Cristal

Cristal


25. Juguemos

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Al llegar, me instalé en mis aposentos sin dar el aviso de que me encontraba allí. Sabía que, si lo hacía, Cheo me llamaría para que le informase del resultado de la misión, y quería descansar durante un rato.

El dormitorio estaba tal y como lo había dejado. Además del servicio, que entraba para limpiar, nadie más osaba poner un solo pie en la habitación. Solté a Belcebú, a quien llevaba en brazos para que no hiciera ruido, y este husmeó cada rincón de la estancia antes de acomodarse sobre la cama.

Me aseé un poco y me acosté al lado del bichejo para dormir hasta el amanecer. Cuando desperté me vestí, cogí a Belcebú y me encaminé hacia el salón principal, donde debía estar Cheo.

Como era costumbre, anunciaron mi llegada. Hice una reverencia y esperé a que la emperatriz me permitiera hablar.

―¿Y bien? ¿Cómo ha ido la misión?

―Acabé con la mayor parte de los rebeldes. Unos quince de ellos se me escaparon. Pero si tus soldados fueron lo suficientemente competentes no les habrán dejado marchar.

―¿Abandonaste el campamento sin comprobar los resultados de tu cometido?

―Cumplí con mi tarea, asesiné y dispersé a los rebeldes; el resto era trabajo de tus hombres. Mi parte de la misión fue un éxito, lo demás debería haberlo sido también. ―Intenté defenderme yo.

―La próxima vez, esperó recibir noticias de la misión al completo.

―Sí, mi señora.

―Veo que te has traído algo. ―Dijo, con voz melosa, después de un rato de silencio. ―¿Qué es?

Alcé a Belcebú para observarlo un poco mejor. Era realmente precioso, de un color más puro que la nieve y con unos ojos verdes y grandes. Entonces reparé en algo en lo que no me había fijado antes. No me había dado cuenta de ello porque hasta entonces no había visto nada parecido y ni siquiera había imaginado que algo así pudiese existir.

Cuando me di cuenta de lo que aquello implicaba, intenté despejar mi cabeza de esos pensamientos, no me convenía que Cheo supiese lo que estaba pensando. Después de tantos días con el gatito a cuestas tendría que haberme dado cuenta; pero no, me percaté de ello en el último momento.

―Solo un puma, mi señora.

―Tiene un extraño pelaje para ser solo un puma.

―Es cierto, su pelaje es inusual. ―Le di la razón.

―Está bien. ―Concluyó. ―Puedes irte.

―Con su permiso. ―Me incliné ante ella y di media vuelta. Al parecer, no se había fijado en la particularidad de mi peludo amigo.

Lo llevé hasta mis aposentos y lo saqué al balcón conmigo. Lo senté frente a mí y estuve un rato observándolo mientras se lamía las patas delanteras. Era el primer animal al que conocía con sus características. Era una cría albina vagando sola sin su manada, quizá eso se debía a que era una criatura de la noche... a que era un vampiro.

¿Desde cuándo los animales estaban siendo convertidos? Podría ser que, al tener tanto miedo a convertir a los humanos, los vampiros de las ciudades hubieran empezado a morder animales. Pero ¿por qué un puma? ¿Por qué no un perro o una mascota? Los pumas eran difíciles de localizar, eran animales salvajes... Tal vez había sido obra de un subtierra... Pero ellos no lo habrían dejado vivo, después de morderlo y beber su sangre lo habrían devorado por completo. Aquella criatura empezaba a ser realmente extraña.

De todas formas, no le di demasiada importancia. Me intrigaba el hecho de que Belcebú fuera un vampiro, pero tenía cosas mejores en las que pensar. Pronto la emperatriz me encargaría otro caso de rebeldía y entonces tendría que investigar, preparar un plan y volver a marcharme.

No me equivocaba. Al cabo de unos días volvió a llamarme, y tuve que entregarme otra vez a mi trabajo diario. Matar sublevados. Aquella vez era algo gordo, algo grande. En Deresclya todavía quedaban grupos de insurgentes. Desde hacía un tiempo, sospechaban que el cerebro de los rebeldes de la Tierra estaba allí y que seguían luchando desde las sombras sin atreverse a dar la cara, dando instrucciones a los revolucionarios, desde dentro.

Desde que Cheo había subido al poder, la seguridad se había reforzado. Las puertas de Deresclya se habían sellado por completo, y la única entrada y salida a cualquier otra realidad estaba tan vigilada que era prácticamente imposible que ningún conspirador viajara sin ser reconocido. El problema era que muchos de ellos todavía no habían sido identificados y su juego consistía en mantener su identidad como rebeldes oculta para poder viajar libremente. Y para los seguidores de Cheo el objetivo era conseguir desvelar las identidades de sus oponentes para que no burlaran sus controles al viajar.

Creían que el cerebro de los rebeldes residía en Deresclya, y que estos nunca la habían abandonado; que los renegados recibían instrucciones desde dentro y que por eso, a pesar de acabar con muchos de sus grupos, su sistema nunca se desmoronaba, porque quienes planeaban las estrategias nunca estaban en peligro.

Tenían pistas que indicaban que el órgano principal de sus adversarios moraba en la Ciudad de la Luz. Sabían que los rebeldes eran inteligentes, y que no sería tan fácil como Cheo lo pintaba: Ir y matarlos a todos. Pero ese era mi objetivo, y tendría que empezar a preparar mi partida.

Un par de días después, metí en una bolsa de viaje un uniforme de repuesto, algo de dinero y armas, aunque la mayoría las llevaba encima: un puñal en la pierna, la espada en la cintura, el arco y la aljaba a la espalda, y un puñal de empuñadura fina en cada antebrazo.

Cogí un carruaje y me encaminé hacia la puerta a Deresclya. El palacio de Cheo estaba bien situado, en el centro de todo lo importante que tenía la Tierra, por lo que no tardé demasiado en llegar.

Allí me revisaron la bolsa, y me pidieron que enseñara todo lo que llevaba encima. A otra persona no le habrían dejado pasar con semejante cantidad de armas, y mucho menos con un animal terráqueo como lo era Belcebú, pero sabían que era la sicario de la emperatriz, y no hicieron demasiadas preguntas.

Pronto llegué a mi destino, la Ciudad de la Luz. Como siempre, allí el sol pegaba fuerte. Me esperaba una larga misión, tenía que interrogar a varios sospechosos e investigar a fondo sobre sus vidas. Lo primero que hice fue buscar la posada en la que me alojaría y me instalé. Estaba cansada, por lo que creí conveniente descansar un rato.

Al igual que la primera vez que visité aquel lugar, no pude evitar detenerme a observar la belleza de todos y cada uno de sus rincones. A pesar de que siempre hiciera sol, la vegetación crecía verde, fuerte y exuberante y plantas de todos los tamaños y colores adornaban los bonitos bosques de la ciudad.

La mayor parte de los edificios estaban hechos de un material blanco perlino, que reflejaba los rayos de sol, dando la sensación de estar en un lugar todavía más iluminado. Muchas de las fuentes eran de cristal. Nadie osaba profanarlas, siempre estaban intactas y los habitantes se encargaban de mantenerlas así.

Desde siempre me había parecido que los habitantes de la ciudad estaban alegres, aunque ahora pienso que la que está siempre alegre cuando va allí soy yo, y que por eso me parece que el resto de la gente también lo está.

Belcebú, como siempre, permanecía a mi lado sin darme ningún problema. Ya me había acostumbrado a conseguir comida para él de vez en cuando, pero lo que me intrigaba era el tema de su naturaleza. ¿Cómo era que siendo un vampiro todavía no hubiese atacado a nadie? Podía pensar que eso se debía a que los alimentos con los que se sustentaba eran ricos en sangre, pero aún así resultaba raro que un ser irracional pudiera controlar su sed de sangre y le bastase con devorar únicamente la comida que se le daba sin pedir más.

Los primeros días transcurrieron como esperaba, no hice más que ir de puerta en puerta haciendo preguntas y rellenando informes. Era aburrido, horriblemente aburrido.

Como siempre repito, no me importa matar seres vivos, porque por lo menos tengo algo que hacer, pero eso de estar inactiva, escuchando cosas sobre las aburridas vidas de los demás... me disgusta bastante. No me incomoda matar ni arrebatar vidas mientras que la tarea no sea demasiado desagradable, por eso los primeros días deseé que algo como que un chiflado me atacase o como que encontrara a un rebelde de repente ocurriera; pero ninguna de la dos cosas sucedió.

Primero fui haciendo preguntas a la gente para, leyendo en sus mentes, poder averiguar si ellos formaban parte del grupo de renegados o no. Y después, según lo que descubriera, hacía preguntas sobre sus vecinos para averiguar algo acerca de ellos. Algo sobre personas que no estuvieran en la lista de sospechosos pero que pudiesen estar implicados. Porque, por muy insignificante que fuera el detalle y aunque lo hubieran pasado por alto, si incumbía a alguien del bando hostil a la emperatriz, yo lo averiguaría.

La gente me tenía bastante respeto. La mayoría me decía todo lo que sabía simplemente para que me marchara cuanto antes. Y los que aparentaban estar más tranquilos en mi presencia, si escondían algo, tarde o temprano se derrumbaban.

Contrastando informaciones, al cabo de dos semanas reuní los datos suficientes para hacerme una idea de dónde se refugiaba el cerebro de los rebeldes en la Ciudad de la Luz.

Todavía no estaba muy segura acerca de lo que me iba a encontrar, pero lo que sí tenía claro era que un grupo de insurgentes se ocultaba allí. Aunque mis órdenes eran encontrar y exterminar únicamente la raíz del problema, si borraba del mapa a unos cuantos de los peones que llevaban a cabo sus planes, me ahorraba tener que eliminarlos después. Así que, con Belcebú tras de mí, partí en busca del pequeño poblado que debían de haber creado en los resplandecientes bosques de la ciudad.

Me interné en el bosque después de armarme y preparar las cosas que llevaría. Todo era precioso, el sol era agradable, la temperatura lo era aún más, y cada pocos metros algún arroyo cruzaba de lado a lado los claros verdes de la floresta.

El viaje se me hizo corto. Llegué a mi destino en tan solo dos días. Como imaginaba, los sublevados se habían instalado allí. Habían fabricado una especie de chabolas en los árboles más altos. Aunque el campamento parecía ser provisional, estaba distribuido de tal manera que daba la impresión de que llevaban viviendo así algún tiempo. Quizá tenían pensado marcharse en un corto periodo de tiempo y al verse tan hostigados por el ejército de la emperatriz habían decidido prolongar su estancia allí.

Di una vuelta por los alrededores, siempre preparada para poder huir si era preciso. Oculta entre los árboles, recorrí un par de veces el perímetro que albergaba la base enemiga. Además de los insurgentes armados, también parecían esconderse allí paisanos en contra del régimen de Cheo. Pude ver varios agricultores sembrando pequeñas parcelas de tierra, niños corriendo y jugando de un lado para otro, e incluso divisé al lado de una casa un corral en el que tenían un par de animales.

Más que un campamento improvisado, aquello parecía una aldea. Conté unos sesenta rebeldes. Estaban en medio del bosque, ocultos por la vegetación. Una vez cruzados los árboles, el terreno era liso y despejado, por eso no podía arriesgarme a salir sin meditar antes la estrategia.

No sabía si podría controlar las mentes de todos a la vez, pero preferí no arriesgarme. Siempre podría toparme con unos de esos rebeldes bien entrenados para no dejarse dominar por mi poder mental, y no quería que algo así me chafara el plan.

Esperé al anochecer. Fue bastante fácil entrar en el poblado. Maté a dos centinelas que hacían guardia tras asegurarme de que su turno duraba lo suficiente como para que nadie los echara en falta durante un buen rato y me aventuré entre las sencillas y poco definidas calles. Cuando entré en una de las chozas que estaban sobre el suelo ocurrió algo que no me esperaba.

Dentro vi a una mujer que acunaba a una criatura que tendría poco menos de un año de vida, y entonces recapacité. No podía matar a una aldea entera. Creo que esa imagen me hizo ver que allí no solo había rebeldes armados, sino que también se encontraban sus familias. Acabar con todos sería demasiado costoso y una pérdida de tiempo, teniendo en cuenta que solo tenía que acabar con el cerebro del grupo. Decidí cumplir únicamente con mi cometido e informar de la posición de los rebeldes a los subordinados de Cheo para que ellos mismos decidieran qué hacer.

Me colé fácilmente en su mente, y averigüé dónde se escondían los líderes. Al parecer, ellos mismos no se consideraban líderes, pero todos los rebeldes los trataban como a tales porque, en efecto, eran ellos quienes lo planeaban todo y quienes daban órdenes a los que estaban dispuestos a luchar y cobijo a los necesitados de ayuda. Investigando durante un tiempo, descubrí que se turnaban para ser los cabecillas del grupo.

Suspiré con cansancio. Si aquella idea que tenían los aldeanos era cierta, me sería más trabajoso acabar con ellos de lo que pensaba. Si mataba a uno, los que estuvieran en una misión en aquel momento, volverían y ocuparían su puesto, y así sucesivamente. Me di cuenta de que, para acabar con la raíz de los renegados, tendría que matar a más gente de la que esperaba, no solo a una o dos personas.

Busqué la cabaña más grande de la aldea y, cuando la encontré, trepé al árbol que la sostenía entre sus ramas para deslizarme en su interior. La sala en la que entré estaba oscura pero yo podía ver bien. En el centro había una gran mesa de madera y, a su alrededor, varias sillas del mismo material. A juzgar por el aspecto de la habitación, habría jurado que era una sala de reuniones. Como no había nadie, seguí adelante. Antes de abrir la puerta, me aseguré de que ninguno de mis enemigos anduviera cerca.

En el pasillo había luz. Algo que me extrañó mucho, ya que la casa era de madera y si alguno de los candelabros se caía podría prenderse todo en menos de cinco minutos. Esa idea me gusto demasiado y decidí que más adelante tal vez la pondría en práctica, pero antes necesitaba averiguar quiénes estaban dentro.

Me puse alerta y descubrí en qué dirección debía caminar para llegar hasta la próxima habitación en la que hubiera gente. Cuando estuve un poco más cerca, sentí una única presencia dentro. Intenté controlar sus movimientos con la mente pero, para mi sorpresa, fuera quien fuese era inmune a mi poder; tenía una gran fortaleza mental. Sin embargo, no era mentalista y no se daría cuenta si entraba en la habitación haciendo uso de mis sigilosas habilidades.

El individuo estaba junto a la ventana. Me asombré de su naturaleza. De su espalda asomaban dos alas perfectamente blancas y su cabello, que resbalaba sobre sus hombros hacia atrás, era níveo y liso.

―Un ángel. ―Murmuré, llamando su atención.

Él se giró inmediatamente hacia mí, alzando y tensando las alas, antes relajadas. Me miró, mostrando su desconfianza al escudriñarme con sus ojos cárdenos.

Desenvainé mi espada. Me imitó.

Los ángeles eran dignos adversarios, nobles y distinguidos combatientes. Apenas tenían puntos débiles, pero yo conocía uno. Era obvio. Sus alas. Aunque fueran mejores que la mayoría de los humanos, tardaban más en dominar las técnicas de lucha a causa de ellas. Tenían más equilibrio que cualquier persona normal, pero aprender a moverse con algo tan pesado como las alas a la espalda debía de ser difícil para ellos.

Por eso mi técnica se basaba en una cosa: atacar sus alas, una y otra vez. El ángel ya se había dado cuenta de mi método y trataba de protegerse alzándolas e interponiendo su espada entre ellas y mis estocadas. Una de las veces las batió tan fuerte que consiguió hacerme retroceder, empujándome al suelo. Caí de espaldas. Aquello me pilló desprevenida, pero fui rápida y conseguí volver a levantarme a tiempo.

Me di cuenta de que ni siquiera había tratado de atacarme cuando estaba en el suelo. Estaba ganando tiempo, tal vez esperaba a alguien. No tenía intención de matarme. En realidad, ningún ángel tenía intención de matar nunca. Recordé las normas de los ángeles. De pronto, encontré una forma de divertirme y de salir victoriosa.

Me eché hacía atrás y bajé mi arma; el ángel ladeó la cabeza y me imitó. No parecía entender mi conducta.

―No puedes matarme. ―Murmuré con una media sonrisa.

―Te equivocas, soy perfectamente capaz de matarte.

―Una vez conocí a un ángel. Sé el precio que tenéis que pagar por matar. Adelante, mátame. ―Lo reté abriendo los brazos ante él. Me encantó la expresión que puso.

Iba a seguir jugando durante un rato, cuando la puerta se abrió. El ángel estaba preparado para alertar a quien entraba y advertirle de mi presencia. Tuve que silenciarle y acabar así mi juego. Aunque también era consciente de que quizá me divirtiera más con la siguiente persona que entrara en la habitación. Por eso decidí arriesgarme y asegurarme ver una cara de sorpresa cuando el rebelde que entrase encontrara un cadáver de ángel en el suelo.

Sonreí al ver quién era el rebelde que traspasaba la puerta.

Cuando vio el cadáver de su compañero en el suelo corrió junto a él y comprobó que estaba muerto. Se dio la vuelta para salir corriendo en busca de ayuda, pero yo ya había cerrado la puerta y me había plantado frente a él, con una sonrisa en la cara.

―¿Qué tal, Angelo?

―Has sido tú. ―Comentó, como si hubiese hecho un gran descubrimiento. ―Has matado un ángel, ¿para eso estabas aquí?

―Tal vez. ―Me encogí de hombros adoptando una posición cómoda. Tenía la certeza de que iba a tener para largo con aquel entretenimiento.

―Tendría que haberte matado, ahora estaría vivo. ―Masculló furioso.

Sonreí.

―¿Quieres volver a jugar? Creo que te tocaba a ti.

Angelo tragó saliva y se puso en pie. Me miró, desafiante. Volví a intentar colarme en su mente, pero esa vez algo había cambiado, estaba más preparado que la última vez, sus pensamientos no estaban a mi alcance. No a simple vista, pero con un pequeño esfuerzo... Volví a ser dueña de sus sentidos.

―¿Me matarías? ― Le pregunté divertida. ―¿Matarías de verdad a Cristal?

―Tú no eres Cristal, solo una asesina que ensucia su imagen. ―Replicó.

―Veo que lo has aprendido muy bien, ¿quién te lo ha enseñado? Porque en nuestro último encuentro no lo tenías muy claro. ―No respondió, y trató de enfocar sus pensamientos hacia otro lado, pero era demasiado tarde. ―Me gustaría felicitar a tu profesor, aunque ahora nuestro juego ya no será tan divertido. Todo esto es gracias a Luca ¿verdad? Ya veo, ha estado convenciéndote de que soy el enemigo, pero... ¿Tú estás realmente seguro?

Vaciló.

―¡Bien! Entonces, podemos seguir.

Sentí la presencia de dos personas más en el pasillo. Resoplé. Siempre interrumpían en el mejor momento. Pero Angelo iba a seguir indeciso siempre, y mi diversión podía esperar. Por eso recorrí la habitación y me subí al alfeizar de la ventana. Podría haberlos matado a los tres y seguir sin que nadie me detuviera, pero entonces habría acabado el juego. Quería a Angelo vivo, al menos durante un rato y, para que jugara bien, a mi manera, tenía que elegir otro momento más oportuno. Decidí seguir husmeando por los alrededores mientras los rebeldes se organizaban y se preparaban ante mi presencia. Después me marcharía y, dentro de un tiempo, volvería a pasarme por allí para jugar con Angelo. Me encantaba hacerle pensar con mis preguntas y crearle dudas y confusiones.

Me despedí de él con un gesto y desaparecí.

 

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