Cristal

Cristal


49. Complicación

Página 56 de 58

4

9

.

C

o

m

p

l

i

c

a

c

i

ó

n

Los primeros días los aguanté sin problemas, me porté bien. Pero, al cabo de un tiempo, todo se volvió aburrido, y empecé a tener ganas de largarme de aquella habitación. Los interrogatorios a los que me sometían a diario dejaron de divertirme, y me volví un tanto agresiva y violenta en mis declaraciones.

No querían matarme, estaba claro. Sabían que era una pieza importante en aquella guerra, y preferían conservarme con vida.

Cuando ya me curé por completo de mis heridas y cuando más de veinte rebeldes habían intentado sacarme algo que les fuera de utilidad de mil y una formas diferentes, Luca vino a visitarme.

Habría pasado más de un mes desde que me habían secuestrado, y me había dado tiempo a plantearme la opción de que un conocido de la antigua Cristal me interrogara.

Entró por la puerta decidido. Tenía su cabello castaño tirando a rubio despeinado y mojado. Un par de mechones le colgaban por la frente. Su piel se había vuelto algo más morena y su rostro aparentaba ser el de un adolescente de unos dieciocho años. Sus ojos me parecieron incluso más azules que la última vez que lo vi en una de mis misiones. Iba vestido con una camisa y unos pantalones en los que se podía apreciar la comodidad que había buscado en ellos para poder moverse con libertad. Seguramente los utilizaría para combatir. A pesar de eso, no le daban un aspecto de dejadez; al contrario, le proporcionaban una especie de elegancia salvaje y rebelde.

Yo estaba en el borde de la cama, cansada de estar tumbada o apoyada contra la pared. Él cogió una silla y se puso frente a mí.

―Hola, Cristal.

―Hola, Luca. ―Lo saludé yo, con naturalidad.

―En el caso de que sea cierto lo que dicen... ¿has considerado la opción de cambiarte de bando?

―¿Y qué es lo que dicen? ―Pregunté, aun sabiendo a lo que se refería.

―Que has ocultado información sobre nuestro paradero a tu emperatriz.

―Es verdad, pero no he considerado esa opción.

―¿Por qué no? Lo que estás haciendo no tiene ninguna lógica. ―Dijo él, sonriente. Yo fruncí el ceño. No entendía por qué motivo sonreía.

―¿Por qué sonríes?

―Porque creo que sé por qué lo estás haciendo.

―Lo dudo. ―Sacudí la cabeza. ―No lo sé ni yo, así que...

―Estoy seguro de que algún día, muy pronto, serás tú misma la que acabe con el mandato de la dictadora.

―Siento decepcionarte, pero no tengo el más mínimo interés en hacer tal cosa. No porque le guarde lealtad, sino porque no tengo motivos para querer lo contrario.

―Presumes de carecer de sentimientos, pero vas a todas partes con tu puma. ―Luca se giró y cogió a Belcebú del suelo. Había estado allí desde el primer día, y era el único que me hacía compañía incluso durante los interrogatorios.

―Yo no he dicho en ningún momento que no tenga sentimientos. Simplemente no son los mismos que antes. Los recuerdo, pero no los comprendo. ―Le expliqué yo, con franqueza. No tenía razones para mentirle.

―¿Cómo es eso posible?

―Lo hizo el hada del infierno.

―Entiendo. Ese fue el precio que pusieron a mi vida. ―Murmuró, y yo asentí. ―Sin embargo... eso no ocurrió nada más desaparecer tú, ¿verdad?

―No, ¿cómo lo sabes?

―Porque no apareciste hasta ochenta años después. Si te hubieran liberado de tus recuerdos al principio, entonces no habrías estado ochenta años retirada de la sociedad.

―Estás en lo cierto. ―Le dije, observando un tanto sorprendida cómo Belcebú se dejaba acariciar por él. Era bastante arisco, nadie que no fuera yo lo había tocado desde que lo encontré. ―Me encerraron durante ochenta años en un lugar infernal del que no podía escapar. Con el paso de los años y el poder de la mente pude llegar a crear los escenarios que quise, incluso podía recrear objetos, aunque nunca personas. Allí fortalecí mi mente. De ahí que sea mentalista. También mejoré mis técnicas para matar.

―¿De verdad? ¿No es cosa de la magia que seas tan terriblemente mortífera? ―No parecía una pregunta común. Sin embargo, él estaba sereno cuando la hizo, como si fuera normal.

―No, todo fue gracias al entrenamiento. Comprende que ochenta son muchos años. No tenía nada qué hacer. Los primeros meses ni siquiera sabía que podía crear cosas si las imaginaba y lo único que podía hacer era pensar...

―Imagino lo horrible que tuvo que ser. ¿Cómo lo soportaste?

―No tuve más remedio que hacerlo. Allí no se puede morir. Intenté suicidarme, varias veces, pero era imposible.

Luca dejó de acariciar al puma y alzó la cabeza para mirarme directamente a los ojos.

―Creo que he oído hablar de ese lugar. Está en lo que los humanos llaman la realidad del infierno. Debió de ser cosa del hada... ―En su mirada pude apreciar un destello de odio que enseguida se desvaneció. En otra época, con mis capacidades, habría sido más que capaz de leer sus emociones en su rostro, pero en ese momento se me hacía imposible. Él no dejaba que ninguno de sus sentimientos se advirtieran en sus palabras, o que salieran a la luz a través de sus gestos. Controlaba perfectamente lo que me dejaba ver y lo que no.

Estuvimos hablando como si las cosas fueran igual que antes, como si nada hubiese cambiado... como si no fuéramos rivales en una guerra sangrienta por la codicia de una mujer. Incluso... puedo decir... que llegué a disfrutar de charlar durante un rato con él.

Siguió viniendo dos días a la semana durante otro largo mes. Los interrogatorios cesaron. Solo él acudía a verme. Pero no para interrogarme. No al menos sobre temas políticos, sino para que le contara todo lo que me había pasado. A mí no me importaba hacerlo. No podía controlar su mente para reírme un rato así que no tenía nada mejor que hacer.

Una tarde, sin que yo le preguntara nada, teniendo quizá una mínima esperanza de que me importara, me contó cómo estaban las cosas en su casa.

―Anthony y Alina son rebeldes, pero en público son partidarios de la emperatriz. No querían implicarse demasiado, para que en el caso de que cualquiera de nosotros nos retiráramos, tuviésemos un lugar seguro al que acudir. Andrea, Angelo y yo estamos completamente comprometidos con la resistencia. Y Lia hace lo mismo que nuestros padres. Tuvo dos hijos con el humano que conoció en aquella banda en la que tocaba, e intenta llevar una vida normal.

Yo no sabía qué decir. No sabía qué esperaba que dijera. Así que no dije nada.

―¿No te importa?

―No mucho, la verdad. Debo reconocer que, ahora que lo has comentado, sí que tenía cierta curiosidad, pero nada que me reconcomiera por dentro.

―¿Y tú? ¿Tú que has hecho?, extraoficialmente me refiero.

―¿Extraoficialmente?, matar.

Un día, llegué a pedirle que me soltaran. El aburrimiento me mataba. Sí, el aburrimiento es la peor de las enfermedades.

―No tenéis por qué dejarme aquí. Si queréis, matadme o soltadme. Pero no puedo estar encerrada el resto de la eternidad. ―Le dije, aparentando enfado.

―También puedes luchar de nuestro lado.

―No, no puedo. Si le traiciono, aunque consiga matarla, perderé todos mis recuerdos. Los perderé para siempre. No me apetece empezar de cero.

―Entiendo. ―Asintió él. ―Pero entonces, si no perdieses tus recuerdos, nos ayudarías, ¿verdad?

―Yo no he dicho eso. Solo te estoy dando un motivo, una explicación de por qué no voy a ayudarte. Ya que tú no eres capaz de entender que no os ayudo porque no me apetece... porque no me beneficia y punto. No es cuestión de ideales o preferencias.

―Antes tenías ideales... ―Empezó a decir él, pero yo le corté.

―Cristal tenía ideales, no te confundas.

―Antes tenías ideales. ―Volvió a repetir él. ―Vestías orgullosa tu traje de Guerrera Esmeralda. Vivías para proteger a los demás, para hacer justicia y vengar la muerte de los inocentes. Cuando combates, todavía lo haces con ese traje, no lo niegues; te he visto.

―No lo niego. ―Respondí yo.

―Lo que haces no tiene sentido. ―Protestó. Yo me callé, esperando a que se explicara. ―Matas a la gente que la dictadora te ordena a sangre fría, pero proteges a este bicho con toda tu alma. ―Señaló a Belcebú. ―Investigas, que es lo que te han ordenado hacer, y cuando descubres la posición de nuestra base, vas y te lo callas. Eres impasible, nada te molesta, pero el simple hecho de respirar el mismo aire que tu hermano te desquicia. No cometes errores y, sin embargo, cuando rescatamos a Andrea no llegaste a tiempo para detenernos. Y luego dejas que te disparen tres flechas, consecutivas. ―Recalcó él.

Al parecer, se había dado cuenta. Después de haber estado hablando todo ese tiempo conmigo era de esperar. Intenté que en mi rostro no se adivinara la sorpresa que me habían producido sus palabras. Sin embargo, en mis labios se dibujó una sonrisa que borré en menos de un segundo. Ni siquiera sabía por qué sonreía... Lo lógico sería decir que sonreía porque había alguien que me entendía. Pero... en esos momentos, ni siquiera yo me entendía a mí misma.

Me sentía confundida. Estaba acostumbrada a saberlo todo sobre el mundo que me rodeaba y sobre mí. Cuando tenía que descubrir o averiguar algo por mi cuenta era una especie de reto personal. Pero descubrir que estaba perdiendo facultades y no saber por qué era frustrante.

Después de su sermón sobre lo que era coherente y lo que no, no volvimos a hablar en todo el día y se marchó. Dos días después, sentada en el borde de la cama, cuando la noche había caído hacía un par de horas, jugueteaba con mi adorable bola de pelo en el momento en el que hubo un revuelo en el pasillo.

Al parecer, acababan de llegar un par de espías rebeldes y traían noticias importantes. Algo iba a suceder en el palacio de Cheo. Sin embargo, todos los que se encontraban allí eran inmunes a mi poder, y no podía averiguar lo que decían penetrando en sus mentes. Cuando la agitación se hubo dispersado, Luca entró en mi cuarto. Cogió una silla con total naturalidad y se sentó frente a mí.

―¿Lo has oído? ―Me preguntó. Parecía más serio que el resto de los días.

―No, solo he escuchado que va a pasar algo en el palacio, nada más. ―Le fui sincera yo.

―¿Te interesa saber lo que ha ocurrido?

―Sí, ¿por qué no? ―Respondí, casi como si me lo dijera a mí misma.

―Cheo ha organizado para el próximo mes una fiesta de élite a la que solo acudirán los generales de las tropas, los jefes de las facciones, los oficiales, los tácticos, los mayores, los paladines y alféreces de gran importancia... En resumen, todos a quienes tendríamos que matar para ganar la guerra.

―Te olvidas de los millones de soldados a cargo de esos superiores.

―Qué va. ―Dijo él, seguro de lo que decía. ―Ellos solo luchan por miedo. ―Muchos de ellos son rebeldes y nos pasan información. Por lo que sabemos, casi el total de esa gente está obligada a combatir. Solo los antiguos asesinos de vampiros y un puñado de nobles estirados están a su favor. Si acabamos con la gente que da las órdenes a los soldados, estará todo el trabajo hecho y habremos ganado la guerra.

―Mientras unos acaban con la élite, otros irán hacia los regimientos a reclutar soldados que estén dispuestos a acabar con todo. ―Adiviné yo.

―Sí, a muchos los avisaremos antes, para garantizar la victoria. Una vez nos hayamos hecho con todas las centurias y batallones, acabaremos con los que sigan defendiendo a la emperatriz. Tomaremos su castillo a la vez y, cuando todas las fuerzas estén reunidas, nos dirigiremos a ayudar a los que estén dando muerte a la élite militar.

―Un plan bien elaborado.

―El único cabo suelto es que necesitamos algo que desate el caos en la fiesta para poder pillar a todos desprevenidos. Si entramos todos a la vez, entonces se darán cuenta de que somos pocos, y necesitamos aguantar un tiempo hasta que lleguen los refuerzos. Las dos acciones tienen que desarrollarse a la vez. Pero no somos muchos, y divididos en dos partes, aún menos. Será muy difícil enfrentarse a toda la élite con la mitad de los rebeldes. Además, está el hecho de que tendríamos que entrar al interior del castillo. Nos veríamos obligados a entrar en pequeños grupos, por lo que nos darían muerte poco a poco.

―Caos para hacerlos salir y pillarlos desprevenidos. ―Simplifiqué.

―Sí, supongo que de eso se encargarán un grupo de nuestros hombres. Crearán una distracción, y entonces atacaremos.

Asentí, sorprendida de la increíble capacidad de elaborar un plan semejante en tan poco tiempo.

―¿Y bien?

―¿Y bien qué? ―Frunció el ceño, extrañado.

―¿Cuándo vais a matarme? No podéis contarme todo esto y arriesgaros a que escape y se lo cuente todo a la emperatriz. Un mes es mucho tiempo. Conociéndome, deberíais saber que soy capaz de ingeniármelas para hacerle llegar la información.

―No vamos a matarte. ―Respondió él. ―De hecho, tenía en mente algo totalmente diferente. Dime ¿cuántas personas percibes en el edificio?

Me quedé pensativa, y realicé la búsqueda de gente que me había pedido. Aunque no pudiese manipular a aquellos rebeldes, podía saber dónde se encontraban y sentir su presencia.

―Dos rebeldes que guardan la puerta de delante, y otros tres la de atrás. Hay cuatro repartidos en diferentes puntos del cerco que rodea el campamento. Pero lo que es dentro del edificio... ―Volví a analizarlo, para asegurarme de que no me equivocaba. ―Solo estamos tú y yo.

―Exacto. ―Todos han salido a preparar la siguiente batalla. Algunos no volverán, otros lo harán dentro de unos minutos. Tenemos poco tiempo.

―¿Poco tiempo para qué?

―No íbamos a matarte, ni a contarte una información tan valiosa que pueda determinar el futuro de la guerra. Eso último ha sido decisión mía. ―Hizo una pausa. Seguía serio. ―Lo que tenía pensado era dejarte marchar.

―¿Qué estás diciendo? ―Dije yo, desconfiada. ―No puedes dejarme libre después de revelarme semejantes datos. No sería...

―¿Coherente? ―Me cortó él.

―No juegues conmigo. ―Le advertí.

―Puede que no sea racional, pero yo sé por qué lo hago, y es por lo mismo por lo que tú tampoco tienes una conducta lógica en tus actos.

―¿Y por qué...? ―Empecé yo, pero no me dejó terminar, tenía prisa.

―Solo te podré dos condiciones para dejarte ir. La primera es que no hagas más preguntas. ¿Podrás hacerlo?

―Sí. ―Asentí yo sin poder creerme lo que estaba ocurriendo. ―Y la segunda...

―La segunda, un beso.

―¿Quieres que te de un beso? ―Inquirí, pero enseguida rectifiqué. ―Lo siento, nada de preguntas. ―No era mi estilo disculparme, pero si quería dejar atrás el aburrimiento de estar allí retenida, tendría que hacerlo.

―¿Hay trato?

―Hay trato. ―Afirmé yo, tratando de averiguar si se trataba de una especie de broma.

Estuvimos unos instantes en silencio. Pero él me apremió con una simple mirada, y me puse en pie, insegura. Di un par de pasos lentos hacia la silla donde estaba sentado, y me lo pensé dos veces. Todo era tan extraño... Fui a agacharme, pero él también se levantó, y se sentó donde unos segundos antes había estado yo, en el borde de la cama. Me giré y me volví a sentar.

Cuando me decidí me acerqué más a él, giré la cabeza e hice que mis labios rozaran los suyos. Cerré los ojos. Sentí cómo se dejaba llevar. Vinieron a mi mente recuerdos de la antigua Cristal. Durante un largo tiempo, su único deseo había sido besar esos labios. Luca los deseaba, deseaba los labios de Cristal. Seguía enamorado de alguien que ya no existía. Sin embargo, parecía muy consciente de ello.

Cuando me separé, su rostro seguía impasible, mirándome con sus ojos azules, sin mostrar un atisbo de emoción. Sin decir nada, se puso en pie, sereno, y sacó una llave de uno de los bolsillos de su pantalón con la que abrió el grillete que me mantenía retenida.

No podía creer lo que mis ojos veían.

―Sal por la ventana. Me imagino que no tendrás problemas para eso. Lo digo porque las entradas están vigiladas. Ya sabes dónde están los centinelas que rodean el campamento, no te será difícil encontrar un hueco entre ellos. ―Hizo una pausa. ―Si tienes interés en conservar el vestido con el que llegaste...

―No. ―Lo interrumpí yo. ―En realidad lo odio. ―Me agaché y Belcebú acudió inmediatamente a mí. Lo cogí en brazos y volví a ponerme frente a Luca. ―Él es todo lo que necesito para irme.

Se hizo un largo silencio. Ninguno de los dos se movía, ninguno decía nada.

―Ve hacia el norte, a caballo llegarás en menos de dos semanas al palacio de la emperatriz. En las cuadras han quedado cinco caballos.

Hice cálculos. La fiesta tendría lugar en un mes. En teoría tendría tiempo de sobra para alertar a Cheo, preparar el contraataque y desbaratar sus planes. Sin embargo, no dije nada. Había prometido no hacer preguntas.

Me limité a darle la espalda y a dirigirme hacia mi vía de salida. Analicé la situación y abrí la ventana. Ya tenía decidido por dónde escaparía. Me había ofrecido hasta una montura, todo era demasiado fácil. Sin embargo, no parecía que mintiese. Y una trampa no podía ser, ya me tenían secuestrada, ¿para qué soltarme y volverme a capturar?

No me di la vuelta para mirarlo por última vez. Me deslicé por el campamento y conseguí la montura. No fue complicado desaparecer sin llamar la atención. De camino al norte, hacia el palacio, tuve tiempo para estudiar con detenimiento todo lo que había ocurrido.

Examiné los datos que me había dado. No encontré en ellos nada que pudiera confundir a Cheo para obligarla a hacer algo que ellos quisieran. Por lo que no me habían dado información falsa para que se la comunicase a ella. Aparte de eso, no se me ocurría nada que aportase un poco de sentido a la situación.

Cuando llegué ante la emperatriz le expliqué que me habían secuestrado y que al final había conseguido escapar. Aunque un poco recelosa, me creyó. Sin despertar la más mínima sospecha le pregunté sobre las novedades, y entonces me enteré de que la fiesta que daba era, además de un secreto muy bien guardado, algo cierto.

Pasé dos semanas sumida en un trance. No tenía ganas de pasear, de entrenar, de comer, de dormir, ni siquiera de matar. Me pasaba todo el día pensando, y al día siguiente era como si no lo hubiera hecho, porque seguía igual de confundida.

Fue una etapa extraña, no sabría cómo definirla. Fue... como una pausa, un paréntesis. Y, por fin, llegó el día esperado, el día de la fiesta. Me encontraba cerca de la puerta del salón principal. Hielo estaba al otro lado. Sentí unas ganas terribles de matarlo. Pero Cheo me había advertido de que, si lo intentaba, lo tomaría como una traición y borraría mis recuerdos.

Me encontraba observando a los invitados, mirándolos sin ver. Iba vestida con uno de los elegantes vestidos que a la emperatriz le gustaba que llevase. Llevaba el pelo recogido, tenso, dos tirabuzones caían sobre mis hombros. Mi cara estaba maquillada, no era nada natural, parecía una simple muñeca. Permanecí allí, de pie, cuidando mis modales, obedeciendo órdenes, doblegándome ante aquella injusta autoridad, de adorno.

Vi que Cheo estaba entretenida, riendo. Al parecer, unos cuantos rebeldes habían intentado penetrar en el castillo y habían armado mucho jaleo. Como era de esperar, les habían dado muerte a todos y Cheo estaba orgullosa del éxito de su fiesta.

La distracción de los rebeldes había fallado. La élite no saldría de la fiesta. Los soldados, al continuar sus jefes vivos, nunca se plantearían ir contra la emperatriz, y se enfrentarían, como hasta entonces, a los rebeldes. Los masacrarían, aunque pensaran igual que ellos y pudieran, si se unieran, acabar juntos con toda la élite. El miedo se impondría en esa situación, y los soldados se decidirían por la opción más cómoda, sin reflexionarlo. Así son las criaturas racionales con emociones. Idiotas.

Me retiré silenciosamente del salón y me dirigí a mi cuarto. Ir vestida así, peinada así, maquillada así... comportarme así... me estaba matando por dentro. Lo había estado haciendo durante los últimos veinte años. Sin embargo, no me había molestado tanto hasta entonces.

Busqué en mi armario mi viejo uniforme de Guerrera Esmeralda. Me despojé del incómodo vestido, me puse los pantalones negros, la camisa, el chaleco con correas y las botas. Me armé con mi espada, y coloqué mis puñales, uno por uno, en los lugares en los que solía llevarlos. Me coloqué ante un espejo y vi relucir el collar verde esmeralda engastado en cuatro aristas de plata, el collar que me había regalado Luca. Me solté el cabello y me lavé la cara.

En mi pequeño acto de rebeldía contenida, avergonzándome de mí misma por no ser capaz de hacer lo que estaba haciendo, dando la cara y delante de la emperatriz, me asomé por la ventana para que me diera el aire.

Dejé que el viento revolviera mi cabello y respiré con fuerza. Sin ni siquiera haberme fijado, vi a lo lejos, fuera de los límites del palacio, la luz de una antorcha. Los revolucionarios aguardaban a que sus compañeros hicieran salir a la élite del edificio para entrar todos a la vez y acabar con ellos.

Pero lo que no sabían era que ese grupo estaba muerto. Y si habían conseguido neutralizarlo tan rápido quería decir que esa parte de la estrategia no estaba demasiado elaborada. Sacudí la cabeza... aquella noche moriría mucha gente y sabiendo que tanto estaba en juego... habían dejado demasiado a la suerte. Aunque también entendía que tuvieran que hacer un ataque a la desesperada. La guerra estaba durando mucho y probablemente no tendrían muchas más oportunidades.

Cerré los ojos y, después de unos segundos, bajé con Belcebú las escaleras que llevaban al salón de la fiesta. Me presenté allí, con el cabello suelto, la cara despejada, vestida con un traje de Guerrera Esmeralda y acompañada por un puma albino.

Todo el mundo se quedó mirándome. Murmuraban entre ellos sobre mi comportamiento, estaban desconcertados. Con ese acto pretendía sentirme mejor. Sin embargo, no me sentía del todo bien. Nada había cambiado. Físicamente parecía la misma de antes, pero no me sentía así, porque había dejado de ser yo misma hacía un siglo.

Miré a mi alrededor. Los nobles y adinerados charlaban. Reían sin ganas las bromas de otros, disfrutaban de su bienestar y de la oscuridad en la que estaba sumida el resto de la gente. Sentí desprecio, repugnancia.

Los sirvientes dejaban que los molestaran, que los apuraran... tratándoles sin ningún respeto. Iban de un lado para otro obedeciéndoles, cumpliendo órdenes... Esa pobre gente... Y esos otros cerdos avaros y egoístas... Algunos criados servían comida, otros bebida. Todos, simplemente, cumplían con lo que les encomendaban. Se encargaban de los tapices, las flores, las alfombras, los centros de mesa, las cortinas... una y otra vez... una y otra vez...

Cerré los ojos. Recordé todo lo que había aprendido durante mi confinamiento sobre el arte de la magia y extendí los brazos. Pude sentir cómo la gente clavaba sus ojos en mí. Me dejé llevar. Una chispa brotó de mis dedos y poco a poco se fue intensificando hasta convertirse en una llama. Con un simple movimiento, rocé con la punta de los dedos una cortina que tantas veces había sido perfumada con una de esas esencias tan inflamables... Prendió al instante y la muchedumbre empezó a gritar. Los sirvientes acudieron a apagar el fuego, pero este se extendía con rapidez.

Cuando la emperatriz se dio cuenta me miró, enfurecida. Parecía sorprendida. Se dirigía hacia mí cuando, ignorándola, recorrí gran parte de la habitación rozando con mis dedos en llamas el tapiz de la pared, que iba prendiendo con el simple contacto de mi piel.

Los guardias y los centinelas estaban demasiado ocupados tratando de extinguir el fuego como para detenerme. Nadie parecía fijarse en mí aparte de la emperatriz, que había entrado en cólera. Yo avancé a lo largo de todo el salón haciendo arder sillas, mesas, cortinas, tapices, alfombras... cualquier cosa que prendiera. Me permití el lujo incluso de romper el cristal de varios grandes ventanales, para que el oxígeno alimentara las llamas.

En unos segundos, intensificando el fuego con mi poder, todo el salón estuvo en llamas. Antes de irme, probé algo que no había intentado nunca antes. Simplemente, cerré los ojos e hice lo que todo mi ser me pedía. Dejé que todo lo que había estado oculto en mí durante ese tiempo despertara, renaciera. En unos segundos entendí muchas cosas que no había sido capaz de comprender en veinte años. Comprendí por qué cometía tantos errores últimamente, por qué Luca había actuado así, los dos lo hacíamos por el mismo motivo.

Dentro de mí se avivó lo que el hada del infierno había mantenido dormido durante tanto tiempo. Lo recordé todo. Y me sentí aliviada. Mientras, todo a mi alrededor ardía como si se tratara de un montón de paja. Todo menos mi querido Belcebú, que me acompañó hasta la salida.

No dirigí la vista hacia atrás una vez que hube escapado del incendio. Iba con paso tranquilo, decidido, firme. Cientos de rebeldes salieron de entre las sombras y cruzaron los muros del palacio, corriendo hacia el edificio, coreando vítores de victoria.

Yo no les presté atención. Seguí sin rumbo fijo, caminando hacia la espesura, alejándome de todo.

Ir a la siguiente página

Report Page