos. Necesitar un par de minutos para pensar algo puede ser un motivo, y en ese caso lo que haré será dejar las manos en suspenso sobre el teclado, en espera de proseguir, a no ser, claro, que el pensamiento me lleve a instalarme en el pasado o incluso meditar, como fácilmente puede ocurrir, y en ese caso tendré que descansar las manos en el regazo. Seguramente miraré por la ventana, si toca meditar. Dejar por completo de darle a la tecla podría ser otro motivo para animarme a añadir un espacio en blanco —por completo temporalmente, quiero decir, para ocuparme en alguna otra cosa, no dejarlo de veras, por más que haya no pocas cosas que podría apetecerme hacer aquí mismo, en la mesa: dibujar, por ejemplo, o apoyar la cabeza para descansar, o comer algo, una manzana, pongamos por caso, que me haya encontrado. Podría, tras un rato de darle a la tecla, tomar la decisión de levantarme, por los calambres, estirar los brazos por encima de la cabeza, apoyar con fuerza los pies en el suelo para desentumecer las piernas. Podría ser, si ahí afuera no llueve ni hace frío, tras unos cuantos estiramientos y un rato de apoyar el pie con fuerza, que abriera una ventana y mirara la calle con los codos apoyados en el alféizar, o quizá que permaneciera tumbada en la alfombra durante unas horas, como un perro.

También podría parar por otras muchas razones: porque estoy almorzando o porque me he ido al cine; o tal vez por estar durmiendo o por haberme ido de viaje a algún sitio, aunque esto último parezca poco probable, como ya mencioné al principio. Pensé en variar el tamaño del espacio en blanco según la cantidad de tiempo que permanezca fuera —cuanto más ancho el espacio, más largo el tiempo—, pero pensándolo mejor decidí que no sería práctico: me harían falta auténticos rimeros de folios en blanco si llegara a marcharme de viaje, aunque fuera uno corto, a la vuelta de la esquina, con lo lenta que soy andando. Y dudo que vaya a apetecerme mencionar todo lo que hago cuando no estoy a la máquina. No voy a decir: acabo de levantarme a orinar, acabo de levantarme a ver si ha llegado el correo, y etcétera. Supongo que el mero hecho de ver la foto de la Niñera, cuando la utilicé de marcapáginas, con la cantidad de años que llevaba sin verla, podría ser lo que me impulsó a sacar la máquina de escribir del armario, aunque ello, por sí solo, no baste para abolir el misterio; solo lo lleva un paso atrás, a la pregunta de por qué, después de tanto tiempo, decidí, para empezar ponerme a hurgar en la caja de las cartas. Hurgar en mi mente es lo que estoy haciendo. Digo esto y me viene la imagen de alguien metido hasta el cuello en un montón de periódicos hechos una bola; una mujer, a juzgar por el peinado. Por la ventana se ve que ya ha oscurecido fuera. No por completo, porque vivo en una calle urbana donde siempre hay luces, pero bastante, dentro de lo posible. He encendido las luces de la habitación, la del techo y la lámpara de pie que hay junto al sillón. La última vez que mencioné algo así aún brillaba el sol; que mencioné, quiero decir, si era de día o de noche, situaciones ambas que son meros síntomas de lo que verdaderamente ocurre ahí fuera, a saber: el movimiento planetario, la rotación de la Tierra sobre su eje y (para nosotros) la noche que sigue al día, el día que sigue a la noche, como si tal. Digo esto y veo el planeta Tierra, el aspecto que tiene desde la Luna en las fotos que se trajeron de ese sitio tan espantoso, como una canica de cristal blanca y azul girando en mitad de la nada. En este momento ha completado aproximadamente tres vueltas y medía desde que empecé de nuevo a darle a la tecla. Cuando estaba en noveno nuestra profesora de ciencias nos contó la reacción de la gente, cuando el Renacimiento, ante la idea de que la Tierra fuera redonda y no plana, algo que debió de resultar bastante sorprendente en aquel momento. No puede ser redonda, decía la gente, porque los que viven en la parte de abajo se caerían. La profesora se reía al contarnos eso, por lo tonta que era aquella gente, y todos nos reímos también, y estoy segura de que todos pensamos: «Qué gente tan tonta.» Yo también me reí, claro, aunque, la verdad, no tenía ni idea de por qué no se caen los de abajo. Me sigue pareciendo raro que no se caigan. Creo que una de las farolas de la calle no funciona, por eso está tan oscuro ahí fuera.

Este pasado mes de noviembre, creo que fue, recibí una carta de la primera editorial de Clarence, de una señora que allí trabaja, cuyo nombre ya se me ha olvidado, contándome su proyecto de reeditar El bosque de noche, porque el año que viene será el cuadragésimo aniversario, dijo, lo cual resulta difícil de creer; y que si me gustaría escribir un prólogo. Se llama Angelina Grossman. Por un momento pensé en contestarle por carta, recordándole un par de cosas dolorosas, que siguen doliéndome, pensé decirle, y esperaba que también dolorosas para ellos, la gente de Webster & Davis, ahora que han tenido tiempo de reflexionar. Unas líneas displicentes, seguramente a lápiz, en una de esas postales blancas que venden en Correos, no una postal con ilustración. Y luego pensé que a fin de cuentas no escribiría, que me limitaría a no dar respuesta, expresando así mi indiferencia y mi desprecio, y tiré la carta a la papelera. Luego la recogí de la papelera y me lo pensé. Y luego la rompí. Durante el proceso de hacer y deshacer y luego de recomponer la carta trocito por trocito, con el celo empeñándose en adherirse donde no era, me exalté muchísimo, me quedé consternada. Se me ocurrió que si yo me negaba igual le pedían a Lily que lo hiciera, por despecho, por las cosas tan desagradables que dije de ellos en su momento. Serán conscientes, seguro, de que Lily no está en condiciones de escribir nada, tienen que saberlo, pero imaginé que podían grabarla con un magnetófono, recogiendo su versión de Clarence, una versión unilateral y completamente mutilada, y pagándole luego a alguien para que la pasara a un lenguaje correcto. Eso, claro, es una idea absurda, y el hecho de que pudiera ocurrírseme muestra lo exaltada y lo confusa que estaba. Al final le envié a Grossman una postal de un oso. Le dije que no podía (subrayado, el no) escribir un prólogo breve, pero que me pensaría la posibilidad de escribir una introducción larga, o incluso, le dije, un libro aparte (subrayado dos veces, aparte); en él habría mucho sobre Clarence, pero no sería solo sobre Clarence sino también sobre mi vida de antes y de después, porque era imposible entender a Clarence sin eso. Si tal es la razón de que la máquina de escribir esté ahora encima de la mesa, tardó en hacer efecto. Saqué la máquina del armario en enero, creo que fue, cuando ya casi me había olvidado de la carta, que, como ya he mencionado, llegó en noviembre, o puede incluso que en octubre, y ahora estamos en abril.

Estaba comiendo, a primera hora de la tarde, cuando de pronto sonó el timbre de la puerta. No exactamente comiendo, no masticando activamente, solo paseando la comida por el plato: lentejas de una lata que había abierto unos días antes y que se me había olvidado hasta que la descubrí en el refrigerador, buscando el queso. Me comí un buen trozo de queso mientras calentaba las lentejas, y se me quitó el hambre. Si digo trozo de queso en vez de cacho, que es lo que era, es porque cacho tiene un sonido alegre que no casa con el ambiente que predominaba mientras me lo comía, un ambiente apagado y un pelín lamentable, removiendo las lentejas en la cocina. Era queso cheddar. No sé la marca, porque venía sin envolver del Bread of Life Center, donde a veces recojo comida, cuando se me han terminado los vales. Suelo llevar queso cuando visito el centro, porque no tomo alimentos procesados, que es lo que la gente suele donar a estos comedores, ya que, supongo, eso es, más que ninguna otra cosa, lo que comen los pobres. A ellos les parece natural, imagino. No recuerdo ningún momento de mi vida en que pudiera afirmarse que comía con gusto. Me falta energía vital, eso es lo que solía decir Clarence; me faltan las ganas de vivir, así era como lo decía. Pensándolo bien, fui yo quien lo dije, y Clarence me dio la razón. Asintió con la cabeza, eso fue lo que hizo, sentado en la cama junto a mí en la casa del papel amarillo cuando yo acababa de volver de Potopotawoc. Si esto llega alguna vez a ser un libro, tendré que contar algo de Potopotawoc. Y no debería haber dicho que el timbre sonó de pronto. Al fin y al cabo, un timbre no puede sonar de otra manera. A no ser que le montaran un mecanismo que lo hiciera funcionar in crescendo, para que se fuera expandiendo gradualmente a partir del primer tintineo. Debería haber dicho que no esperaba que sonase el timbre, porque llevaba mucho tiempo sin sonar, meses y meses, estoy segura, y, en rigor, se trata de una chicharra de puerta, no de ninguna clase de timbre. Mi primera idea fue no contestar. Hace mucho tiempo, cuando aún le daba en serio a la tecla, era capaz de hacerlo, y tampoco contestaba al teléfono, y todo el mundo comentaba lo decidida que era, con admiración, además, y no se picaban ni siquiera cuando eran sus propias llamadas telefónicas las que no contestaba, a pesar de que los contestadores aún no se habían inventado y si una persona no contestaba había que volver a llamarla una y otra vez hasta que por fin lo cogían, desperdiciando quizá una buena parte del día. Y todo el rato sin saber si el que fuese no contestaba por estar terriblemente ocupado, como era mi caso, o por estar terriblemente enfermo, o tan deprimido que no podía soportar el sonido de una voz humana. No había forma de saber si te evitaban personalmente o era sin más que no estaban en casa, como solía ocurrir en el caso de Clarence, que siempre andaba por ahí. Las llamadas de teléfono eran casi siempre para Clarence, y ese era otro de los motivos por los que yo no contestaba. Aunque ahora vuelvo a estar ocupada, dándole a la tecla, aún no me he hecho al cambio, aún no me he acostumbrado a estar ocupada y sentirme ocupada, y por consiguiente no tengo las otras costumbres que van con ello, como no contestar a la chicharra. A veces lamento que la puerta de mi casa no esté provista de uno de esos agujeritos por los que se puede mirar a ver quién es. Claro está que quien sea siempre puede taparlo con el dedo, pero eso ya sería una pista: indicaría, por ejemplo, que la persona cuyo dedo está obturando la mirilla tiene intención de sorprenderme, quizá llegando al extremo de gritar «¡sorpresa!» en el instante en que abra la puerta una rendija, suponiendo que llegara a abrirla para alguien que ha obturado la mirilla. En esos pensamientos me demoraba, en qué me llevaría a abrir o no abrir y si habría algún momento en que por pura desesperación le abriría a alguien que hubiera puesto un dedo en la mirilla, jugando con la remota posibilidad de que fuera alguien conocido con ganas de broma, cuando la chicharra volvió a zumbar. Se me ocurrió que podía ser un mensajero con un paquete para mí, aunque ello, pensándolo mejor, también fuera una ocurrencia más bien descabellada. «Fue sin esperárselo como Edna abrió una rendija de la puerta y se encontró con que era Potts, la del piso de abajo» es en última instancia lo que ocurrió. Supe en todo momento, claro, que tenían que ser o Potts o el casero, porque Potts es la única persona, además de mí, que sigue viviendo en el edificio, y el casero vendría por el alquiler, que no he pagado completo desde que dejé de acudir al trabajo. También podría haber sido alguien de la agencia, supongo, con alguna petición. No voy a entrar en el tema de la agencia ahora. Mi piso está en la última planta, de las tres que son, y Potts vive en la de abajo. En el primero no vive nadie. Cuando yo llegué había una compañía de seguros, pero cerró al cabo de unos años, y luego un partido político en campaña instaló su cuartel general allí, por breve tiempo, pero lleva vacío desde entonces. Es decir vacío de gente; Giamatti, el casero, guarda cosas allí. Potts lleva viviendo en este edificio casi tanto tiempo como yo, primero con su marido y luego, cuando él murió, hace años, de cáncer galopante, sola con muchísimas macetas, un surtido de peces de colores con unos ojos monstruosos, como de insecto, y una rata amaestrada. Ni así nos hemos hecho amigas. Hay una escasez por mi parte de afecto a Potts, incluso del afecto insustancial que se puede tener por una vecina. Tengo observado que las soledades no se atraen. Nos hacemos pequeños favores, tratamos de no crisparnos mutuamente los nervios, y evitamos los acosos verbales. Potts es rechoncha y fornida, con unos grandes ojos marrones muy protuberantes, una boca pequeña que abre y cierra entre frase y frase, como bebiendo a sorbos, y el cuello corto. Con ese troncho de cuerpo y su rapidez de movimientos, emite una impresión de solidez compacta, como un pequeño aparato doméstico, una tostadora maciza. En otro tiempo poseyó la habilidad, absolutamente antiamericana, de fumar como una posesa, con un cigarrillo encendido siempre colgándole del labio inferior, incluso hablando, con los ojos húmedos, parpadeando sin cesar por efecto del humo. Aquello le confería un encanto barriobajero que se desvaneció en cuanto dejó de fumar. Se marcha dentro de unos días a ver a su hijo a California, o igual es Texas, o posiblemente Utah, donde trabaja de ingeniero petrolífero. Le había prometido cuidarle las plantas, hace meses que se lo prometí, y luego me olvidé. Tiene varios hijos, no sé muy bien cuántos, y se explaya a gusto sobre ellos con un fervor incontenible cada vez que nos encontramos, en la escalera, por lo general, o en la pequeña tienda de comestibles que hay en la esquina, cuando hago un esfuerzo por prestarle atención, poniéndome muy tensa. Me levanto las orejeras y trato de no toquetear ni jugar con la mercancía mientras está hablando, si estamos en la tienda, o de no resbalar la mano subiéndola y bajándola por la barandilla, si estamos en la escalera, pero no he llegado a hacerme una imagen ciara de ninguno de los hijos. Puede que no sea culpa mía, puede que sean así de amorfos. Lo era el señor Potts, y quizá sus hijos hayan heredado este rasgo. El de Texas, si es Texas, digo que es ingeniero petrolífero porque así lo llama su madre, pero no tengo la menor idea de a qué puede dedicarse en realidad, un ingeniero petrolífero. Cuando tecleo esas palabras de hecho estoy tecleando algo que para mí no significa casi nada. Valga ello para demostrar lo sencillo que es pensar tonterías, sobre todo cuando se le está dando a la tecla, qué fácil le resulta al lenguaje apartarse de nosotros y funcionar por su cuenta, como parece haberles ocurrido a los jóvenes de hoy. Solíamos hablar de la verbena del lenguaje, pero es más bien una refriega. Nosotros tuvimos a Joyce y a Proust y al señor Waugh, tan curioso, para mantenernos a raya; ahora todo son cómics y dragones. Y no sé qué ha podido llevarme a decir algo tan pretencioso como que las soledades no se atraen. No tengo la menor idea de si se atraen o no. No sé muy bien qué cáncer se llevó al señor Potts, porque no estuve en su casa durante la enfermedad, y luego se murió, y habría sido de muy mal gusto pedir detalles clínicos en ese momento. Sigo sintiendo curiosidad, sin embargo, porque dio la impresión de pasar de sano y fuerte a difunto en un espacio de tiempo sorprendentemente corto —corto para ser cáncer, quiero decir: se puede uno morir de un ataque al corazón en un abrir y cerrar de ojos, evidentemente—. Con Potts de vacaciones, voy a ser la única moradora de este edificio. Trajo una caja de cartón llena de «bienes perecederos» (así lo dijo) —queso y apio y demás, plátanos con manchas marrones en la piel, una caja de cereales abierta. Traté de quitarle la caja, pero la sujetó cuando tiré. Se la llevó al pecho y se coló a toda prisa hasta la cocina. Yo esperé en el descansillo. Arranqué trocitos de pintura de la pared que estaba pelándose y me los metí en el bolsillo de la falda, una falda negra con bolsillos pequeños a los lados. La pared está pintada de amarillo arriba y de marrón abajo, ya desde los tiempos en que había niños en el edificio, seguramente, para que no se vieran las huellas de manos, pero la pintura está sucia incluso donde no hay peladuras. Ante la puerta abierta oía a Potts en la cocina sacando cosas de la caja y poniéndolas en la encimera, la puerta del frigorífico abriéndose y cerrándose, y luego un silencio en el que me pareció oírla mirar las cosas. Volvió runruneando —había sacado una rebanada perfecta—, y bajamos juntas a echarles un vistazo a las plantas.

El piso de Potts tiene exactamente la misma distribución que el mío, con un ventanal como el mío, pero no produce la misma sensación: es como un armario, agobiante, no es luminoso y aireado como el mío. Al cabo de unos minutos me entra una especie de desesperación, allá abajo, por la acumulación de muebles (tapicerías diversas y alfombras y cosas oscuras con tiradores) y de macetas y de bibelots rompibles por todas partes. La sensación es exactamente de estar atrapada, de estar quedándome sin aire. No creo que esa mujer tire nunca nada, salvo, claro, las sobras y la basura, y etcétera, y la ropa usada, imagino. Las pertenencias del señor Potts todavía andan por ahí desperdigadas. Incluso las revistas deportivas que leía como un obseso siguen amontonadas de cualquier modo en una mesa de tres patas al lado de su mecedora tapizada, como si el hombre acabara de salir a fumar. El año pasado, cuando se me atascó el baño, bajé a utilizar el suyo. La bata de cuadros escoceses que el señor Potts se ponía, cuando bajaba a la calle a recoger el periódico seguía colgada de una percha en la parte de dentro de la puerta del cuarto de baño, y vi en un bolsillo el bulto de una bola de clínex. A mí no me gustaría tener las cosas de Clarence por todas partes. Me imagino llegando a casa, a oscuras quizá, con la compra a cuestas, y tropezando con sus zapatos. Estoy segura de que no pensaría: «Vaya, ahí están otra vez los zapatos de Clarence en mitad de la habitación.» Esa es la clase de cosa que podría haber pensado en algún momento, cuando efectivamente Clarence iba dejando los zapatos por todas partes. Por «algún momento» entiéndase el tiempo que estuvimos juntos: no hubo manera de hacerlo cambiar en lo tocante a los zapatos. Pero si después de muerto yo hubiera dejado sus zapatos tirados por ahí, como hace Potts con las cosas de Arthur, y tropezara con ellos, más bien pensaría «Vaya, ahí están los zapatos vacíos de Clarence». Y luego, claro, me entraría la congoja. Cuando me mudé a este sitio no me traje nada que hubiera pertenecido a Clarence. Miré todos y cada uno de los libros antes de empaquetarlos, y si había puesto su nombre en la portadilla, como hacía invariablemente cuando compraba uno nuevo, lo dejaba atrás. Abrir un libro y encontrarme con su nombre, imagínense la congoja.

Permanecíamos juntas delante de la pecera, mientras Potts peroraba sobre el modo adecuado de dar de comer a los peces —unos pececitos anormales, con el cuerpo en forma de huevo, los ojos saltones y una cola muy larga y muy curvada. Nadaban diáfanamente para atrás y para delante. Subiéndose a un taburete y metiendo el brazo hasta el codo en el agua, Potts me mostró el modo correcto de desincrustar las algas del cristal con un pequeño rascador que había comprado justo para eso, para que pudiera hacerlo yo en caso de que las algas superaran la capacidad de acción de los caracoles, mientras los peces se lanzaban frenéticamente en todas direcciones. No se lanzaban, en realidad. Sus cuerpos gruesos y sus aletas hipertrofiadas hacían imposible algo tan ágil como lanzarse, e incluso algo tan grácil como nadar; avanzaban a empujones, como renacuajos brillantes con una bufanda a rastras. Cuando me preguntó si me importaría regarle las plantas, lo cual tuvo que ser hace ya unas semanas, no me dijo nada de los peces. Había preparado un folio de instrucciones sobre las plantas y otro sobre los peces, y los había pegado con imanes al frigorífico. Plantadas ante el frigorífico, los leímos juntas: ella los leía en voz alta y yo seguía el texto con los ojos, asintiendo con la cabeza, quiero decir, no que los leyéramos a coro. No entendí una palabra. Recorrimos la casa, Potts por delante, dando unos pasitos muy rápidos, como un muñeco al que acabaran de dar cuerda para que corriese, perorando sobre las plantas, y yo unos pasos atrás, esforzándome en escuchar, inclinada. Como soy más alta que Potts, no tuve más remedio que fijarme en la calva de la coronilla, un círculo color salmón, del tamaño de medio dólar, en el ápice de su bóveda. Tenía que haberle salido hacía poco, porque si no ya se lo habría visto. No podía evitar que la mente se me concentrara en ello, y empecé a preguntarme si sería síntoma de algo y si debería mencionárselo, por si aún no lo había notado, o no mencionárselo, no fuera a ser algo que ella misma se provocaba, tirándose de los pelos como una neurótica, por ejemplo. Hice un alto ante la jaula de la rata, que no es una verdadera jaula, sino un acuario corriente con tapa de rejilla, como el tanque de los peces, solo que más grande —un terrario, para ser exactos, o quizá un vivero—. Me pareció vacío al principio, pero luego vi una cola sin pelos asomando de un tubo blanco de polivinilo acostado sobre virutas de madera.

—Nigel está durmiendo —dijo Potts. Dio un golpecito en la rejilla de la jaula. Nada se movió—. Tuvo una noche muy agitada.

—De la rata no voy a ocuparme dije yo. A ella se le iluminó la cara:

—Oh no, cariño, va a venir un amigo del club de Ratas y Ratones y se lo va a llevar a su casa. A Nigel le encanta conocer ratas nuevas.

Las plantas que necesitaban más cantidad de agua las había puesto en la bañera, llena hasta los bordes. Me dijo que esas las podía regar con la ducha de mano y me mostró el método correcto, salpicando de agua el suelo. Además de las muchas que había en la bañera, también había plantas en todas las superficies, las mesas, los alféizares, la mochila del váter, las encimeras de la cocina. Según íbamos pasando junto a cada una de ellas, me decía el nombre y una o dos anécdotas sobre dónde la había comprado, sobre la vez en que estuvo a punto de matarla por exceso de fertilizante, y etcétera, soliloquios pronunciados sin apartar la vista de la planta en cuestión, como dirigiéndose a ella, nunca a mí. Era imposible prestarle atención. Terminamos el tour delante de un helecho titánico, frondas plumosas brotando como de una fuente de una maceta grande y negra, de cerámica brillante, con las puntas llegándome casi al hombro. Era, me dijo Potts, el regalo final que le había hecho Arthur, comprado el último día en que se sintió lo suficientemente bien como para salir a la calle, y esta planta, explicó, además del riego normal, al modo habitual, hay que rociarla dos veces al día. Blandió un pulverizador de plástico. «Importante, importante», dijo, meneando la botella como un dedo admonitorio. Fue idea suya subir la planta a mi casa, para ahorrarme viajes escaleras arriba y escaleras abajo, así lo dijo, aunque, claro, lo que estaba pensando era que no resultaba muy probable que yo me acordase de rociarla dos veces al día si no me la encontraba delante a cada rato. Yo no soy una persona práctica, estoy segura de que ella lo sabe, y no soy aficionada a la naturaleza. Una vez me regaló un geranio, hace muchos años, al poco tiempo de que su marido y ella se mudaran aquí. Lo puse en algún sitio y me olvidé de él hasta que varias semanas más tarde, limpiando el polvo de mi dormitorio, vi que encima del tocador había una maceta llena de tierra y ramas secas. Clarence y yo nunca permanecimos en el mismo sitio el tiempo suficiente como para tener plantas, aparte de flores cortadas, excepto al final, y en ese momento ninguno de los dos se molestó. Quizá no nos molestáramos a causa del empapelado de la última casa, tan florido y tan lleno de vida. Quiero decir que las flores avivaban el papel; era un diseño de flores. Rosas amarillas.

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