Cristal

Cristal


43. Traspiés

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Me dirigí a la parte trasera del palacio. Por lo que vi, los guardias salieron todos a luchar, no me habían hecho caso. Por suerte para ellos, la parte de atrás no parecía estar siendo atacada, aunque algo seguía sin gustarme.

Recorrí un gran tramo dando un rodeo al edificio, y entonces sonreí al ver que mi intuición era acertada. Dos insurgentes se movían con rapidez, preparando cuerdas, y armas, junto a una de las ventanas de las mazmorras, la ventana de Andrea. Intentaban rescatarlo.

Desenvainé mi espada al tiempo que corría hacia ellos. No tardé en distinguir que se trataba de Angelo y Luca. Entonces, ocurrió algo inesperado. Tropecé con algo y caí estrepitosamente al suelo. Hacía años que no me caía así. Sin embargo, no tuve mucho tiempo para pensar en ello. Me di cuenta de que no era ninguna trampa, simplemente una sencilla piedra desprendida del muro. Fruncí el ceño, no podía haberme hecho tropezar algo así.

Cuando volví a alzar la cabeza, los tres rebeldes ya se habían marchado. Angelo cargaba con Andrea, que debía tener dificultades para andar. Y Luca se dirigía con un arco y una aljaba al hombro hacia la batalla.

Inmediatamente, me puse en pie, y comprobé que no estaba herida y que no tenía ninguna lesión por el golpe. Me estiré el traje, y volví sin demasiada prisa hacia el palacio. Allí ya no tenía nada que hacer. Los rebeldes pronto se retirarían, y los soldados no necesitaban mi ayuda.

Encontré a Belcebú tal y como lo había dejado, hecho un ovillo en la cama. Había demasiado alboroto en el palacio como para volver a dormir. Además, Cheo pronto me haría llamar. Así que me duché y me preparé como si fuera un nuevo día.

Como había previsto, la emperatriz no tardó en mandar a buscarme. Como siempre, seguí el protocolo obligado estando en su presencia: me incliné, clavé una rodilla en el suelo y procuré no mirarla a la cara.

―Buen trabajo, alertaste rápido a mi guardia de la intrusión. ―Hizo una pausa, y dejó arrastrar por el suelo su largo vestido. Desde que la conocía, nunca la había visto sin arreglar, sin estar elegante. ―Pero lo que no entiendo es el motivo de su ataque, confío en que tú sepas algo de eso. ¿Has leído en la mente de alguno de los rebeldes?

―No, pero vi con mis propios ojos cómo rescataban al prisionero y después se retiraban. Los rebeldes que atacaron de frente no eran más que una mera distracción.

Vi de reojo cómo la emperatriz dejaba de pasear de un lado a otro de la estancia, ensombreciendo el gesto.

―Si viste todo eso... ¿Cómo es que, al final, consiguiera escapar?

Vacilé.

―No me dio tiempo a impedirlo, para que cuando llegué ya se estaban marchando. ―Simplifiqué yo las cosas, no estaba segura si debía hablarle de mi pequeño tropiezo.

―¿Solamente por eso? ¿Cómo que no te dio tiempo?

―Tropecé. ―Reconocí, al fin.

Cheo volvió a reemprender su paso nervioso, aquella vez hacia mí. Se agachó y me hizo alzar la cabeza agarrándome de la barbilla. Tuve que mirarla a los ojos, pero no me intimidé y le aguanté la mirada.

―¿Tropezaste? ―Repitió ella, como si creyera haber escuchado mal.

―Sí, tropecé y caí. Si me lo permite, un traspiés lo tiene cualquiera.

―No. ―Contestó alterando su tono de voz y cambiándolo por uno más duro. ―Lo tiene cualquiera que no sea una asesina iniciada en la magia, instruida durante décadas para matar, conocedora de la forma de ser de sus presas, gran mentalista e insuperable en su trabajo. ¿Lo entiendes?

―Sí, mi señora. No volverá a ocurrir. ―Esperé a que me diera permiso para irme, y cuando me dio la espalda y empezó a dar órdenes a los presentes, supuse que podría marcharme. Mientras cruzaba la sala en la que estaba y me dirigía a la entrada, volvió a llamarme.

―Cristal, ¿qué tal tu hermano?

―Usted sabe más de él que yo. ―Le respondí, con voz neutra.

―Excelente. Que eso continúe así. ¿Qué me dices del puma que trajiste contigo?

―Está bien, no causa problemas, ni me estorba.

―¿Y qué sientes hacia esa criatura? ¿La quieres como a tu mascota? ―Siguió interrogándome, desde el otro lado de la sala.

No tardé en comprender de qué iba esa conversación, y decidí contestar lo más lógico, sin pararme a pensar si decía la verdad o no. Solo contestando respuestas que fueran a agradarle y que no me perjudicaran.

―Más bien como a un pasatiempo, me entretiene.

―¿Le tienes cariño?

―No más que el aprecio que se le puede tener a una diversión temporal.

―Muy bien, puedes irte. Pero vigila ese aprecio... quizá sea lo que te ha hecho tropezar, y en ese caso... Puede que no te convenga pasar más tiempo con tu nuevo juguete.

Hice una reverencia y me retiré solemnemente del lugar. Volví a mi cuarto. Pronto comenzaría una nueva y fastidiosa etapa aburrida de mi monótona vida.

Dormir, despertar, pasar el día controlando a la guardia, visitando a la emperatriz, matando el tiempo... Después, partiría hacia una nueva misión. Saldría del palacio, mataría algunos pobres renegados y volvería a la rutina. Era espantoso.

Cogí a Belcebú entre mis brazos y decidí pasear un rato antes de la hora de comer. Una vez en el jardín, el bicho pareció entender por fin lo que era, y saltó de entre mis brazos para abalanzarse sobre un arbusto del que provenían extraños ruidos. Quizá estaba dispuesto a comenzar a desarrollar su instinto.

Pensé en lo que había dicho Cheo, en el traspiés, en el motivo de mi interés, en por qué no desbarataba los planes de los rebeldes tan pronto y en el aprecio que le tenía a Belcebú. También pensé en mi hermano, pero preferí no seguir haciéndolo. Como ya me había dejado claro, a la emperatriz no le convenía que mantuviera contacto en él. Los sentimientos en una asesina no eran buenos, nada buenos, aunque fueran sentimientos de odio. Por eso, hacía mucho que nos mantenía lo más lejos posible el uno del otro.

Recreé en mi mente el momento del tropiezo. Revisé las imágenes que llegaron a mis ojos momentos antes de la muestra de torpeza. Presté atención, y volví a recomponer esos instantes en mi mente una y otra vez. Era sorprendente, o insólito... pero, antes de caer, había visto la piedra.

Disponiendo de las cualidades de que disponía, no tendría que haber dejado pasar por alto un detalle así. Pero, en realidad, me di cuenta de que no lo había hecho. El recuerdo de haberla visto estaba ahí, en mi mente. La había visto, pero yo misma no había querido verla y había suprimido la imagen, la había dejado de lado.

Era algo bastante preocupante. ¿Qué me estaba pasando? ¿Por qué ese comportamiento extraño? No era lógico, nada lógico... Empecé a plantearme que Cheo tuviese razón. Quizá Belcebú estuviera despertando en mí sentimientos que alguien como yo no debía experimentar. ¿Pero acaso era malo querer salir del automatismo de mi vida entreteniéndome con el bicho? ¿O eso era una excusa que me ponía a mí misma para no pensar en el verdadero motivo?

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