Cristal

Cristal


45. Eternidad

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Se despertó temprano. No sabía cuánto había dormido, pero se sentía cansada. Puso una mano sobre la fría piedra y, como cada mañana, esta volvió a convertirse en una preciosa y enorme cama con sábanas de seda, oliendo al más fresco jazmín. Posó con delicadeza los pies sobre el suelo, y alrededor de estos aparecieron unas zapatillas de estar por casa cómodas y reconfortantes. Miró a su alrededor, y bostezó a la vez que se estiraba. Entonces las paredes comenzaron a irradiar un resplandor azul, que cada vez se fue haciendo más y más intenso, hasta el punto en que podía escucharse el sonido chisporroteante que emanaba de la luz.

Cuando esta desapareció, las paredes eran de color limón, pero la estancia seguía siendo pequeña y estando vacía.

La joven caminó hacia la pared más cercana a la vez que se revolvía el pelo. Hizo el gesto de sentarse en la nada, y bajo ella se formó una elegante silla antes de que cayera al suelo. Alzó la mano para coger algo frente a la pared, y de la nada se formó un tocador con un cepillo de pelo. Lo agarró con firmeza y estiró uno de sus largos mechones para peinárselo. Miró con fijeza hacia la pared y en ella surgió un espejo redondeado.

Se cepilló el pelo a conciencia mientras, una y otra vez, alargaba la mano hacia la encimera del tocador y sobre ella se iban formando los objetos que ella parecía ver antes de que aparecieran. Se perfumó el cabello y cuando lo tuvo completamente sedoso, se levantó.

Caminó hacia otro punto de la pared color limón y agarró la manilla imaginaria de una ventana, que al instante se materializó en el aire. La abrió de par en par y retiró las cortinas a lo largo de toda la pared, dejando que la estancia se inundara de luz. Como una autómata, tocaba y utilizaba objetos que no existían y que, nada más rozar la nada, solo con pensar en ellos, aparecían ante ella. Abrió un armario y ordenó su ropa, la que iba apareciendo según lo deseaba. Se probó vestidos frente a un espejo que ocupaba toda la pared, y que apareció al mirarse en él. Y un rato después salió de la habitación.

Se dirigió a otro punto de la sala y agarró el pomo de una puerta que acababa de aparecer. A medida que pasaba por el pasillo, este adquiría los rasgos elegantes que hacían juego con la habitación anterior: cuadros, tonos pastel en las paredes y grandes puertas con grabados. Se internó por una de ellas. Se despojó de sus vestimentas, y dejó la única joya que llevaba en una mesita que adornaba la estancia vacía. Caminó hasta una esquina, y se materializó una bañera de mármol llena de agua. A medida que se iba bañando, la habitación se llenaba de muebles propios de un baño.

Al salir, se cubrió con una bata blanca y se calzó otras zapatillas de andar por casa, a juego. Volvió a la habitación del tocador y siguió arreglándose el pelo. Cuando terminó, agarró uno de sus mechones, se puso de pie y lo estiró para ver hasta dónde llegaba.

No tenía otra forma de medir el tiempo que la de su pelo. Haciendo cálculos metales, rememorando con qué frecuencia le crecía antes, había llegado a la conclusión de que debía cortárselo dos veces al año, cuando le llegaba hasta la cintura. Entonces se lo cortaba por los hombros. Cuando le volvía a crecer quería decir que ya habían pasado seis meses.

Se podría decir que su cabello era su único vínculo con la realidad, así que lo mimaba mucho.

Más tarde, caminó hacia otra habitación. Repitió la operación de abrir las ventanas, y pronto la estancia adquirió el aspecto de una sala de música, llena de instrumentos, de libros, de diapasones y de símbolos musicales.

Aquel día le apetecía tocar el violín. Buscó una partitura y se puso a ello. Después de tantos años de práctica, los dedos se le movían solos, no tenía casi ni que pensar la nota que debía tocar. Sin embargo, el violín no era el instrumento que mejor dominaba; era el piano. Había pasado días enteros pegada a él, escuchando las melodías que marcaban sus dedos, siguiendo partituras a veces, dando rienda suelta a su imaginación e inventando canciones, otras.

Después, ya vestida y peinada, se dirigió a otro cuarto. Volvió a abrir todas las ventanas, y se sentó frente a una mesa en la que fueron apareciendo alimentos.

Agarró una taza de porcelana que acababa de aparecer, la llenó con leche e hizo lo mismo con un vaso y el zumo. Desayunó con parsimonia y, cuando terminó, se dirigió a la biblioteca. Una sala que se iba haciendo más amplia a cada paso que daba, y que se iba llenando de estanterías vacías en las que se materializaban libros justo cuando los iba a coger.

Había escaleras. El techo era muy alto. Incluso disponía de un piso superior que utilizaba como sala de lectura. Subió a él y regó las plantas que colgaban de su terraza. Era una plataforma circular rodeada por una barandilla de la que colgaban las matas verdes y coloridas de las flores. El techo de cristal, con forma de bóveda, daba a la estancia una gran luminosidad. Aún así, para la noche y los días oscuros, había candelabros, cada pocos metros, a ambos lados de las estanterías. Recogió un par de libros que estaban fuera de su sitio y se dedicó durante un rato a buscarles un lugar en los estantes.

Después, se dedicó a preparar la comida. No tenía que hacerlo más que para una persona, pero debía practicar para enseñarle lo que había aprendido a su familia. Antes de la hora de comer le sobró tiempo para volver a la biblioteca y ojear un par de libros.

Tras la comida, cuando todas las habitaciones en las que había entrado ya estaban preparadas, lo que para ella significaba que ya tuvieran todos sus muebles y sus paredes estuvieran bien pintadas y adornadas, se dirigió a su estudio.

En realidad no era suyo, sino de su hermano mayor, quien se había ausentado durante un tiempo con sus padres para tramitar unos negocios que tenían entre manos. Por eso, mientras no estaba en casa, lo usaba como si fuera suyo. Sabía que a él no le importaría. Le consentía todo, la cuidaba mucho y la quería demasiado. Igual que ella a él.

En aquella sala había pocas fotos. Una era de su hermano, vestido con un elegante traje. Era joven pero, aun así, inspiraba seriedad. Su rostro, moteado por pecas, y sus rasgos suaves pero varoniles lo hacían atractivo. Se parecía mucho a sus padres. Avanzó un poco más en el salón y se paró frente al marco de una foto en la que aparecía su familia. Entre ellos, todos se parecían mucho.

Tras observar durante un rato las fotografías, se sentó ante el escritorio y sacó hojas limpias de uno de los cajones de madera. Cogió un bolígrafo y se dispuso a escribir una carta para su hermano y otra para su prometido.

Les contó cómo le iba todo, sola en la casa, y les preguntó por cómo les estaba yendo a ellos y por cuándo volverían.

Por la tarde, nada más terminar de escribir las cartas y dejarlas sobre una mesa para que uno de los empleados supiera que eran para el cartero y se las diera, se retiró a la sala de meditación.

Era una habitación amplía, que servía para relajarse; con pocos muebles y amplios ventanales. La casa era grande y le daba trabajo. Por eso, de vez en cuando, no le venía mal pasar un par de horas relajándose, sin pensar en nada.

Pero en realidad, se sentaba allí y ordenaba recuerdos, como hacía todos los días. Lo más valioso que poseía, una de las pocas cosas reales de las que disponía, eran los recuerdos. Por eso se encargaba de no perderlos. Y todos los días, para conservar la cordura en un universo que cambiaba a diario, rememoraba momentos de su vida, pensaba en ello y analizaba situaciones, hasta el punto que casi podía sentir lo que percibían las personas que aparecían en su mente. Sabía que, si seguía así, probablemente algún día llegaría a conocer todo lo que pensaba la gente con la que vivió en su vida.

Su profesor de mentalismo estaría orgulloso de ella. No hacía más que ejercitar su mente, una y otra vez; cada vez que se dirigía a un punto de una habitación, cada vez que cogía algo, o que leía un libro... Todas esas cosas eran producto de su imaginación, aquella habitación estaba diseñada para ello. Combinando la iniciación en la magia y algo de mentalismo y fortaleza mental era relativamente fácil conseguir casi cualquier cosa allí.

Cristal no había tardado mucho en darse cuenta de ello, tan solo unos meses, que comparados con el resto de la eternidad... No era demasiado.

Cuando terminó de recordar preparó la cena, hizo la cama, cogió un libro y se quedó dormida leyendo. Al despertar, seguía estando en la habitación que siempre adoptaba la misma forma, día tras día... tumbada con el vestido blanco con el que siempre aparecía en aquel montículo, sobre la incómoda piedra dura y con el collar que le había regalado Luca, en el cuello.

Aquel día no le apetecía fingir que vivía en una vida perfecta, como lo había hecho el día anterior, cuando había querido creer que su hermano y ella estaban unidos y sus padres, vivos. Todo había sido una fantasía, y el reto de cada día era seguir viviendo en esas fantasías y al acostarse poder reconocer que nada era real. Su única meta era no perder la cabeza, y en un lugar como aquel era bastante difícil.

Le costó varios meses dominar el sistema que había ideado a base de mentalismo y magia para recrear situaciones de una vida real. Pero, al fin y al cabo, ese lugar debía de estar pensado para ello porque, desde el primer día, se había amoldado a ella.

Cada vez que despertaba le gustaba vivir un tipo de vida diferente. Los primeros días había residido en una casucha modesta, porque para ella era un gran trabajo hacer aparecer día tras día todos los objetos que llenaban cada habitación.

Había desempeñado diferentes trabajos. Había sido abogada, periodista, doctora, violinista, actriz, arquitecta, futbolista, criminalista, profesora, pianista, tenista... Durante los días que trabajaba en cada una de esas profesiones, hacía aparecer los escenarios necesarios para ello. Pero trabajar en algo era más difícil que estudiarlo, porque tenía que hacer aparecer cosas que no había visto nunca, o bien que habían pasado por su mente de una forma más fugaz, por lo que le era más difícil recrearlo todo.

Teniendo en cuenta eso, se pasó mucho más tiempo estudiando, tirando de recuerdos para recopilar la información que tenía del tema en libros. Daba igual de donde la sacara, un anuncio en la tele del que una persona normal no se acordaría, el título de un libro en una biblioteca, una conversación entre dos personas que pasaban a su lado... Por minúscula que pudiera resultar la información, a base de insistencia, la atesoraba y creaba magníficos ejemplares. Una vez creados, cuando quería volver a utilizarlos, le costaba muchísimo menos hacerlos aparecer.

Le pasó lo mismo con el cepillo con el que se peinaba por las mañanas. Era una pieza única, que no había visto nunca y, cuando quiso crearlo, tuvo dificultades. Pero, a medida que pasaba el tiempo, el cepillo se materializaba con más naturalidad.

Ese era su día a día. Inventaba nuevas vidas, y las vivía lo mejor que podía. Era mucho mejor que no hacer nada. Había días incluso en los que no deseaba desaparecer para siempre. Pero cuando llegaba el momento de dormir, se detenía a pensar, y se daba cuenta de que aquello era una tortura.

Su mayor reto era hacer aparecer personas, para que cada vez que recreara una vida, no tuviera que fingir que estaban de viaje. Sin embargo, lo más que había logrado recrear de las personas, había sido sus fotografías.

Alzó la mano hacia una mesilla invisible y, cuando apareció, cogió de esta una fotografía, la de Luca. ¡Le echaba tanto de menos...! El tiempo pasaba demasiado despacio, y quizá él la habría olvidado hacía años.

Estar allí atrapada, sin poder comunicarse, sin saber dónde estaba, sola, sin compañía, condenada a pasar allí el resto de la eternidad... Era el peor castigo que podría recibir nadie jamás. Pero, si pudiera volver atrás, volvería a hacer lo mismo, porque le había salvado de aquello a Luca, y se sentía orgullosa de ello.

A veces imaginaba cómo sería su vida en la Tierra. Quizá se habría vuelto a enamorar. Podría haberse mudado a Deresclya con una preciosa joven, y quizá ya no pensara en ella. No le guardaba rencor por ello. Él se merecía eso y mucho más.

También se acordaba mucho de Andrea. Deseaba con toda su alma que hubiera encontrado el amor. Eso era lo que necesitaba, formar una familia, poder querer a alguien, dejar de preocuparse por los demás y de arriesgar su vida, para centrarse en su propio bienestar. Cristal quería pensar que ahora vivía en un bonito pueblo a las afueras de una gran ciudad, que tenía dos hijos, y que a los dos los quería tanto como la había querido a ella.

Soñaba que Lia había hecho realidad su sueño, que se había vuelto vocalista en ese grupo, y que... puestos a pedir, siguiera tocando en él, en Deresclya o incluso en la Tierra, camuflando su identidad.

Cuando pensaba en Angelo una sonrisa asomaba a sus labios. Para él no deseaba otra cosa que no fuera la vida que había tenido mientras había vivido con él. Era feliz así, viviendo al máximo, aprovechando cada segundo, siendo un tanto alocado, y rompiendo con las normas y los clichés de la sociedad.

Suponía que Alina y Anthony seguirían viviendo en la villa, viajando a lo largo de todo el globo, y disfrutando de su feliz vida juntos.

Le gustaba acordarse de ellos. Todos la habían tratado tan bien durante su vida, y la habían cuidado tanto... Les debía mucho a aquellas personas.

Tras dedicar unos minutos a despejarse por completo, se encargó de dar un aspecto más acogedor a la habitación, se vistió con ropa cómoda, se dirigió hacia un espejo y volvió a peinarse el pelo. Pronto le llegaría a la cintura, y cuando se lo cortara sería la vez ciento sesenta. Eso suponía que llevaba allí unos ochenta años.

Se recogió su larguísimo pelo castaño en una coleta y salió de la habitación para dirigirse a otra a través del pasillo.

Abrió una puerta, y según caminaba por la habitación, en esta se iban materializando escudos y armaduras en las paredes, vitrinas con toda clase de armas, barras de entrenamiento, cercos en el suelo, y peleles que servían de víctimas para sus entrenamientos.

Después de tanto tiempo, al igual que el resto de actividades que practicaba, el manejo de la espada y las armas se habían vuelto como un juego para ella. De vez en cuando, al cansarse de llevar vidas imaginarias e irreales, dedicaba algunas semanas a entrenar. A veces, cuando quería insistir en algo que no le salía del todo bien, ya fuera un movimiento que quisiera perfeccionar, o el manejo de un puñal u otra arma que quisiera mejorar, se pasaba jornadas enteras entrenando.

Había aprendido a vivir sin dormir ni comer durante mucho tiempo. Su organismo vampírico se lo permitía pero, al principio, la fatiga que sentía los días siguientes era insoportable. Más tarde, ya acostumbrada, podía dejar de lado el comer y el dormir sin que su cuerpo se resintiera los días siguientes.

Estuvo durante bastante tiempo entrenando. Cuando se cansó, se acostó en la cama que al despertar, volvería a ser una austera y fría mole de piedra.

Aquella vez, para recuperarse de su duro entrenamiento, decidió no centrarse mucho en la decoración de la casa, y apenas creó un par de habitaciones donde pudiese descansar.

Se dio un largo baño, se arregló, desayunó, tocó durante un rato el piano, comió un poco, y subió a la zona de lectura de la biblioteca. Nunca había conseguido crear una habitación sin techo, ni salir a un patio interior o a algún sitio por el estilo que estuviera al aire libre, y aquella habitación era la que más contacto tenía con el sol gracias a la bóveda de cristal que cubría el techo.

Se sentó en un cómodo sillón y se dispuso a leer un libro de lectura. Entonces, algo en el ambiente cambió; pero no le dio importancia, en aquel lugar todo era extraño, podría haber dejado desaparecer un objeto sin darse cuenta tal vez.

Sin embargo, la sensación no desaparecía. Sentía algo nuevo, diferente, como si una nueva presencia estuviera en el lugar. Recorrió cada rincón de la casa que había imaginado, pero no había nada extraño. Finalmente, dejó de preocuparse; aunque continuó con aquella extraña sensación durante todo el día.

Llegada la noche, tras darse un baño, se sentó en un sillón delante de una chimenea. Hacía mucho que no sentía verdadero frío o calor, y la sensación de calidez que le transmitía el fuego la reconfortaba.

Entonces sintió algo a su lado, y giró la cabeza con parsimonia. Junto a ella sonreía, pícara, el hada escarlata. Con su larga y espesa melena llena de trenzas.Al verla, Cristal no se asustó. Simplemente suspiró con resignación, debía haber caído en la locura. Sabía que ocurriría tarde o temprano, y ya estaba preparada para asumirlo. Al fin y al cabo, no era más que un cambio más en su vida... Y si llegaba a dejar de controlar sus acciones, a perder el juicio... tal vez viviese más feliz. Por eso, tras echarle un vistazo, volvió a bajar el rostro hacia el libro que estaba leyendo y trató de concentrarse en su lectura.

―Vaya, entiendo que estés resentida... pero cuánta frialdad por tu parte, ¿no crees?

―No podría estar resentida con una ilusión, así que no te preocupes. ―Le contestó sin ni siquiera mirarla.

―Soy de carne y hueso, Cristal. Pero es razonable que no me creas... solo hace falta mirar a tu alrededor para ver todo lo que tu mente ha sido capaz de hacer, pero créeme, yo soy real.

―Claro... ―Le dio la razón sin ganas de discutir con una de sus alucinaciones. ―¿Y qué haces aquí, pues?

―He venido a buscarte, a proponerte algo. ―Le dijo el hada, dando un pequeño salto y elevándose ante ella.

―Te escucho. ―Le respondió, contenta de poder interactuar con alguien después de tanto tiempo.

―Puedo sacarte de aquí.

―Pues sácame. ―Le retó ella, sabiendo que lo hacía en vano.

―Para ello has de cumplir con una condición. ―El hada sonrió con malicia y se revolvió su larga cabellera.

―¿Qué condición?

―No volver a ver a tu amante, a Luca. Ni al resto de tus familiares ni de tus amigos.

Cristal frunció el ceño. Si se volvía loca, no quería que ocurrieran este tipo de cosas en su mente. Además, encontraba un tanto absurda aquella condición.

―Si me quedo aquí tampoco los veré nunca más, ¿no es cierto?

―No, te equivocas, porque si te quedas aquí podrás verlos una vez más, durante un día, y luego volverás aquí, para siempre.

Cristal pensó en ello, era lo que más deseaba en el mundo. Pero no sabía si sería capaz de volver a despedirse, de saber que pasaría allí el resto de la eternidad. Era la vuelta al mundo, o verles a ellos una única vez.

Un solo día era una milésima de segundo comparado con toda la eternidad. Estar allí era horrible, cada vez menos, porque se estaba acostumbrando. Pero la eternidad sería muy larga... se asustaba pensando lo que significaba para siempre. Sin embargo, un día entero con ellos sería mucho más que millones de días en un mundo sin estar a su lado.

Era una decisión difícil, quería tanto a todos... Aunque, como bien sabía, para entonces todos podrían haberla olvidado, y haber vuelto a sus vidas. Podría trastornarles, incluso molestarles. ¿Qué haría Luca si ya tenía pareja o incluso una familia al verla aparecer de nuevo? ¿Cómo le sentaría a ella misma? Aunque se alegrara por él, y le deseara lo mejor, sería muy duro volver para verle y que él no correspondiera sus sentimientos. Se le partiría el corazón.

Pero no solo estaba él, también estaban Angelo, Andrea... No había podido despedirse de ellos, y por fin tenía una oportunidad para hacerlo. Creyó que era una decisión muy importante, y estuvo a punto de pedirle un par de días al hada para pensarlo. Pero enseguida se dio cuenta de que no lo tenía siquiera que considerar, solo era una ilusión.

―Es una buena condición, pero preferiría volver a verlos.

―¿Seguro? Estarás aquí el resto de la eternidad.

―¿Qué es la eternidad en comparación a un día con las personas a las que quieres?

El hada sonrió aún más y rió de forma cantarina, pero enseguida se llevó la mano a la boca para controlar su risa.

―Lo siento, era broma. No existe tal trato, pero no he podido contenerme, quería saber hasta qué punto estabas atada a esa gente.

―Ya lo sabía, no tenía ni la más mínima esperanza de que me llevaras de vuelta.

―En realidad, sí que te voy a llevar de vuelta.

Cristal rió, sin poder contenerse, y se frotó los ojos. Estaba demasiado cansada. Se levantó e intentó pasar a través del hada, pero esta no se desvaneció como el resto de objetos cuando ella lo deseaba. Frunció el ceño. Para ser un producto de su mente, estaba demasiado descontrolado.

―¡No puedes pasar a través de mí! Ya te he dicho que soy real, y que te voy a sacar de aquí. Pero para que me creas, será mejor que continuemos esta conversación en otro sitio.

El suelo sufrió una especie de temblor, y Cristal se alteró. Miró a su alrededor con los brazos extendidos para no perder el equilibrio y contempló cómo las paredes color pastel se derretían ante sus ojos.

Los muebles desaparecían, el temblor se hizo más fuerte. Tuvo que agacharse y apoyar la rodilla en el suelo para no caerse. El hada mantenía los ojos cerrados, concentrada en su labor, y haciendo que todo girara.

Entonces, Cristal consideró la idea de que no fuera solo una ilusión.

 

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