Cristal

Cristal


3. La felicidad que se nos escapa tan fácilmente

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Llegaron hasta la calle sin problemas y cuando la niña, emocionada, vio la luna por primera vez en casi doce meses, se frotó los ojos y la contempló maravillada.

No se soltó de la mano del desconocido en todo el viaje. De vez en cuando, miraba hacia arriba para fijarse en sus rasgos. Él se daba cuenta y le sonreía.

Era bastante más alto que ella. Su mirada tranquila, y sus profundos ojos marrones transmitían confianza; su forma de caminar denotaba seguridad en sí mismo.

Un taxi les estaba esperando. Andrea le abrió la puerta, ella vaciló.

―Está bien, iré atrás contigo. Pasa, pequeña.

No habló en todo el camino, y cuando por fin se detuvieron frente a una verja de hierro forjado con formas e iniciales perfectas abrió la boca, sorprendida.

A la entrada principal se iba por un paseo de gravilla. Estaba oscuro. Sin embargo, sus ojos habían visto bien desde siempre en la oscuridad. La mansión estaba rodeada de un jardín y un césped bien cuidados y detrás, muy lejos, se podían distinguir los árboles del comienzo del bosque.

Entraron en la casa. La niña se distraía en cada rincón. Aquello era tan inmenso... Así que la cogió en brazos para ahorrar tiempo, y la llevó a través de los pasillos de mármol y de las escaleras blancas hasta su habitación.

Encendió la luz, ella entrecerró los ojos.

―¿Te gusta? ―Le preguntó sonriente. ―La ha preparado mi hermana. Yo no sé nada sobre gustos de niñas, y si la hubiese decorado yo te habría parecido una aberración y ahora estarías llorado.

Al lado de una cama enorme había un ventanal con cortinas blancas. En frente, un baúl adornado con peluches y muñecas, y al lado la puerta que más tarde descubriría que llevaba al baño.

Un cuadro de colores suaves colgaba sobre la cama y al lado de esta había una mesita de noche de mimbre. Cerca, un gran armario con flores estampadas hacía la habitación aún más coqueta.

Era el cuarto más bonito que había visto en su vida, y tuvo que mirar a Andrea, interrogante, para asegurase de que estaba entendiendo bien.

―Sí, es para ti. Elegiste venir conmigo, así que ahora vivirás aquí; esta será tu habitación. Mañana te presentaré a la familia, y te enseñaré el jardín ¿de acuerdo? Por hoy descansa, mañana tendremos que hablar de muchas cosas. Buenas noches. El desconocido no esperó a que la niña reaccionara y la dejó sola.

Al día siguiente, se despertó deslumbrada por la luz. Seguía con el mismo camisón viejo con el que dormía en el orfanato, con el que había llegado hasta allí.

Se desperezó y abrió la puerta despacio. No había nadie en el pasillo. El suelo de mármol le enfriaba los pies desnudos. Decidió buscar a Andrea y caminó a través del pasillo, admirando los cuadros que colgaban de la pared.

Llegó al final del pasillo. Un gran mirador se extendía ante ella, y detrás había un balcón. A ambos lados había escaleras que ascendían, así que decidió subir por una de ellas. Cuando estaba a punto de llegar arriba, escuchó el ruido de unas ventanas cerrándose.

Se giró hacia atrás y vio a un joven que entraba a la casa desde el balcón. Su pelo castaño parecía casi rubio al sol, y andaba con la misma elegancia de Andrea. Estaba embobada, mirándolo, intentando distinguir sus rasgos, cuando la voz de una joven la alertó desde el pie de las escaleras.

Era una mujer de la misma edad que el amigo de su abuela. Parecía una persona alegre, y tenía una bonita sonrisa. Llevaba el pelo muy corto, y eso le daba un aire informal. Era Lia, la hermana de Andrea, la que había decorado su habitación.

Después de un largo baño, Lia abrió el armario de su habitación y le dijo que aquella ropa era para ella; le puso un vestido que no tenía nada que ver con las túnicas con las que la hacían vestirse en el orfanato.

La joven le dijo que se sentara frente al tocador y estuvo un buen rato cepillándole el pelo, con delicadeza. La niña no se movió, tenía el pelo enredado y lleno de nudos, así que agradeció lo suave que se lo estaba dejando.

Empezó a recogerle el pelo, le hizo una coleta, y las ondas castañas de su pelo resbalaron por su espalda.

―No, me parece que estás mejor con el pelo suelto, ¿no crees?

Aquel mediodía conoció a casi toda la familia de los Palazzi Di Rosso. Al padre de Andrea y Lia, Anthony; y a la madre, Alina. Conoció a Angelo, el hermano pequeño, que tendría unos doce años. Y supo que había otro hermano llamado Luca, pero no llegó a verlo.

Alina era la segunda mujer más guapa que había conocido nunca. La primera era su abuela.

Los días allí fueron los mejores que había vivido en mucho tiempo. Lia le trataba como a una hermana pequeña. Le compraba muñecas, aunque a ella no le gustaban demasiado. Le peinaba todas las mañanas y le arropaba por las noches. Pero, al que más quería, sin duda, era a Andrea. A veces, se ausentaba durante semanas por trabajo; pero, cuando estaba allí, le enseñaba a defenderse, a pelear. Al resto de la familia no le parecía apropiado que entrenase así a una niña tan pequeña, pero él había insistido, y ella aprendía de buena gana.

Algunos días se hacía heridas porque se caía o porque no paraba a tiempo los golpes de su profesor y, cuando eso ocurría, se echaba a llorar; pero no porque le doliera, sino porque no le gustaba la sangre.

Anthony y Alina le enseñaban ortografía, caligrafía, a sumar y restar, a localizar ciudades en los mapas, y le hacían leer. Andrea pensaba que a la pequeña no le haría gracia aprender esas cosas; pero era al contrario, acudía a las clases con entusiasmo.

La abuela Di Rosso la llevaba al jardín de vez en cuando, le enseñaba los nombres de las flores y jugaba con ella como si fuera su propia nieta. Al igual que su verdadera abuela, era muy joven, tan solo aparentaba algunos años más que Andrea. Y eso, a la larga, empezó a llamarle la atención. ¿Por qué todo el mundo en aquella casa era tan joven?

En alguna ocasión coincidía por los pasillos con Luca, el chico al que había visto el primer día entrando por el balcón. Parecía la versión masculina de su madre.

Era muy parecido a su hermano Angelo, casi idéntico. Pero él tenía el pelo más claro, y los ojos más azules. Y tenía la misma perfecta sonrisa de Alina.

Si Angelo siempre estaba nervioso, él siempre estaba tranquilo. Si Angelo estaba continuamente bromeando, él sabía cuándo parar. Eran parecidos, pero diferentes al mismo tiempo.

Angelo siempre estaba metiéndose con ella, y más de una vez le había hecho reír; pero Luca ni siquiera le prestaba atención.

Un día, toda aquella felicidad se esfumó. La vida normal que tanto le gustaba dejó de pertenecerle.

Era muy tarde, llevaba mucho tiempo dormida, pero su sensibilidad a los olores de sangre la alertó y se despertó. Salió al pasillo. A pesar de sus nueve años recién cumplidos, la sangre todavía la hacía llorar; era algo extraño, pero no podía evitarlo. En ese momento, Angelo volvía a su habitación y aprovechó para llamarlo.

―Angelo, huele a sangre.

―¿De verdad? Yo no siento nada... ―A medida que se iba acercando fruncía cada vez más el ceño. ―Pues es verdad. ―Rectificó.

Entonces Luca salió de su habitación y, a pesar de que la niña iba a llamarle, Ángelo le tapó la boca y la apoyó contra la pared para que no dijera nada.

―No hagas ruido ¿vale? ―Esperó a que Luca hubiese desaparecido y continuó. ―Quédate aquí, enseguida vuelvo.

Caminó hasta la habitación de la que acababa de salir su hermano y se deslizó hacia dentro. Al cabo de unos minutos, el olor a sangre se hizo más intenso. Aquel aroma le produjo una extraña sensación, pero apretó los dientes y lo aguantó. De pronto se intensificó y gritó cayendo al suelo de rodillas.

Andrea subió desde el piso de abajo. Luca volvió en dirección a su habitación. Lia salió de su cuarto y Anthony y Alina subieron también. Al ver a la pequeña en el suelo, Andrea corrió junto a ella. Tenía la cara empapada de llorar, y parecía como si un dolor insufrible la estuviese atormentando.

―¿Qué te pasa? ¿Qué te pasa? ―Gritaba. Anthony ya se había percatado del olor a sangre y avanzaba hacia la habitación donde se encontraba Angelo.

El resto lo recordaba muy borroso. Andrea la había cogido en brazos, y ocultas por su hombro no pudo ver las escenas que ocurrían delante suyo.

Anthony y Alina parecían muy enfadados, Angelo no decía nada, no se le oía, y Luca se excusaba, pero sus padres seguían furiosos. Lia se acercó a Andrea y ella la cogió en brazos para volver a llevarla a su cuarto.

Todo cambió desde aquel día. Durante años estuvo deseando no haberse despertado aquella noche y haber pasado por alto el olor a sangre.

Al día siguiente, la hicieron despertarse muy temprano. Andrea estuvo mucho tiempo hablando con ella. Le dijo que Luca había hecho algo que no debía hacer, y que Angelo algo aún peor. Que a este tendrían que enviarlo lejos para ayudarle a que dejara de hacer ese tipo de cosas y que ella iba a acompañarle para que desapareciera esa desagradable sensación que experimentaba al oler sangre.

Al principio, había llorado ante la idea. No quería irse de allí, ni dejar aquella casa. Andrea se había ablandado y había ido a hablar con Anthony para encontrar otra solución. Pero, finalmente, decidieron que mandarla lejos, con Angelo, sería lo mejor.

Lia la consoló, le dijo que irían a verla muy a menudo, y que cuando los dos estuviesen curados, cuando hubiesen desaparecido sus problemas, podrían volver a la casa familiar. Le ayudó a hacer las maletas. No dejó de llorar en todo el día, solo cuando Andrea salió de viaje con ellos dejó de hacerlo.

Cogieron el coche y bajaron a la ciudad. En otras circunstancias la niña habría hecho mil preguntas sobre las cosas que veía, pero ni siquiera se asomaba por la ventanilla. Se pegó a Angelo, que estaba igual de serio que ella, y se agarró a su pantalón.

Aparcó el coche y caminaron hasta llegar a una plaza con una fuente.

―Esta es la fuente de los 99 chorros, cada uno conmemora a uno de los pueblos fundadores de la ciudad. Se dice que L´Aquila es la ciudad del 99, porque tiene 99 plazas, 99 iglesias, 99 fuentes... Y la catedral toca 99 veces las campanas cada tarde.

Ninguno de los dos respondió a Andrea, así que siguió caminando hacia adelante. Se acercó mucho a la fuente, se inclinó y metió la mano en el agua.

―Angelo, tú ya conoces este lugar al que vamos, pero para ti es nuevo, pequeña. Se llama Deresclya. Es una de las seis realidades, ocupa tiempo y espacio con las otras seis. Pero eso ya te lo explicaré más adelante, ahora es demasiado pronto para que lo entiendas. Venid, tocar el agua y decid: Deresclya.

Algo recelosos, los dos se acercaron. Angelo fue el primero; de pronto, desapareció ante sus ojos y la niña retrocedió, asustada. Pero Andrea le agarró de la mano y fue él mismo quién pronunció aquella palabra que hizo que los dos desaparecieran en el aire.

 

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