Cristal

Cristal


10. Belcebú

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Después de esta breve introducción sobre la vida de Cristal, la Cristal que un día fui, creo que puedo empezar a contar cómo es mi vida ahora.

Cheo es la poderosa emperatriz que gobierna Deresclya y la Tierra que, por cierto, siguen siendo dos realidades diferentes. Como ya sabréis por lo que os he contado de la pequeña Cristal, las diferentes realidades son planetas que ocupan el mismo tiempo y espacio sin tener relación alguna. Hoy en día solo se conocen seis realidades: la Tierra, Deresclya, la Nada, la Tierra de la Magia, la Tierra de los Ángeles y la Tierra de los Demonios. A estas dos últimas los humanos tienen tendencia a llamarles el cielo y el infierno; pero os digo, por experiencia, que no tienen nada que ver con lo que los humanos entienden por cielo e infierno.

Como ya dije anteriormente, trabajo para Cheo, mi emperatriz. Hace como un siglo más o menos, se hizo con el poder de la sociedad vampírica. Al principio, todos la apoyaron porque prometió conquistar por fin la Tierra sin que los Cazadores de Sombras, exterminadores de vampiros, interfirieran más. Pero lo que la gente no sabía era por qué no iban a interferir, cosa que os contaré más tarde. Desde entonces, muchos se rebelaron y otros, la apoyaron. Se crearon las guerrillas o la resistencia, como prefiráis llamarlo, en contra de su imperio.

Eso ha originado una era oscura en la que todo el mundo tiene miedo de ser acusado como traidor. Porque los guerrilleros actúan en la clandestinidad, haciendo pequeños atentados contra el imperio e intentando desbaratar los planes de la emperatriz de vez en cuando. Por eso, como no se sabe quiénes forman parte de la resistencia, los subordinados de Cheo, la unidad de búsqueda de su ejército, se encarga de investigar y de controlar a la población. Y cuando descubren a un traidor, yo me encargo de realizar el trabajo sucio.

Los pocos prisioneros de guerra que hay son los que tienen una información que le interesa a la emperatriz. El resto de la gente, la que ha conspirado o ayudado a un conspirador, por pequeño que sea el delito que ha cometido, está muerta. A Cheo no le gusta hacer prisioneros. Prefiere, como ella dice, “limpiar la sociedad de errores”. Así que todo el que no esté a favor de su imperio, se considera un error y es eliminado sin miramientos.

Cheo, la Poderosa, me llamó después de estar bastante tiempo sin hacerlo. A decir verdad, me aburría bastante sin trabajo. No es que sea una adicta a él y, aunque resulte difícil de entender, prefiero desangrar vampiros, desplumar ángeles, calcinar demonios, hacer agonizar mediante la magia a hechiceros, u obligar mentalmente a humanos a destriparse a ellos mismos que quedarme merodeando por la corte de un palacio que no encuentro en absoluto acogedor.

Aunque mis macabras aficiones puedan resultaos desagradables, debéis saber que no lo hago por gusto. No me importa hacerlo, porque no puedo sentir compasión por las personas que torturo, pero tampoco disfruto haciéndolo. Es solo que prefiero viajar y moverme, aunque eso signifique arrebatar vidas, antes que permanecer demasiado tiempo entre estos muros que me recuerdan que no soy libre, que no soy nadie.

Acompañada por uno de los mayordomos que aún conservaba con vida, caminé hasta el salón donde me esperaba mi emperatriz. A veces no puedo evitar pensar que yo podría estar en su lugar, ya que soy consciente de que, de haber explotado mi potencial al máximo, podría haber sido aún más poderosa que ella. ¿Cómo lo sé? No me ha hecho falta más que leer su mente. Con eso, deberíais haceros a la idea de los amplios y extensos que son mis poderes mentales, capaces de penetrar en la mente de la que muchos consideran una diosa.

Me planté delante de ella sin mirarla a los ojos aún, y clavé una rodilla en el suelo, presentándole mis respetos.

―¿Me ha llamado, mi señora? ― Pregunté con la voz fría y sin cambios de tono con la que me había acostumbrado a hablar.

―Sí, Cristal. ―Contestó con voz dulce, una voz que conocía desde hacía un siglo. Escuché cómo el bajo de su vestido crujía al arrastrarse por el suelo, y supe que se había levantado. ―Hace dos meses un regimiento de mi ejercito cercó a un grupo de renegados en su propia base.

―Sí, lo recuerdo. Acabaron con la vida de treinta y cuatro renegados, pero el resto aún resiste dentro de la base. ―Hice uso de mi memoria.

―Por poco tiempo. ―Se acercó a mi lado. ―Han dejado de intentar retirarse, ya no preparan ataques contra mis soldados. Están débiles, probablemente apenas les quede munición, y dudo mucho que les queden suministros.

―Mi misión es entrar y matarlos a todos. ―Deduje.

―Sí, Cristal. Tu misión es entrar y matarlos a todos. Los soldados que están cercando la base no pueden hacerlo, porque al entrar, les podrían dejar la salida libre. Uno solo de mis soldados, incluso un grupo de diez, no podría hacer nada entrando solos, no tendrían posibilidades. Y no tengo intención de enviar más soldados para que protejan las salidas mientras los otros entran. Sería una pérdida absurda de tiempo y presupuesto.

―Es más rentable enviarme a mí. ―Añadí con voz neutra. ―¿Hay algo más que deba conocer de la situación?

―Son un pequeño grupo de renegados, están cansados y hambrientos, y se esconden en un antiguo centro de sanidad abandonado. Eso es todo.

―¿A dónde he de dirigirme?

―Al norte, detrás de las montañas nevadas.

Asentí. En un siglo las cosas habían cambiado demasiado, ya ni siquiera recordaba el nombre del país terráqueo en el que estaba. Sabía señalarlo en el mapa, pero todos los nombres habían quedado olvidados al subir la emperatriz al trono.

Me levanté despacio y me atreví a mirarle a los ojos. Pocas cosas podían producirme escalofríos, y os confieso que esa era una de ellas. Poco me faltó para sentir esa oleada repentina de frío que muchos humanos y vampiros experimentan cuando me ven y comprenden que van a morir.

Me puse inmediatamente en marcha. Me vestí con el traje que ya se había convertido en mi uniforme y que todos los Cazadores de Sombras, en especial los verdugos, odiaban y por el que sentían repulsión.

Entre los recuerdos de la joven inocente que un día vivió dentro de mí, encontré el dato de por qué llevaba todavía ese traje. Decidí vestirme siempre con él para que no olvidara nunca quién fui. Y creo que, aunque ahora me vista con él solo por costumbre, el traje cumple su función, porque sé lo que un día fue esa chica, fue lo contrario a lo que soy ahora, fue defensora de los vampiros y otras criaturas de las seis realidades.

Eso me hizo pensar en las realidades. La Tierra había estado aislada del resto, pero desde que Cheo consiguió el poder, es un territorio en potencia. Mantiene relaciones comerciales con las cuatro realidades posibles y está activa políticamente.

El mundo ha cambiado, la Tierra no es como era antes, pero no sé cuál de los dos mundos prefiero, si el de hace cien años o el de ahora, porque soy incapaz de sentir preferencia por un asunto tan poco importante.

Aquella misma tarde me encaminé hacia las montañas nevadas. Cuando el viento empezó a ser cortante y el frío se hizo más intenso, supe que las había alcanzado. Las copas de los pinos estaban cubiertas de nieve, y decidí descansar unas horas hasta el amanecer, ya que quizá más adelante el frío no me permitiría dormir.

Me desperté cuando el sol aún no había salido, pero ya se veía con claridad. Me solté el pelo recogido en una coleta para que sus ondas pegadas a mi cuello me transmitieran calor, y me até el pañuelo verde que siempre llevaba conmigo en la cabeza, tapándome parte del flequillo y atándomelo en la nuca.

Comprobé que la tira de tela verde desgarrada que llevaba atada al brazo seguía en su lugar, y me puse en camino. No me hizo falta tocar mi collar para saber que seguía ahí, el cálido contacto que producía no desaparecía nunca. A veces el calor me molestaba al turbar el habitual gélido tacto de mi piel. Pero, otras veces, tenía la extraña sensación de sentirme reconfortada por el simple hecho de percibir que una pequeña parte de mí no era fría. ¡Qué estupidez! Es cierto que desde el día en el que me regalaron el collar, hacía como cien años, aún no me lo había quitado, pero es absurdo pensar que es una parte de mí.

Al caer la tarde ya había hecho un buen trozo del camino. Había empezado a nevar y, de vez en cuando, tenía que sacudir la cabeza para que la nieve no se me congelara en el cabello. Sin embargo, no tenía frío, no solía tener frío nunca. Como ya dije antes, mi sangre, mi piel y mi corazón están congelados.

La noche cayó, pero no me detuve a descansar, se había levantado ventisca, y hacía un rato que había divisado un desfiladero entre dos riscos. Quería atravesarlo esa noche antes de que la nieve me cerrara el paso.

A medida que avanzaba, me daba cuenta de que alguien o algo me estaba observando desde las sombras. El silbido del viento disminuía mi capacidad auditiva, y los copos de nieve y el frío que ya empezaba a calarme hicieron el resto del trabajo hasta casi nublarme los sentidos. Sin embargo, mi mente seguía activa, y me guié por ella para seguir mi camino y a la vez acercarme más a mi acechador.

Pronto descubrí que se trataba de un animal, uno pequeño. Picada por la curiosidad, lo seguí cuando este abandonó las sombras para escabullirse hacia su guarida. Llegué hasta una cueva, por la que podía andar de pie. De no haber sido así, no habría cometido la imprudencia de entrar.

Tardé apenas unos segundos en acostumbrarme a la completa oscuridad de la cueva. Según avanzaba, decidí que mataría al animal que se había ocultado dentro y que después dormiría allí mismo. No estaba de más reunir fuerzas, y aquel era un buen lugar para hacerlo.

Me llegó un gruñido desde el fondo de la estancia, pero venía de un bichejo que no era gran cosa. Seguí acercándome más, y pronto pude ver a la cría de puma que me amenazaba desde un rincón, a la defensiva.

Suspiré. Esperaba al menos un poco de acción, pero matar a aquella criatura no supondría un gran esfuerzo. Podría matarla mentalmente, obligándola a que se despeñase por un risco o se diera cabezazos contra una piedra. Pero también podía degollarla con mi daga, y eso sería menos costoso y desagradable.

Saqué la daga que llevaba en el antebrazo, ni siquiera haría el esfuerzo de desenvainar mi espada.

Me agaché delante del animal con la mirada serena, y lo observé, pero solo veía su silueta, no distinguía los colores de su pelaje. De pronto dejó de gruñir, aunque me enseñó los dientes amenazadoramente. Alargué la mano para agarrarla del pescuezo. En el intento, hizo un ágil movimiento con la zarpa y me arañó la mano.

Sentí la sangre algo más cálida que la piel al resbalar por ella, pero eso no me detuvo. Agarré a la cría por la nuca y tiré de ella hacía arriba, para ponérmela a la altura de la cara.

Al principio pataleó y se resistió, pero cuando comprendió que no lograba dañarme y que no podía soltarse, desistió. Me observó con sus penetrantes ojos de felino y ladeó la cabeza.

Se rindió, pero no apartó la mirada, no tenía miedo. Por eso mi brazo se detuvo a mitad de camino, porque me recordó a alguien, me recordó a mí misma. Era una tontería pero, por alguna razón, aquella noche no fui capaz de acabar con su vida.

Si hubiera podido, me habría sentido mezquina, porque no tenía reparos en acabar con las vidas de ángeles, demonios, hechiceros, vampiros o humanos, pero no era capaz de asesinar a un puma.

Lo solté sin miramientos y chilló al caer al suelo. Pensé que saldría corriendo, pero dio un par de vueltas delante mío gruñendo, y siguió observándome.

Me acomodé junto a una de las húmedas paredes y esperé a que el animal se decidiera por atacarme o se marchara. Pero no parecía tener intención de hacer ninguna de las dos cosas. Se acercó prudentemente a mí, pretendiendo olisquearme.

Dejé que se arrimara y que caminara a mi alrededor, receloso. Alcé mi mano derecha y bebí la sangre que el puma había hecho fluir de mi mano. Poco a poco la herida fue sanando con mi saliva. Mientras tanto, la cría seguía andando en círculos a mi alrededor.

Decidí no prestarle atención y dormir. La madre de ese bicho no andaría lejos, y pronto se marcharía a su encuentro o ella acudiría a la cueva. Si ocurría lo primero no debía preocuparme, pero si un puma entraba durante la noche, lo mataría.

Debo decir que aquella noche no derramé la sangre de ningún puma. Me levanté poco antes del amanecer. El felino estaba muy cerca de mí, hecho un ovillo, y su lomo se movía lentamente hacia arriba y abajo, lo que me hizo entender que dormía plácidamente.

Sin embargo, se despertó cuando me puse de pie y salí de la cueva. Ya había algo de luz, y bajé del risco saltando de roca en roca, las mismas por las que había subido hacía unas horas.

Escuché unos pasos tras de mí, y me giré para ver a la cría de puma a la luz del día. Apenas era una bola con orejas envuelta en un espeso pelaje moteado de un color que era extraño para un puma.

Era un puma albino precioso, de un blanco tan puro como la nieve que había bajo sus patas, y sus manchas eran grises.

Me siguió durante todo el día, incansable. Se detenía cuando yo lo hacía, pero siempre se mantenía a una prudente distancia sin atreverse a acercarse demasiado.

Hoy en día sigo sin entender qué vio aquel ejemplar de puma en mí, qué fue lo que le incitó a seguirme. Pero, a veces, me gusta creer que lo hizo porque su instinto le dijo que éramos iguales. Porque en esos días su madre no apareció para buscarle, y eso quería decir que o bien estaba muerta, o lo había abandonado.

Estaba solo, como yo, no era único en su especie, pero sí diferente a los demás. Un cuerpo que albergaba un alma fría y un corazón que se esforzaba por mantenerse caliente. Desterrado por los suyos, y sin nadie en el mundo. Bello por fuera, de unos hermosos ojos verdes como los míos, pero vacío por dentro.

Enseguida supe que aquel bichejo buscaba en mí llenar el silencioso y frío vacío de su alma con mi presencia. Para poder sentirse parte de algo.

Después de un tiempo, el minino sigue a mi lado. Algo más grande, peludo y regordete que la primera vez que lo vi. Pero su pelaje blanco sigue estando moteado, y por lo que sé acerca de los pumas, pronto esas manchas desaparecerán y darán paso a un color todavía más blanco y puro, sin manchas.

Pero el atisbo de simpatía que Belcebú, mi peludo amigo, despierta en mí, no es lo que me incitó a empezar a narrar esta historia. Así que, volvamos al pasado, hasta aquellas montañas heladas que trataba de cruzar para llegar a la base de los enemigos de mi emperatriz.

Aquella noche dormimos a la intemperie, al cobijo de las ramas de un árbol. Belcebú parecía sentirse seguro a mi lado, porque, en cuanto nos detuvimos a descansar, se hizo un ovillo cerca de mí y se durmió.

No le eché de mi lado porque su presencia no me incomodaba, pero en aquel mismo instante, decidí no preocuparme por él, no sentirme responsable por semejante bola de pelo. ¡Ja! Casi llegué a creérmelo y todo. Al día siguiente ya estaba sacando flechas de mi aljaba mientras apuntaba con el arco a una liebre que sería la cena del gatito.

En mi defensa, debo decir que el condenado animal no hacía esfuerzos por sobrevivir. No se despegaba de mi lado, y cuando era evidente que algunos animalillos, que podrían ser sus presas, se escondían entre los arbustos, ni siquiera hacía amagos de atacarlos.

Yo podía pasar semanas sin alimentarme de comida humana y, como ya había comprobado, décadas sin sangre. Pero ignoraba cuánto tiempo podría subsistir aquel animal sin comer y, aunque prometí no sentirme responsable de él, no pude evitar sentirme protectora hacia la criatura que se había empeñado en seguir mis pasos a través de la nieve.

El cuarto día llegamos a un túnel construido hacía más de un siglo por los humanos, cuando los coches funcionaban y los vampiros solo éramos personajes fantásticos de libros de ficción, antes de Cheo.

Aquel túnel reduciría cuatro días de camino, escalando la montaña que se erguía ante nosotros, a cinco minutos caminando en la oscuridad.

Los preciosos ojos del minino relucían en la oscuridad del túnel. Me pareció que, al igual que yo, disponía de visión nocturna. Cuando escuchamos un ruido entre los muros del túnel, Belcebú se pegó más a mí, estoy segura que casi sin darse cuenta.

Allí había alguien, ocho personas nada más y nada menos. No parecían tener buenas intenciones, pero decidí seguir adelante y darles una oportunidad para que rectificaran.

No lo hicieron. Pasé unos minutos entretenidos.

Prendieron unas antorchas cuando ya me habían rodeado. Eran atracadores, vándalos de las montañas. Sonreí para mis adentros, por fin un poco de acción. Ellos habrían disfrutado matándome, sin duda. Por eso, yo intentaría aparentar que disfrutaba matándolos a ellos.

―¿A dónde va, señorita? ―Me preguntó el que parecía ser el portavoz.

―Eso a ti no te importa, basura. ―Le provoqué yo, y todos estallaron en sonoras carcajadas.

―¿Basura? Creo que no has entendido bien tu posición, preciosa. La que tiene que suplicar para que no la matemos y la convirtamos en basura eres tú. ―Contestó él enseñando una hilera de dientes negros y amarillentos. ―Por cierto, la piel de puma es muy apreciada entre los cazadores furtivos, y su carne aún más entre las gentes de la montaña.

―¿Ah sí? ―Pregunté, divertida. ―¿Crees acaso que vas a ponerle una mano encima al puma?

―O despellejamos al puma y nos lo comemos, o te despellejamos a ti y te comemos. Como he dicho, la carne de puma es muy preciada, pero no desperdiciaríamos la tierna carne de una muchacha.

Los hombres se echaron a reír. Bien, cuanto más creciera su bravuconería, peor lo pasarían al darse cuenta de que iban a morir.

―Sí, es cierto. La carne de muchachas jóvenes como la mía es un manjar. ―Dije para sorpresa de los bandidos. ―Qué pena no decir lo mismo de la carne de hombres arrogantes y estúpidos. Pero, en fin. ―Continué, suspirando, y con una entonación teatral. ―Mi amigo y yo llevamos mucho tiempo sin comer. ―Di un par de pasos hacia adelante para que las llamas de las antorchas iluminaran mi rostro. Los bandidos dieron un par de pasos hacia atrás, asustados. El jefe se cayó de espaldas al suelo al reconocer en “la muchacha” a la famosa asesina que ya era conocida en las seis realidades.

―¡No, no, por favor, váyase! ―Empezó a balbucear el hombre. Pero ya era demasiado tarde, y él lo sabía. Sus siete compañeros ya estaban bajo la influencia de mi poder, y con solo pensarlo podría matarlos a todos. Pero no, quería un poco de acción. ―¡No me mate!

―No deberías suplicar para que no te mate. Porque aún peor que la muerte, es conocer cuándo ocurrirá y las circunstancias de esta. Y tú vas a conocer esos datos. Vas a morir exactamente dentro de cuatro minutos, y te adelanto que tu muerte será más lenta que la del resto de tus hombres. ―Desbloqueé la mente de aquellos vándalos al tiempo que desenvainaba la espada y se la clavaba a uno de ellos en el corazón. Me giré y se la clavé a otro en el costado. No debía perder el tiempo, aún quedaban cinco por matar, y debía evitar que escaparan.

Me encargué rápidamente de eso. Creé una barrera invisible con la mente para que no escaparan y arremetí contra el siguiente más cercano, al que le había dado tiempo de soltar la antorcha y blandir una daga. Mientras acababa con otro de ellos, me volví hacia el jefe, que seguía convulsionándose de terror en el suelo.

―Todavía estoy decidiendo cómo morirás. ―Le dije al tiempo que mataba a otro de sus compañeros. ―Sería divertido obligarte mentalmente a que te abrieras en canal y a que te tragases tus propias tripas, ¿no crees? ―Acabé con el último y me agaché para limpiar la sangre de mi espada en los harapos de uno de los cadáveres. ―Vaya, me han sobrado dos minutos. ―Le dije mientras me acercaba a él. Era increíble el efecto que causaban unas simples palabras en la mente humana. ―Pero, ¿sabes qué es peor que la muerte e incluso que conocer las circunstancias de la misma? ―Hice una pausa y proseguí. ―Es el tiempo que transcurre desde que conoces esos datos hasta que llega el momento de tu muerte. Porque no puedes evitar pensar en el dolor que sentirás al morir.

El hombre intentaba hablar, pero solo emitía sonidos ininteligibles.

―Estoy pensando ―Continué infundiéndole terror con mis palabras ―que quizá... ―Paré un momento y le miré a los ojos. ―¿Sabes cuánto tiempo sería capaz de mantener despierta y consciente la mente humana mientras el puma separa tu carne de los huesos? Todavía no sé si hacer eso o, simplemente, destriparte... A lo mejor puedo hacer que te tragues tus propias tripas mientras el puma te arranca la piel y te separa la carne de los huesos.

No me hacía falta usar mi poder de mentalista para percibir el miedo del hombre, que se podía palpar en el ambiente. Mientras temblaba, me coloqué tras él, sin que se percatara, y le coloqué la espada en el cuello. Antes de que se diera cuenta, estaba muerto.

―Pero, lo peor de todo, es morir imaginando el dolor que sentirás, sin darte cuenta de que no has sufrido, y sin poder morir en paz. ―Dije en voz alta, sabiendo que aparte de Belcebú allí ya no había nadie más que me escuchara.

Seguí caminando por el túnel, dejando atrás las antorchas y los cadáveres de los bandidos. Belcebú soltó un gruñido apenas audible al dejar atrás lo que perfectamente podría haber sido su cena, pero no protestó más, y se limitó a seguirme.

Aquella noche fue cuando Belcebú fue ascendido de bola peluda a “Adorable bola peluda”, mi adorable bolita peluda. Nos sentamos bajo un risco en las montañas, y encendí el fuego porque, aunque no me guste reconocerlo, el frío empezó a molestarme. Sin embargo, la calidez de la hoguera se fue con la rapidez con la que se prendió la chispa que hizo el fuego.

Una fuerte corriente de viento lo apagó dejándonos a oscuras y sin nada que nos diera calor. Belcebú dejó escapar una especie de maullido, al fin y al cabo solo era un gatito algo más grande de lo normal.

Sentí como se acercaba a mí y, debido a su proximidad, no pude evitar alzar la mano para acariciar su pelaje. Me sorprendí al averiguar lo suave que era y, cuando empezó a ronronear, no pude resistirme: levanté las dos manos para cogerlo y seguir acariciándolo en mi regazo.

Aquel bichejo era tan condenadamente adorable... Su pelaje le daba un aspecto gélido. Pude darme cuenta de que tenía frío, por eso seguí acariciándolo para hacerle entrar en calor. Se hizo un ovillo sobre mis piernas mientras meneaba la cola de un lado a otro y, de paso, su contacto me devolvía parte del calor que había perdido hacía un rato.

Al día siguiente me sorprendí al ver a Belcebú intentando atrapar un roedor entre sus zarpas. Evidentemente, mi peludo amigo tan solo era una cría, y no era lo suficientemente mayor como para que pudiera cazar.

Antes he dicho que no tengo sentimientos, pues bien, confesaré que no estoy segura de ello. Siento simpatía hacia Belcebú, porque me siento identificada con él. Reconozco que es hermoso, y sin duda su contacto es agradable, pero si hoy lo mataran... no lloraría su muerte, me daría igual. Lo siento si os he decepcionado. Quizá pensabais que amaría a Belcebú con toda mi alma, pero no, eso de amar no es propio de mí. A lo mejor, si estuviera en mi mano, haría algo por evitar su muerte... y eso ya no es indiferencia absoluta. ¿Quiere decir entonces... que tengo sentimientos? Supongo que no, a esa preferencia por mantener una vida no se le puede llamar sentimientos...

Sin embargo, preferiría preservar su vida porque me conviene que esté a mi lado, porque me siento a gusto con él. Eso, querer hacer algo que estimula tu propio bienestar, es un sentimiento. Además, de vez en cuando, me permito el lujo de divertirme matando a criaturas de las seis realidades, como hice en el túnel con los bandidos. Si tengo que asesinar, asesino; no me entretengo. Pero si el hecho de asesinar puede hacer que me sienta mejor, o me entretiene durante un rato, se podría decir que disfruto. Por eso, creo que sí, definitivamente, sí que tengo sentimientos.

 

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