Cristal

Cristal


44. Volver a despertar

Página 51 de 58

4

4

.

V

o

l

v

e

r

a

d

e

s

p

e

r

t

a

r

Sintió un cosquilleo, eso fue lo que le despejó. O tal vez la despertara el piar de los pájaros. Abrió los ojos lentamente pero, nada más hacerlo, se dio cuenta de que el sonido de los pájaros solo estaba en su cabeza. Lo estaba soñando. Despegó los párpados de sus ojos y abrió los labios para humedecérselos, ya que los tenía secos.

Estaba tumbada en algún sitio. Intentó incorporarse, pero los músculos no le respondían todavía, así que alzó su brazo derecho. De él colgaba una manga blanca. No recordaba haberse vestido así antes de acostarse. En realidad... no recordaba haberse acostado. De pronto, los recuerdos de los últimos acontecimientos la invadieron, y el corazón se le aceleró al recordarlo todo.

Estaba muerta. Con un soberano esfuerzo logró incorporarse. Se encontraba en un lugar oscuro, sombrío, pero de las paredes emanaba un espectral resplandor azulado que llenaba la estancia de una luz fantasmagórica. Estaba apoyada sobre un montículo de piedra negra, fría, glacial. Se puso de pie, y observó el lugar con más detenimiento.

Allí tan solo había cuatro paredes del mismo triste color negro. Era una habitación de estrechas dimensiones. Tan solo lo que ocupaba el montículo en el que se había despertado, tal vez un par de metros cuadrados. El techo tampoco estaba a gran distancia del suelo, tal vez fueran otros dos metros.

Se miró de arriba abajo, buscando en su indumentaria algo que reconociera. Pero ya ni siquiera tenía encima las correas con las que sujetaba las armas que siempre llevaba escondidas. El vestido era ancho, amplio, ajustado hacia la cintura y semejante a una túnica hasta el suelo. Era demasiado largo para ella. Las mangas le tapaban las manos, y el bajo arrastraba.

Se lo levantó un poco y agachó la cabeza para ver el calzado que llevaba, pero estaba descalza. Hasta que no lo había visto con sus propios ojos no se había dado cuenta del tacto de la piedra del suelo en sus pies. Sintió algo cálido en su pecho, y descubrió que aún llevaba puesto el collar que le había regalado Luca.

Alzó la cabeza, buscando ventanas, puertas, algún resquicio... algo que diera a aquel lúgubre lugar un toque menos claustrofóbico. Pero no lo encontró. Se acercó a una de las paredes para palparla, y no necesitó más que dar un par de pasos para ello. Instantáneamente, cuando sus dedos estuvieron a punto de rozar la pared, esta se echó hacia atrás, y Cristal frunció el ceño, desconcertada. Siguió caminado hacia delante, y la pared cedió a cada paso que daba, convirtiendo la estancia en un lugar más y más amplio.

Recorrió las paredes de la sala con el brazo estirado, rozándola y observando que, con su contacto, la pared adquiría un brillo del que antes carecía. Se tomó la libertad de juguetear con ello, y serpenteó sobre la fría piedra, haciendo que se extendiera el fulgor que iluminaba las paredes en los tramos que tocaba.

Cuando se cansó y terminó de rodear la habitación, se detuvo frente al montículo que había quedado en medio, más separado que antes de los muros. Este también emitía el mismo resplandor azulado de las paredes. Posó la mano sobre él y esperó sentir frío, pero no fue así, ni tampoco calor. El brillo que emitía no tenía temperatura.

Pasó mucho tiempo recorriendo la habitación, buscando una salida, una pista que le ayudara a saber dónde estaba. Quizá en un lugar después de la muerte, quizá cumpliendo un castigo por haber vendido su alma.

Cuando, agobiada, decidió tumbarse un rato, volvió a la piedra de la que se había levantado e intentó dormir. Despertó al cabo de unas horas. Miró a su alrededor. La habitación había vuelto al estado del principio. El brillo serpenteante de la pared había desaparecido y la estancia volvía a medir dos metros cuadrados.

No sabía cuánto tiempo había estado durmiendo. Volvió a levantarse, y empezó a andar. Caminó tanto que llegó un punto en el que ya no veía el montículo de piedra. Tuvo mucho tiempo para pensar. Al principio pensó en Hielo. ¿Cómo alguien de su familia podía haber llegado a ser una persona tan horrible?

No entendía cómo alguien de su misma sangre podía haberse convertido en asesino de vampiros. En realidad, no entendía cómo alguien podía asesinar a gente de su misma especie con semejante sangre fría. Sintió rabia, aunque había otra parte de ella que le decía que debía sentir lástima. Había crecido rodeado de asesinos, adoptado por una mujer que le había ocultado sus orígenes, que le había obligado a odiar a su propia raza...

Cristal se sintió arrepentida por haberlo odiado tanto. Él no había tenido la culpa de convertirse en lo que era, no había tenido más remedio. Pensó en cómo había tenido que ser su vida. Imaginó lo duro que había tenido que resultar para él enterarse de golpe de que el motivo por el que odiaba a su especie no era más que la mentira de una mujer codiciosa...

Eso le llevó a especular sobre sus sentimientos. ¿Cómo habría sido odiarse a sí mismo? Él era un vampiro... que odiaba a los vampiros. Casi pudo ver cómo se levantaba todas las mañanas, con sed de sangre, y sentía repugnancia por él mismo.

Sin embargo, eso no justificaba sus crímenes, ni el intento de asesinato de Luca. Nunca se lo perdonaría.

Estuvo durante todo el día caminando, sin detenerse, dejando cada vez más atrás el montículo de piedra en el que se había despertado. Cuando creyó que ya no podría seguir moviendo las piernas más tiempo, se sentó en una esquina y se durmió.

Cuando se despertó, estaba en una esquina de la estancia de dos metros, todo había vuelto a la normalidad. Aquella vez decidió no caminar. Al fin y al cabo no le llevaba a nada. Se quedó allí, en una esquina, mirando a la nada, ensimismada en sus pensamientos.

Pronto se dio cuenta de que se encontraba prisionera en un lugar sin salida y que no podía hacer nada para huir de él. Sus únicas posesiones eran el vestido blanco que llevaba y el collar verde esmeralda que le había regalado Luca.

No podía hacer nada para salir, porque no había salida. Ni siquiera sabía dónde estaba, ni por qué estaba allí. Nunca pensó que diría eso, pero preferiría estar muerta, muerta sin existir, que en un horrible lugar como ese.

Aquello le recordó a una cárcel de la Tierra, pero no había punto de comparación. Incluso estar encerrada en una celda normal sería un paraíso comparado con un lugar como ese.

Calculó que, en el tiempo que llevaba en aquel lugar, habría dormido unas siete veces. No podía ni siquiera medir el tiempo. Pensó en anotar las veces que dormía en la pared, para llevar al menos la cuenta. Pero no tenía nada con lo que poder hacerlo, y sabía que, al despertar, la sala estaría en el mismo estado, intacta.

En una ocasión, se le ocurrió pensar que podría pasar allí el resto de la eternidad. Estar allí para siempre... Aquello la volvió loca, se levantó de golpe de la esquina donde estaba y abandonó su mente, que estudió irreflexivamente la situación en la que viviría si eso llegara a ser verdad. Empezó a costarle respirar, sintió que se asfixiaba, quiso gritar, llorar, pero sabía que nadie la escucharía.

Cuando ya había dormido veintidós veces, empezó a sentir que pronto perdería la cabeza. Esa sensación agónica de no saber nada, de estar perdida en un lugar que no conocía, atrapada, sin nada que hacer más que pensar... la torturaba día tras día... si es que a eso se le podían llamar días.

Su única aspiración para entonces era morir deshidratada o desnutrida. No tenía nada que beber, ni nada con lo que alimentarse. Cada vez que cerraba los ojos para dormir deseaba no volver a abrirlos. Ese era su único sueño, no despertar.

Pero no moría. Pasó el tiempo, un tiempo que se le hizo eterno. No sabía decir si habían sido semanas, meses o años. Un día, rozando los límites de la locura, martirizándose a sí misma y recordando una y otra vez momentos de su vida, sabiendo que no los volvería a vivir, que pasaría allí el resto de la eternidad... Tomó una decisión. No sabía qué pasaría si volvía a morir. Lo había pensado durante mucho tiempo, sin llegar a una clara conclusión. Pero estaba segura de que estaba muerta, y de que aquello era una especie de castigo, por lo que no sabía qué sucedería si se quitaba la vida estando ya muerta. ¿Desaparecería de allí? ¿Aparecería en un lugar aún peor? ¿Dejaría de existir?

No le importaba, le daba igual. El caso era escapar de aquel monótono y silencioso infierno. Se quitó el collar que llevaba al cuello y se abrió las venas con una de sus aristas. El propio olor de su sangre le recordó que tenía la boca reseca, y que tenía sed, pero eso pronto dejaría de importar. Se recostó en el montículo de piedra, y cruzó los brazos sobre el vientre, dejando que la sangre de sus muñecas empapara el vestido blanco.

Durante el tiempo que había permanecido allí, había pensado en toda su vida. Había llegado a recrearla por completo. No tenía nada mejor que hacer, y esa era la única forma de mantener un cierto orden en sus pensamientos, y en su existencia. Ya que, si no controlaba su mente, divagaba en temas sin sentido, oscuros, siniestros, que le ponían a ella misma la piel de gallina.

Más de una vez, se había sorprendido a sí misma planteándose ideas absurdas, sin sentido, ideas propias de un demente, y se había asustado. Si seguía así acabaría trastornada... más de lo que ya estaba. Y no quería convertirse en esa clase de enferma, abrumada por ideas disparatadas, pensamientos ofuscados...

Una de las veces que despertó, decidió empezar a recrear su vida desde que nació. Buscó en sus recuerdos más lejanos, recomponiendo todos y cada uno de los datos que le habían dado, todas y cada una de las conversaciones que había tenido, todas y cada una de las imágenes que sus ojos habían contemplado.

A veces, lloraba al estar inmersa en su historia, creyendo tal vez estar viviendo una de las situaciones que recreaba de nuevo. Otras, en cambio, reía de pura alegría, repitiendo monólogos una y otra vez. A veces, frases que recordaba haber dicho. Otras ocasiones, palabras que le habría gustado decir. Llegó a inventarse otra vida, a imaginar la historia de alguien como ella. Alteró recuerdos, creyó vivir en un mundo diferente. Vivió decenas de historias, todas y cada una de ellas diferentes. Algunas acababan bien, otras mal, pero ninguna era peor que la suya propia.

Y entonces fue cuando se planteó si eso no la hacía delirar más que dar a sus pensamientos rienda suelta, y comprendió que sí, que no podía seguir así. En ese momento, fue cuando decidió quitarse la vida.

Al final, acabó quedándose dormida, y su único consuelo era saber que ya no despertaría, que ya no volvería a pensar, porque lo que más odiaba en ese lugar eran sus propios pensamientos, que no dejaban de invadir su mente. Y el único momento en el que cesaban, era cuando dormía. Pero, para su desgracia, no podía dormir más que un rato. Y el resto del tiempo pensaba, y pensaba... y no dejaba de pensar; no podía dejar de hacerlo.

Pero, por fin, no volvería a pensar. Sus párpados se cerrarían para siempre. Sentía su sangre derramándose con el único fin de vaciar su cuerpo, su vestido blanco empapándose en ella, y su collar habiendo realizado la labor de un arma. Pensó en Luca por última vez y sintió que sus ideas callarían para siempre.

Su sorpresa fue cuando volvió a abrir los ojos. Se incorporó y se miró las muñecas. Ya no tenía heridas. Estiró su vestido. Ya no estaba manchado. Y la habitación... La habitación seguía en el mismo estado de siempre.

Cristal tragó saliva, angustiada. Nunca en su vida había sentido tanto terror como entonces. Comprendió que si no conseguía morir seguiría allí para siempre, y eso era lo más horrible que podía sucederle.

Gritó de rabia y frustración, y volvió a cortarse las venas con una de las aristas del collar. Era doloroso, pero al menos tenía algo que hacer... Y eso le hizo pensar que tal vez, haciendo algo, se olvidaría de pensar. Tenía que intentar mantener su mente ocupada, sin dejar que inventara historias, que recreara momentos de su vida, sin dejar que evocara a sus seres queridos...

Como ya nada le importaba, se dejó caer del montículo de piedra y, por no tener cuidado, escuchó un chasquido al caer al suelo. Se debía de haber roto el hueso del brazo. Pero le daba igual. Al fin y al cabo, la próxima vez que despertara, lo tendría en perfectas condiciones.

Cuando, agotada, se recostó contra una esquina y trató de dormir en lo que ya se había convertido en su habitual cama, descubrió que el dolor no se lo permitía. Al principio se alegró, tenía algo por lo que preocuparse, algo que le hacía sentirse viva, como una persona, aunque ello supusiera sufrir. Pero al cabo de un tiempo, cuando el dolor se hizo más intenso, deseó con todas sus fuerzas quedarse dormida. Incluso llegó a tratar de concentrarse en sus recuerdos, de pensar en otra cosa, con tal de no tener que soportar el dolor. Pero no se dormía, y cuanto más pensaba en dormir, más le costaba.

Frustrada y agotada, echó la cabeza hacia atrás y se dio contra la piedra. El golpe le dolió, incluso le hizo marearse, pero era una nueva sensación, y le resultó enfermizamente agradable. Sintió que su pelo se empapaba de sangre, y se llevó la mano sana a la nuca.

Contempló su mano cubierta por sangre durante unos instantes, y después tuvo una idea. Se llevó la muñeca a los labios y se mordió a sí misma. Bebió toda la sangre pudo, hasta que sintió la mandíbula cansada de succionar y perdió el conocimiento. Quería desangrarse a sí misma.

Sin embargo, volvió a despertar.

No había manera de liberarse de aquella agonía. Su brazo estaba ya en perfecto estado y no tenía marcas de colmillos por ninguna parte.

Su meta seguía siendo pasar el tiempo, hacer algo que le impidiera concentrarse en sus pensamientos para no volverse loca. Y a ello se dedicó durante el resto del tiempo, a hacer cosas, por absurdas que fueran, para lograr su propósito.

En aquel tiempo, aprendió que el aburrimiento era el peor de los males. Cada vez tenía más miedo a caer atrapada en la locura. Sabía que se encontraba en el límite. Tenía la certeza de que cualquier persona en su situación habría dejado de estar cuerda hacía mucho. Pero ella era fuerte, y lo sabía. Aprovechando esa ventaja, decidió hacer cada vez que despertara algo diferente, nuevo, para no aburrirse, para no pensar.

Pero cuando se detenía a hacerlo, justo antes de dormirse, se daba cuenta de que no podría estar así eternamente. Eso no era vida. Tenía miedo, mucho miedo. Y eso hacía que cada vez tuviera menos terror a perder la cabeza. Pensó que tal vez sería mejor eso que ser consciente de todo durante el resto de la eternidad.

En una ocasión, cuando ya había hecho todo lo imaginable para intentar pasar el tiempo en su situación, cuando se había dedicado a tocar un piano imaginario con elegancia durante un día entero, cuando había aprendido a hablar una nueva lengua inventada por ella, cuando había decorado las paredes con su propia sangre, cuando había asistido a un banquete imaginario y después había bailado con Luca... Se le ocurrió lo mejor que se le podría haber ocurrido nunca.

Practicar la magia.

Apenas tenía nivel, no sabía más que encender y apagar luces, y allí lo más que podría hacer sería hacer desaparecer el brillo azulado y volverlo a hacer visible. Pero había leído mucho acerca de la magia y del uso de esta para el mentalismo. Sabía que era prácticamente imposible aprender ella sola, sin ningún apoyo, sin ningún modelo. Pero era algo maravilloso, porque así nunca terminaría. Así cada vez que despertara podría insistir en algo, concentrarse para no pensar.

 

Ir a la siguiente página

Report Page