Cristal

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2. El príncipe que vestía de negro

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Al crecer, perdería casi todos los recuerdos que conservaba hasta los cinco años, pero lo que siempre recordaría, a fuerza de verlo en sus pesadillas, sería el día en que su vida dejó de ser normal. Todo el mundo habló de un accidente de tráfico, pero ella siempre había intuido que se trataba de algo más.

Después de quedar huérfana vivió con su abuela paterna, una mujer muy guapa que salía muy poco <<la gente no entiende que una mujer de mi edad pueda tener nietos, cuando haya gente delante llámame tía ¿de acuerdo?>>―Le decía a menudo―. Su madre no había tenido mucha relación con sus parientes, y la niña no conocía demasiado a aquella parte de la familia.

Un año después, la buena señora que se había hecho cargo de ella murió mientras dormía, y ella volvió a quedarse sola con tan solo seis años.

Al principio, sufrió de mutismo selectivo con los niños de su edad; pero, al cabo de unos meses, el trastorno desapareció y pudo empezar a comunicarse con sus compañeras de orfanato.

Sus verdaderos problemas empezaron una tarde de verano. Estaba en el patio, jugando, y mordió a una niña. Las monjas que se ocupaban de administrar el hospicio la regañaron mucho, y cuando vieron que brotaba sangre de la herida de la niña la azotaron, por violenta.

Al día siguiente, cuando curaron a la niña, descubrieron que la herida había desaparecido; y, desde entonces, empezaron a marginarla. Las monjas se cuidaban de hablar mal delante de ella, pero el resto de los niños la llamaban “la maldita” o “la endemoniada”.

Un par de meses después descubrió un olor a sangre que venía del jardín. Avisó a las monjas pensando que si había pasado algo malo y era ella la que lo decía le verían con otros ojos. Pero, en lugar de eso, el temor hacia ella creció. Una compañera suya había saltado un muro en una parte del jardín a la que solo el jardinero tenía acceso. Al hacerlo, se había partido el cuello y estaba muerta. Las monjas se escandalizaron y encerraron a la niña que había avisado de la tragedia en una habitación aislada con una sola ventana, pequeña, cerca del techo.

Nunca habría adivinado que lo que había producido aquel olor a sangre fuese un cadáver. Tenía especial sensibilidad hacía los olores de sangre, pero lo de la niña muerta había sido una sorpresa para ella.

A partir de aquel día las monjas se turnaron para educarla. Era una niña aplicada, aprendió rápido a leer y escribir. Pero en los temas religiosos se aburría fácilmente y más de una vez había reconocido ante las monjas que no se creía las cosas que le contaban.

Cuando discutía mucho acerca de lo que intentaban enseñarle y se negaba a memorizarlo, las monjas se enfadaban y la castigaban sin cenar.

De vez en cuando, un eclesiástico acudía para hacerle preguntas. Le hablaba del demonio, de purificar su alma... Al principio se había reído al oír estas cosas, pero había aprendido a mantenerse callada para no alargar las sesiones teniendo que escuchar que esa risa no era suya, que si el demonio por aquí, que si Lucifer por allá...

A los siete años y medio, cuando ya llevaba casi un año sin relacionarse con niños, reclusa en aquella pequeña habitación fría y oscura, le conoció a él.

Una noche, aburrida y hambrienta, castigada de nuevo sin cenar, movió la cama y se subió a ella para abrir la ventana que daba al patio trasero del edificio. Desde ella vio a un joven de unos veinte años, con mirada seria y tranquila, expresión jovial y cabello moreno revuelto pero bien cuidado. Tenía una dulce sonrisa, una sonrisa que misteriosamente la reconfortaba. Nunca antes había visto a aquel hombre, y no parecía que fuese un empleado del centro. Sin embargo, tenía algo familiar y, aunque fuera un completo desconocido, le vio como a un salvador, como al príncipe que acudía a rescatarla de su encierro, a pesar de que él vestía de negro.

Al día siguiente, le contó a una monja cómo un hombre de negro, de ojos marrones y dulce sonrisa le había preguntado: <<¿Vendrías conmigo?>> Y había desaparecido. Enseguida apareció el eclesiástico hablando de salvar su alma y de renunciar al mal; de no aceptar la mano de ese hombre al que ahora llamaba Señor de lo Oscuro.

Aquella noche, el hombre volvió a aparecer. La llamó y ella, sin miedo, colocó una silla encima del colchón, apiló encima de ella unos libros de tapa negra a los que por fin encontró utilidad y se sentó encima, muy cerca de la ventana.

―¿Les has hablado de mí a tus maestros?

―Sí. ―Contestó ella con claridad.

―Bien, ¿y qué te han dicho? ―Preguntó él, interesado.

―Que eres el demonio. ―Resumió la pequeña de ocho horas de sermones, sin pausas para la comida.

―¿Y no te da miedo hablar con el demonio? ―La interrogó él.

―Tú no eres el demonio, porque el demonio no existe ¿verdad?

El desconocido sonrió, mostrando en su rostro una especie de satisfacción.

―Yo nunca le he visto, y que yo sepa no soy yo. ―Respondió amablemente.

―¿Quién eres? ―Preguntó la niña sin rodeos.

―Me llamo Andrea, soy un antiguo amigo de tu abuela, y me alegra comprobar que has heredado su carácter.

―¿De mi abuela? ―La niña hizo unos aparatosos cálculos mentales y frunció el ceño. ―¿No eres tú muy joven?

―Tu abuela también parecía joven ¿verdad?

―Es cierto. En realidad, solo parecía algo más mayor que tú.

―Y, sin embargo, era mayor. Bien, eres lista, ya lo entenderás. Pero, antes de todo, ¿estás a gusto aquí?

La pequeña negó con la cabeza.

―En ese caso volveré mañana, tenemos mucho de que hablar. ¿Te parece bien?

―Andrea. ―Le llamó ella. ―No te vayas, me aburro, no puedo dormir.

―¿Crees que si te cuento un cuento te dormirías?

La niña recordó los cuentos que le contaba su abuela por las noches. Desde su muerte, no había vuelto a escuchar uno; y asintió con la cabeza enérgicamente. No sabía por qué aquel desconocido, amigo de su abuela al parecer, quería contarle un cuento, pero la idea no le desagradaba.

Por la mañana, las monjas descubrieron a la niña encima de los libros y de la silla, dormida, y esa tarde tocó una charla sobre rituales satánicos y acciones que la apartarían del camino del señor.

Aquella noche le dieron de cenar como nunca antes había cenado estando interna en aquella habitación. Le llevaron un plato de estofado caliente, varias rebanadas de pan y un vaso de zumo. Aunque no comía desde hacía por lo menos tres días, encontró aquello extraño y no se fió. Desmenuzó el pan y lo echó por la ventana para que comiesen los pájaros, y tiró el estofado y el zumo por la taza del wáter.

―Buenas noches. ―La saludó el joven de negro.

―Buenas noches. ¿Por qué vienes aquí por las noches?

―¿Te molesta?

La niña agitó la cabeza, que había echado hacia atrás para mirarle. Volvió a colocar las sillas y los libros encima de la cama y se acomodó.

―No me parece bien cómo te tratan aquí, y teniéndole el cariño que le tenía a tu abuela, me parecía justo preocuparme por ti.

Le hizo preguntas durante toda la noche, hasta que se quedó dormida. Por la mañana escuchaba a las monjas gritar <<¡Ah señor! Esta niña está endemoniada, ¡el somnífero ni le ha hecho efecto!>> Y la pequeña se reía para sus adentros.

Desayunó todo lo que pudo, guardó un par de trozos de pan bajo el colchón de la cama y volvió a tirar la cena por la taza del wáter.

A punto estaba de anochecer cuando la llevaron a otra habitación, más pequeña, con un catre como único mueble y sin ventanas. Las paredes eran de un blanco enfermizo y pálido que no le transmitía sensaciones agradables, y aquella noche no pudo ver a Andrea.

Satisfechos al comprobar que la niña se encontraba en un estado normal, al día siguiente trasladaron su ropa allí y ya no volvió a ver más la ventana por la que había hablado con el amigo de su abuela.

En las siguientes tres noches no le volvió a ver, y la cuarta se despertó en medio de la madrugada y le vio frente a la puerta. Se llevó los dedos a los labios para que no hiciera ruido, y la niña se incorporó despacio, tranquila.

―¿Quieres venir conmigo?

―Las monjas no te han dejado entrar ¿verdad?

―No, he tenido que colarme dentro. Pero si lo prefieres, puedes quedarte. ― Añadió con la voz apacible y serena que le caracterizaba. ―Respetaré tu opinión.

Sin respuesta alguna, la pequeña caminó descalza hasta él y le agarró de la mano. Hacía mucho que no tenía contacto humano, nadie se atrevía a tocarla. Y disfrutó de la firmeza y del cariño que un simple gesto como ese podía transmitirle.

 

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