Cristal

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48. Por el camino del progreso

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El plan había salido a la perfección. Ante la gente quedé como una miembro de la corte sublime, divina, preocupada por el pueblo y dispuesta a dar la cara por él. Yo era la única que quedaba para gobernar, y tendría que encargarme de nombrar al resto de los miembros. Sin embargo, aquello solo era la mitad del plan, y me puse a ello para terminar cuanto antes.

Di conferencias en las que me preocupé por escuchar las opiniones de la gente de a pie. Leí en sus mentes con rapidez, y globalicé las ideas para, después, decir lo que todos querían escuchar. Para ellos, era como la libertadora que les había rescatado de la codicia de una corte corrupta. Los cinco miembros asesinados por el integrante que estaba en contra fueron considerados buenas personas, ya que supuestamente habían muerto por protestar ante el asesino. Sin embargo, todos sabían que la única que se había atrevido a decir las cosas claras era yo, y me adoraban por ello.

Les hice creer que querían invadir la Tierra pacíficamente para “ir por el camino del progreso”. Y ni siquiera sospechaban que detrás de todo eso estaba una mujer que había esperado ese momento durante casi un siglo.

Cuando todo estuvo a punto, cuando los nobles y gente influyente dispuestos a rebelarse fueron exterminados, le cedí todo mi poder a la emperatriz, y el asalto comenzó.

Al principio, la mayoría creyó que todo era normal, que yo, la buena libertadora, le había cedido el poder a Cheo porque no tenía experiencia en la guerra y creía que ella era la mejor para el puesto. Pero cuando se dieron cuenta de que empezaba a hacer trabajos sucios para ella, las cosas cambiaron.

Los primeros años de la guerra fueron gloriosos. Los vampiros superaban en fuerza y número a los humanos y, además, cada vez que ganaban una batalla, los vampiros convertían a los prisioneros derrotados en vampiros. Yo me retiré de la política y la sociedad para dedicarme a matar. Y las cosas se torcieron. La gente se dio cuenta de que algo no iba bien. Algunos humanos se volvieron rebeldes, y formaron un único bando con vampiros nobles que creían que los vampiros y los humanos vivían bien separados o que, al menos, no había por qué hacer una guerra para compartir ambas culturas.

En el otro bando estaban la guardia y soldados de Cheo, vampiros a favor del cambio que ella proponía, humanos que también lo estaban y vampiros recién convertidos que se sentían orgullosos de ello.

Los vampiros adiestraron a los Subtierra para usarlos como armas en el campo de batalla, y la Tierra fue ocupada por ellos.

Todo se complicó. Se producían pequeñas revueltas entre integrantes del mismo bando, pequeñas batallas en las que había muchas bajas. La población sufrió un desequilibrio enorme. Muchos humanos eran convertidos y, al no estar acostumbrados a su inmortalidad, traían al mundo a muchos más vampiros. Los humanos se contaban a puñados. En algunas regiones, incluso, algunos vampiros se dedicaban a cazarlos, como habían hecho sus antepasados en tiempos remotos.

Nadie confiaba en nadie. Las facciones estaban divididas. El sentimiento patriótico dejó de existir. Los vampiros convertidos no sabían si sentirse humanos o vampiros. Algunos vampiros se sentían humanos, y algunos humanos a favor de Cheo, vampiros.

Los que antes habían sido asesinos de vampiros, se dejaron engañar por Cheo, y accedieron a ser su guardia personal. Otros se unieron a las guerrillas contra la emperatriz y, poco a poco, se fueron disolviendo. El control de Cheo se extendió. Los integrantes del otro bando se convirtieron en simples grupos de terroristas que, de vez en cuando, se peleaban incluso entre ellos. Y el mundo se sumió en una oscura calma que ocultaba la más absoluta y caótica corrupción.

La gente seguía preguntándose qué era lo que me llevaba a actuar así. Pero sabían lo que era capaz de hacer, y me tenían miedo y respeto. La mayoría seguía apoyándome incondicionalmente, pobres inconscientes. Otros se dieron cuenta de que no era trigo limpio.

En todo ese tiempo no vi a ninguno de los amigos de la antigua Cristal. La emperatriz ordenaba a sus hombres que me impidieran cualquier contacto con ellos, y con cualquier persona fuera de su círculo de confianza.

No me encontré con ellos hasta el día en el que vi a Angelo y a Luca en la base en la que resistían algunos rebeldes.

También se preocupó de que no viera a Hielo. Temía que, al verle, se desatara en mí el odio de Cristal, y que eso reavivara también el resto de mis sentimientos. Yo también creía que había un gran riesgo de que pasara lo que ella temía porque, a pesar de haber suprimido todos los recuerdos de mis sentimientos y aunque yo no dijera nada al respecto, seguía odiando a Hielo, aunque no entendía muy bien por qué.

Esa era una de las cosas que me recordaban que estaba viva. Yo sabía lo que había ocurrido pero no recordaba, ni comprendía, qué era tener sentimientos. No los echaba de menos. Y no tenía motivos para querer provocar a mi parte humana y que despertara por completo mis emociones.

Maté por mi emperatriz. Sabía que cuando no quedara ni un solo rebelde sería libre. Sin embargo, no tenía motivos para querer ser libre. No sentía esa necesidad.

Después de veinte años, llegaron los días en los que volví a encontrarme con Angelo, con Luca, con Andrea... los días en los que tropecé con Belcebú... y el día en que tuve aquel traspiés que les permitió rescatar a Andrea.

Unos días después, Cheo me hizo llamar. Pensaba que querría encomendarme una nueva misión, pero no lo hizo.

―Voy a relevarte de tus cargos, de Liánn.

―¿Quién hará entonces mi trabajo? ¿Quién matará por ti con tanta sangre fría como yo? ― Me interesé yo, no por preocupación, sino por curiosidad.

―Hielo. Hielo lleva mucho más tiempo que tú siendo adiestrado para esto, sabrá hacerlo bien.

―Si supiera, no habrías tenido que perder ochenta años encerrándome en una prisión. ―Contesté yo.

Cheo frunció el ceño y me dirigió una media sonrisa.

―Cierto, pero tu cometido era conseguir la aprobación del pueblo, cosa que lograste hace veinte años. Hielo no podría haber hecho eso, lo secuestramos tan pequeño... si hubiéramos dicho de pronto que era un de Liánn habría sonado sospechoso. ¿No crees?

―Tiene usted toda la razón. ―Dije yo para no contradecirle. ―Entonces me voy.

―No, espera, sigues estando a mi servicio, y quiero que vuelvas a integrarte en la sociedad y que te ganes la confianza de todo los nobles. Dime quién conspira contra mí y quién está a gusto con mi mandato.

―Eso ya lo hice una vez, la gente no olvida tan fácilmente, emperatriz.

―Tú tienes la capacidad de leer sus mentes, así que aparca ese traje de asesina, vístete como es debido, arréglate el pelo, y vuelve a asistir a los bailes.

No contesté, tan solo asentí y me dediqué a cumplir sus órdenes. Envié cartas a los palacios de los alrededores, diciendo que deseaba asistir a sus fiestas porque volvía a querer estar entre los nobles.

Cuando las recibí, decidí empezar por el palacio más cercano. En carruaje llegaría tan solo en media hora. Me llevé a Belcebú conmigo, y todo fue bien, tal y como esperaba.

La gente seguía teniendo miedo, pero no tardaría en averiguar quiénes estaban a favor del mandato de Cheo y quiénes no. Pensaba pasar allí una semana entera, pero decidí marcharme antes del quinto día. No había muchas personas a las que interrogar y todas ellas eran leales a la emperatriz. Había alguno que otro que la seguía simplemente por miedo, pero eso también contaba como fidelidad.

Llegué, de regreso, por la noche. El carruaje aparcó delante, en los jardines. Estaba cansada, esas misiones me cansaban más que aquellas en las que había acción. Me recogí el bajo de mi largo vestido y caminé con él en alto para que no arrastrara por el suelo. Era un vestido elegido por mi majestad, increíblemente incómodo. No solo era largo, sino que tenía tanto vuelo y adornos que pesaba muchísimo. El cabello también lo había llevado recogido todos aquellos días, pero en el viaje se había deshecho el peinado que llevaba aquel día.

Ya me había acostumbrado a llevar tacones. Aun así, me dolían los pies. Había pasado mucho tiempo desde que los había usado por última vez.

Belcebú siempre se había quedado en los aposentos que me asignaban en las fiestas. Durante el día, en cambio, lo llevaba conmigo a todas partes.

Como no podía llevarlo en brazos, dejé que anduviera por el jardín. La hierba estaba húmeda por la lluvia, y luego tendría que lavarle las patas, pero no me importó, así tendría algo que hacer.

El bicho entró por la puerta principal correteando. Los centinelas que vigilaban la entrada ya lo conocían, por lo que no hicieron ningún comentario y lo dejaron pasar. Un poco antes de que llegara yo, escuché los chillidos y gruñidos de Belcebú. Supuse que habría vuelto a chocarse contra un espejo, y no aceleré mi ritmo.

Sin embargo, el rostro se me ensombreció cuando vi a alguien vestido con el traje de los asesinos de vampiros de espaldas a mí, sosteniendo a Belcebú en el aire por el pellejo. Me enfurecí tanto que quise matarlo en el acto. Nadie se atrevía a tocar a mi bola de pelo. Me llevé la mano a la cintura, pero no llevaba espada. El pobre desgraciado había tenido suerte, no moriría aquel día.

Lo primero que se me ocurrió, dejándome llevar por la rabia, fue lanzar con fuerza uno de mis zapatos. Mi puntería era infalible, pero, en el último momento, el miserable se dio la vuelta y el zapato fue a parar a la cabeza de Belcebú.

Mis manos fueron instintivamente a tapar mi boca, pero me contuve por no mostrar una reacción tan humana y simplemente fruncí el ceño y me mordí los labios. Belcebú chilló, había recibido un fuerte golpe.

Mi sangre hirvió de ira cuando vi sonreír al mezquino que lo sujetaba, divertido por lo que acababa de ocurrir. Y entré en cólera cuando descubrí de quién se trataba.

―Será mejor que lo sueltes.

Él me analizó de arriba abajo con sus ojos verdes. Estaba más alto, y parecía más fuerte que la última vez que lo vi, pero yo también había crecido. Sentí que intentaba penetrar en mi mente, no estaba acostumbrada a que nadie intentara algo así. Sin embargo, aquel parásito era osado.

―¿Es tuyo? ¿Entonces para que le arrojas un zapato?

―Él no era el blanco. ―Respondí yo, tratando de templar mis nervios.

―Pues para que no fuera él el blanco tienes muy mala puntería. Ahora entiendo por qué te han reemplazado por mí.

―Porque el trabajo difícil estaba terminado, y las tareas que quedan son insignificantes, perfectas para ti.

Hielo rió, sin ganas, mi gracia.

―¿Qué tal tus amigos? ¿Todavía no los has matado? ―Intentó provocarme él.

―Estoy esperando a que me ofrezcas tu ayuda, eres todo un especialista traicionando a tu gente, deberías enseñarme.

Quería irritarlo. Sin embargo, no tenía que pensar mucho para hacer ese tipo de comentarios, también estaba diciendo lo que yo sentía. Me enfurecía de verdad que hubiese traicionado a su gente, aunque yo estuviera haciendo lo mismo... Porque lo mío estaba justificado... ¿Y lo de Hielo no?

No tuve tiempo de pensar en ello. Hielo desenfundó su espada, lanzó a Belcebú hacia un lado haciéndolo chocar contra la pared y avanzó hacia mí.

Yo también me llevé la mano a la cadera, pero allí no había ninguna funda de espada. Iba armada, pero tan solo tenía un par de puñales atados con correas a las piernas. Decidí que le mataría tan solo con eso. Me agaché y empuñé el arma.

En uno de sus actos arrogantes, cuando me vio con la daga volvió a envainar su espada y agarró un puñal. Los guardias no tardaron en darse cuenta del escándalo que estábamos montando. Sin embargo, una vez que empezamos la pelea, nadie se atrevía a detenernos.

Me enfrenté a él usando las técnicas que mejor sabía utilizar. Hielo también daba lo mejor de sí. Y entonces, al observar sus movimientos, descubrí que él también debía de haber estado encerrado en la prisión porque, además, sabía leer en la mente de las personas ya que antes lo había intentado conmigo.

Cheo tenía razón. Aunque me costara reconocerlo, era tan bueno como yo. El único motivo por el que no lo habían elegido a él para hacer mi trabajo era porque a mí sí me reconocerían como a una de Liánn.

Vi que Belcebú se aproximaba a mi adversario agazapado, dispuesto a saltarle encima. Si lo hacía, podría llegar a distraerle y yo ganaría el combate. Pero el bicho también moriría, porque Hielo no dudaría en volverse para cortarle el cuello de un revés.

Intenté cambiar de posición a mi contrincante, lo empujé con fuerza y me puse delante de Belcebú. Cuando tuve tiempo, le di con el pie en el costado, suavemente, para echarlo hacia atrás y que no se metiera en la pelea. Eso me costó un descuido y mi hermano me alcanzó el antebrazo con su daga. Por suerte, no fue más que una herida algo profunda, pero sin gravedad.

Belcebú se volvió loco al oler la sangre, y atacó a uno de los guardias. Yo grité, desesperada, y le advertí al soldado que no le hiciera daño. Pero incluso yo podía comprender que en una situación así, sería difícil no hacerlo.

Aprovechando el caos, varios hombres de la emperatriz lograron reducirnos, y aquella vez les resultó más fácil porque ninguno iba armado con su espada. Cuando todo volvió a la calma, me liberé de mis opresores con brusquedad y corrí para coger a Belcebú en mis brazos. Temí que después de haberle dado con el zapato y de haberlo apartado con el pie me rechazara, pero era un bicho listo, y parecía comprender que lo primero no había sido culpa mía y que lo segundo había sido por su bien.

Salí con él del palacio por el mismo sitio por el que había entrado y caminé a toda prisa por el jardín sin saber hacia dónde me dirigía realmente. Llegué hasta un muro de piedra que separaba los terrenos de Cheo del resto del bosque, y me senté allí. Examiné a Belcebú de arriba abajo y, cuando comprobé que no estaba herido, acaricié su pelaje con ternura, para que se calmara. Sin embargo, seguía oliendo a sangre y su respiración cada vez era más agitada.

Sobre mis rodillas, blanco como la nieve, y moteado con suaves manchas entre grisáceas y negruzcas, tan solo parecía un gatito más grande de lo normal y algo más regordete. Sus orejas eran puntiagudas, cantarinas, y sus patas preciosas. Sus ojos, apacibles. Toda la criatura en sí tenía un aspecto entre dulce y peligroso a la vez.

Entonces, rompí a llorar. Lloré por primera vez en casi un siglo, y me sentí bien. No sabía por qué lo hacía, pero no me vino mal. Me distraje durante unos segundos pero, mientras lloraba, escuché algo entre la maleza e instantáneamente dejé de llorar y me giré hacia allí, alerta. Belcebú se había quedado dormido sobre mi regazo, y no escuchó nada, pero yo estaba segura de que mis capacidades auditivas no fallaban.

Me puse en pie con Belcebú en brazos y me di cuenta de que iba descalza. Uno de los zapatos lo había lanzado, y el otro lo había perdido en medio de la pelea con mi hermano.

Sin preocuparme por manchar el bajo del vestido, salté el muro y seguí la dirección de los ruidos que había escuchado. Me abrí paso entre las ramas de los árboles y el follaje, que cada vez era más espeso, y anduve durante un rato. Pensé que no me vendría mal distraerme un poco, y me guié por mi intuición, dejándome llevar por los sonidos de la noche.

Caminé descalza durante casi dos horas en la oscuridad. Por un momento incluso me olvidé de qué hacía allí, en medio de un bosque. Entonces apareció un claro desde el que vi fuego a lo lejos. Me acerqué más, con cautela, y descubrí que se trataba un campamento rebelde improvisado. Tan solo había un par de tiendas y, entre ambas, una hoguera.

Investigué durante un rato, y observé el lugar. Sin darme cuenta, había seguido durante dos horas a uno de los rebeldes hasta su propio refugio. No serían más de diez, podía ser que alguno estuviera fuera en ese momento, pero en cada tienda no entraban más de cinco personas. Me asomé entre los matorrales. Podría pillarlos desprevenidos y matarlos a todos, pero aquella noche no estaba de humor para matar a nadie.

Hacía mucho que no me sentía así. Estaba abatida, desanimada, sin ganas de nada. En ese momento, algo me sacó de mis pensamientos. Una flecha cortó el aire y fue a parar a uno de mis costados. Me di la vuelta lentamente y vi a uno de los insurgentes con el arco tensado, dispuesto a lanzar otra nueva flecha. Di un par de pasos hacia él, dispuesta a desarmarle, y la segunda flecha fue a parar a mi hombro. Me maldije a mí misma. Tendría que haber manipulado su mente y no haber intentado algo tan imprudente como enfrentarme a él sin armas.

Con el tercer impacto caí al suelo. Aquella vez me alcanzó en la rodilla. Un dolor insoportable me recorrió de arriba abajo, y temí que fuera a perder el sentido. Belcebú se asustó y soltó una especie de chillido. La cabeza me daba vueltas. Vi cómo mi agresor llamaba a sus compañeros y, poco a poco, varias caras fueron reuniéndose en torno a mí.

Las heridas no eran graves. Sí lo suficiente como para inmovilizarme, pero no como para matarme. Aquella noche me drogaron, pienso que para combatir el dolor y, desde entonces, todo se volvió confuso. Era consciente de lo que ocurría a mi alrededor, pero los sonidos los oía lejanos y las imágenes las percibía difuminadas. Ni siquiera tenía un solo instante de lucidez para analizar la situación.

No sabría decir cuántos días estuve así, pero sé que fue un tiempo bastante largo. Cuando desperté, era de día. Estaba en una amplia habitación. Las ventanas estaban cubiertas por cortinas, y a través de ellas se filtraban unos rayos de luz. La cama donde me encontraba era cómoda, y las sábanas estaban limpias. Además, tenían olor a lavanda. Me incorporé y, al hacerlo, me percaté de que estaba encadenada. Tenía la pierna derecha atada a una de las patas de la cama con un grillete. Supe que no había vuelto al palacio de la emperatriz, que seguía secuestrada.

Repasé todo lo sucedido el día en el que me capturaron, y me di cuenta de que me había vuelto a pasar lo mismo que la vez del traspiés. Yo había escuchado al rebelde aproximándose a mí. Pero mi cerebro había eliminado esa información, y no había tenido tiempo a reaccionar.

Me estaba pasando algo, y no sabía qué era.

Alguien me había quitado el pesado vestido que llevaba, y me había puesto una cómoda túnica. Tenía el brazo en el que mi hermano me había herido vendado, igual que la cintura, la rodilla y el hombro.

Me costaba mucho mover las zonas heridas, sobre todo la de la rodilla. En el caso de que consiguiera desatarme manipulando la mente de alguien o por mi propia fuerza, no sería capaz de dar más de dos pasos seguidos.

Al poco tiempo, la puerta se abrió y entró por ella una mujer que aparentaba mi edad. Vestía unos pantalones largos y una camisa ancha. Su pelo, completamente blanco, le caía por los hombros. Era un ángel, un ángel sin alas. Cuando me vio despierta, pareció sorprendida.

―Vaya, veo que ya has despertado. ¿Cómo estás?

―¿Acaso te importa mi estado? ―Me extrañé yo.

―¿Cómo no me iba a importar? Eres nuestra invitada especial. ―Cogió una silla y la colocó al lado de la cama. ―Primero, te informaré de tu situación. Puedes intentar manipular mentalmente a quién quieras, pero todos en esta casa están adiestrados para no ceder ante la presión mental. Segundo, nada de jueguecitos, recuerda que la que está retenida eres tú. Y tercero, si se te pregunta algo, contestas.

―¿Qué quieres saber pues? ―Le dije yo, con intención de pillarla desprevenida. Decidí que si querían la verdad yo se la daría. No tenía nada que ocultar, ni nada que perder. Además, si se lo contaba todo enseguida, después podría divertirme observando cómo tratarían de decidir si era verdad o no.

―Por el momento, bastará con que me digas qué hacías esa noche en el pequeño campamento que encontraste.

―Decidí dar un paseo por la noche y aparecí allí. ―Simplifiqué yo las cosas.

―Deberás decir la verdad. ―Volvió a repetir ella con dureza. ―¿Tu emperatriz no te envió a matarnos?

―¿Te fijaste en cómo iba vestida? ―Le dije yo por toda respuesta.

―Contesta sí o no.

―No, ella no sabe nada sobre este campamento, ni sobre el de la Ciudad de la Luz.

―¿Y por qué le estás ocultando información tan valiosa? ―Se interesó ella, recelosa.

―No lo sé. ―Dije yo.

―Responde. ―Insistió ella.

―Supongo que me aburría, y pensé que si moríais todos los rebeldes me aburriría aún más.

―Tu forma de actuar no es coherente. No esperarás que te creamos, ¿verdad?

―No, pero me da igual. ―Contesté yo, indiferente.

Siguió haciéndome preguntas durante un rato más, y a todas ellas le contesté sinceramente. Me divertía observar sus reacciones. Después, se marchó y me dejó sola.

 

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