Cristal

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29. Al otro lado del espejo

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Cada vez que Cristal salía de la torre de los dormitorios echaba una ojeada a la puerta que conectaba con las galerías, por si estaba abierta. Seguía preguntándose quién la habría abierto aquel día y por qué. Pero sabía que era algo para lo que probablemente no encontraría respuesta.

El segundo año se graduó con facilidad y, como premio, Andrea le propuso pasar el verano con él. Todo el verano. Era mucho tiempo, un tiempo en el que no tendría que estar esperando a que coincidieran sus días de fiesta con su regreso de una misión para verle.

Olvidar a Luca durante ese tiempo no fue una tarea fácil. A pesar de las últimas discusiones, Cristal le había querido mucho y sabía que él a ella también. Asimilar que un sentimiento tan fuerte pudiera desaparecer era difícil. Pero sabía que no tendría más remedio que olvidarlo.

En sus momentos más orgullosos, y cuando se acordaba de él, pensaba que había hecho bien, que si hubieran seguido juntos habría sufrido. Pero en sus peores días, cuando estaba agotada, sin poder pegar ojo y llena de magulladuras, se imaginaba lo mucho que le gustaría recibir uno de sus abrazos y, sin poderlo evitar, se echaba a llorar.

Al final, consiguió desterrar el dolor. Le echaba de menos pero, poco a poco, el resentimiento desapareció y acabó aceptando que la decisión tomada había sido acertada. Cuando llegó el verano, decidió disfrutarlo al máximo con Andrea.

No se fueron muy lejos. Durante un mes visitaron los alrededores. Pasearon por las calles de Roma, como unos turistas más. Andrea le explicaba algo sobre cada cosa que veían, y Cristal disfrutaba mucho de su compañía. Fue un verano perfecto. El segundo mes viajaron a la ciudad de la Luz, en Deresclya. Cuando llegaron, no se lo podía creer. Aquello era realmente hermoso, tan brillante, tan... deslumbrante.

El sol calentaba con fuerza en la ciudad, los edificios eran de colores luminosos, y en ellos se reflejaba toda la luz. En las plazas había siempre una fuente con decenas de chorros de formas imposibles. Y los bosques... los bosques eran maravillosos, cada brizna de hierba era exquisita. Allí se respiraba otro aire, un aire que la renovaba por dentro.

Estuvieron allí un mes, de posada en posada, a veces durmiendo al aire libre en los bosques, que era cuando Cristal más disfrutaba, y callejeando por sus luminosos paseos.

Como Angelo había adivinado, ya no sentía repulsión hacia el olor a sangre y, de vez en cuando, no le venía mal tomar algún dulce rico en azúcar, pero no fue un asunto que la preocupó demasiado.

Al final del verano, se dio cuenta de que apenas había pensado en Luca. Ya era agua pasada, había sido difícil, pero había conseguido superarlo.

En su tercer año, tuvo que escoger nuevas asignaturas que la orientarían para elegir una de las tres profesiones de Sombra del Plenilunio. Pero ella no lo tenía claro, a diferencia de sus compañeros, y volvió a escoger la mayoría de las clases.

Fue en ese tercer año cuando voló por primera vez. Al fin pudo poner en práctica todo lo que había aprendido en las clases teóricas de vuelo. Y pudo montar una de esas maravillosas criaturas aladas. Se convirtió en la mejor alumna de esgrima de la escuela, y ella seguía achacándolo a que su tutor había sido Andrea Palazzi.

También se inició en el aprendizaje del mentalismo. Descubrió que ese poder servía para todo. Desde mover objetos, hasta leer los pensamientos de la gente. Su profesor no era un gran mentalista, pero dominaba ambas cosas, y empezó a enseñarles lo básico. Él mismo decía que no todo el mundo servía para ello, que solo los que tenían ese don podrían llegar a desarrollarlo, y que en dos años tampoco conseguirían demasiado. Pero, al menos, decidió enseñarles la base y descubrir a posibles alumnos con los dones del mentalismo.

Ese año no pisó la casa familiar. Visitó la Tierra en un par de ocasiones, pero siempre se quedaba hospedada en la ciudad, ya que los planes que tenía después con Angelo era visitar todas y cada una de las discotecas de los alrededores.

Su relación volvió a estrecharse. Angelo fue convirtiéndose, poco a poco, en su mejor amigo, y ella en su mejor amiga. No tenían secretos el uno para el otro. Incluso, quitándole importancia, y contándoselo a modo de anécdota, Cristal le habló acerca de sus aventuras nocturnas en la escuela con el Subtierra y el espejo del alma.

Después de aquella ocasión no volvió a entrar en la sala del espejo, dejó de tener pesadillas y se centró en los estudios.

El cuarto año, al ir a realizar la última prueba, la prueba que determinaría si se graduaba o no, volvió a entrar en la sala. Había aprobado todos los exámenes prácticos y teóricos y, si la pasaba, sería oficialmente una sombra del Plenilunio. Dependiendo de sus resultados trabajaría infiltrada en la sociedad humana, investigando y buscando asesinos, como protectora, al igual que Andrea o como guerrera esmeralda.

La noche antes de la prueba estuvo pensando en Luca. Llevaba dos años sin verle. Ya no estaba resentida por lo que le había hecho. Nunca podría olvidarlo, siempre recordaría que había preferido un deporte a ella, y nunca se lo perdonaría, pero ya no le parecía algo tan grave... no al menos para dejar de ser amigos.

Estaba tan nerviosa y tan intranquila que no pegó ojo en toda la noche. Cuando quiso dormir ya era demasiado tarde, y solo quedaban un par de horas hasta el amanecer. Por la mañana, se aseó para que pareciera que había dormido algo. Se dio cuenta de que las ojeras no iban a desaparecer. Deseó que el cansancio no influyera en su prueba, pero supo que le sería más difícil de lo normal hacerla en su estado.

Cuando llegó su turno, estaba nerviosa. En la sala del espejo solo se encontraba el profesor que la examinaría. Procedió a explicarle en qué consistía la prueba.

―Tan solo tienes que asomarte. El espejo reflejará tus miedos, pero esta vez está preparado para que, además, te haga enfrentarte a ellos. ¿Lo has entendido?

―Claro, enfrentarme a mis miedos y volver.

Tras decir aquello, se puso de rodillas en el borde del espejo. Este proyectó la imagen de un paisaje bañado por olas.

―Recuerda que el espejo proyectará los miedos que tengas en el momento, los más recientes. Si le dejas, se filtrará en tus pensamientos y volverá tus secretos y miedos más profundos contra ti.

Cristal asintió. Y entonces el espejo se la tragó. Apareció en el claro de un bosque. Cerca, se escuchaba el murmullo de un arroyo. Los árboles se mecían por el viento. Como había aprendido, lo primero que hizo fue situarse, reconocer el lugar y mirar a su alrededor, en busca de un posible peligro.

Todo parecía en calma. Sin embargo, sus músculos estaban en tensión, alerta y dispuestos a responder ante cualquier situación. Cuando se hubo cerciorado de que todo estaba en orden, echó a andar hacia el interior de la maleza.

Se encontró enseguida con el arroyo y saltó las piedras que lo atravesaban, de una en una, hasta llegar al otro lado. Desenvainó la espada y con ella se abrió paso a través de las lianas, los matorrales y otras hierbas fuera de control.

Por fin, y al cabo de un rato, percibió movimiento. Se dejó guiar por sus sentidos, y avanzó a hurtadillas hasta un punto en el que terminaba el bosque y comenzaba un jardín bien cuidado.

Miró a ambos lados y, a lo lejos, descubrió a un grupo de unas cinco personas que, al igual que ella, se movían con sigilo hacia una casa blanca.

Se agachó aún más y procuró esconderse entre los árboles. Advirtió que en el jardín también había otros árboles iguales que los del bosque, así que corrió hacia el siguiente más cercano y se ocultó tras él.

Desde su posición, tenía una mejor visión del grupo de personas. A juzgar por su forma de moverse, también eran unos intrusos en la propiedad. El tipo de vestimenta que llevaban los delató. Cristal frunció el ceño y trató de asegurarse.

Efectivamente, eran Cazadores de Sombras. Esa aversión irracional que sentía hacia ellos se encendió en su interior, invitándola a dar la cara y a acabar con todos a la vez. Pero había aprendido a templar sus nervios, y fue capaz de quedarse en el sitio donde estaba para analizar la situación.

Los Cazadores trataban de entrar en la casa y, al cabo de un rato, lograron romper una ventana por la que entraron todos menos uno. Al ver lo que intentaban, Cristal empezó a pensar que para pasar la prueba debería detener a los asesinos e impedir que hicieran lo que fueran a hacer. Seguramente matar a algún vampiro.

Aprovechando los momentos de distracción del vigía, se camufló entre árboles y arbustos y consiguió llegar hasta la esquina de la casa. Se pegó a la fachada, y desde ahí tan solo estaba a un par de metros del Cazador.

Antes de actuar, trató calcular sus movimientos. Pero nada salió como se esperaba. Antes de poder reducirlo, este armó mucho escándalo, más del deseado. Al agarrarlo por el cuello, dio un par de pasos hacia atrás y chocó contra la parte de la ventana en la que el cristal aún seguía intacto e, inevitablemente, se quebró haciéndose añicos.

Su contrincante logró alcanzarle en la cara, pero Cristal se recompuso tan pronto como pudo. Y nada más derribarlo, entró en la casa sin pensárselo dos veces. Si sus compañeros habían escuchado la pelea, entonces no tardarían en acudir a buscarlo o en llevar a cabo su misión.

Según avanzaba por la casa, los detalles y la decoración de esta cada vez le resultaban más familiares. Nunca antes había estado en un lugar así pero, por algún motivo que desconocía, le parecía que aquella vez no era la primera que pisaba esa villa.

Guiándose por su instinto, llegó hasta el segundo piso. La voz de una niña pequeña la alertó y se pegó más a la pared para que no le vieran. Buscó con las manos un saliente en la pared, y se escondió tras una puerta que encontró abierta. Desde allí observó la escena.

Una mujer vestida con ropas propias del ama de llaves tiraba de la mano de una niña pequeña, que se negaba a seguirla. La niñera insistía, y consiguió arrastrarla hasta el otro extremo del pasillo.

Cristal asomó la cabeza, y para su sorpresa, se reconoció a ella misma en la niña. Era ella, estaba segura. No podía distinguir del todo bien sus rasgos, pero lo supo al instante. Movida por la curiosidad y el desconcierto, se asomó aún más.

―Vamos, vamos. ―Le decía la niñera, obligándola a subir por unas escaleras. ―Debes esconderte aquí.

Se detuvo a pensar en las circunstancias de lo que estaba ocurriendo. Ella, de pequeña, gritando, asustada, en una bonita casa... Algo iba mal. Ató cabos y enseguida supo que su misión era la de proteger a algún ser querido suyo.

En cuanto la pequeña y la mujer desaparecieron escaleras arriba, la joven echó a correr en busca de los Cazadores. Buscó por todas las habitaciones, hasta que empezó a escuchar ruidos en el piso de abajo. Se asomó por la barandilla, y desde allí pudo percibir claramente que los sonidos que había escuchado provenían de una de las salas del primer piso.

Escuchó un grito, el de una persona adulta. Y algo se encendió en su interior: reconoció la inconfundible voz de su abuela. Se llevó las manos a la boca, y su corazón se aceleró.

Antes de que pudiera reaccionar, alguien a su espalda la agarró del hombro y la obligó a girarse para después asestarle un puñetazo en la cara. El impacto hizo que se balanceara hacia atrás y su espalda chocó contra el balaustre de la escalera.

Un nuevo grito se repitió en el piso inferior y, sin poder evitarlo, antes de preocuparse por su agresor, volvió a girarse. Eso hizo que se desconcentrara por completo, y un nuevo golpe fue directo a su sien, pero ese logró esquivarlo a tiempo.

Eran dos, dos cazadores, pero le preocupaban más los que no estaban con ella. Empuñó su espada, y los asesinos le imitaron. Comenzó a luchar tal y como había aprendido en la escuela, y al principio fue capaz de controlarlo a la perfección. Pero un nuevo ruido proveniente de abajo la alteró, y de un mandoble de la espada de uno de sus adversarios, la suya salió volando por los aires.

No podía creer lo que estaba pasando, su abuela estaba en esa misma casa que ella, y, si no se equivocaba, ese era el día en el que los asesinos acabaron con el único miembro vivo de los de Liánn aparte de ella: con su abuela.

A pesar de estar desarmada, y sus oponentes no, estos no siguieron arremetiendo con la espada. Uno de ellos le dio un golpe en la rodilla, y Cristal se tambaleó. Dirigió una rápida mirada a las escaleras y echó a correr hacia ellas, tomando una medida desesperada para tratar de salvar a su abuela.

Pero, antes de poder llegar al borde de las escaleras, le agarraron por el brazo e hicieron que tropezara. Tal vez, habiendo estado más concentrada, no se habría caído al suelo, pero los nervios la vencieron, y cayó de bruces.

Gritó y se revolvió. Propinó patadas al aire, perdiendo toda la sangre fría que había conservado hasta el momento y haciendo justo lo que le habían enseñado que no tenía que hacer.

En medio del caos consiguió ponerse en pie y asestar una patada en el estómago a uno de ellos. Volvió a escuchar otro grito de su abuela, y todos los músculos le temblaron. Le agarraron por las muñecas y se revolvió. Pero la impotencia que sentía y el nerviosismo pudieron con ella y pisó mal. Perdió el equilibrio y cayó de espaldas.

Presa de su imprudencia, y de no haber sido capaz de mantener la cabeza fría, cayó escaleras abajo. Se golpeó en la sien con el primer escalón y el resto de los golpes fueron apenas dolorosos debido a su semiinconsciencia.

Sintió la cara empapada de sangre y no pudo mantener los ojos abiertos durante mucho tiempo más.

Los siguientes momentos los recordaba a trozos, como si se lo hubieran contado y nunca hubiese estado allí. Vio al instructor que la examinaba, quien había visto lo ocurrido desde el espejo, corriendo hacia ella. Le hacía preguntas, gritaba, pero aun así no le oía. Ni siquiera podía enfocar bien su imagen. Olía a sangre, a una gran cantidad de sangre... y lo que le preocupaba era que reconocía en aquel olor el de la suya propia.

Despertó varios días más tarde, aunque ella no sabría cuánto tiempo había pasado inconsciente hasta mucho después. Sentía los labios secos, pegados el uno contra el otro. Los músculos entumecidos, el cuello dolorido y un sabor pastoso en la boca.

Se incorporó y se dio cuenta de que estaba en la enfermería. Junto a su camilla había una silla con todas las cosas que llevaba el día que hizo la prueba. Entonces volvió a recordar aquellos angustiosos segundos y maldijo por lo bajo. Todo aquello significaba que no había pasado la prueba.

Dos lágrimas resbalaron por sus mejillas. Aunque no supo decir si eran por el cansancio o por el fracaso en su última prueba de graduación; o quizá por ambas cosas. ¿Qué le diría a Andrea? ¿Cómo podría explicarle que había fallado en el último momento?

Se secó las lágrimas y se puso en pie de un salto. Se miró en el espejo, y se dio la vuelta. Al girar el cuello descubrió que una gasa cubría su nuca. Seguramente habría sido el golpe que la había hecho perder el conocimiento. Cogió su túnica negra y se la ató abrochando todas y cada una de las hebillas. Se rodeó la cintura con el cinturón y envainó la espada en su funda para llevársela consigo. Se recogió el pelo en una coleta para que no le molestara, se ató bien los cordones de las botas y se pegó a la puerta de la habitación. Fuera había gente, se les oía hablar. Aguzó el oído y pudo distinguir la voz de Andrea al otro lado. ¿Qué hacía allí? ¿Había sido tan grave el golpe como para obligarle a ir? Pensó en salir a saludarlo y preguntar qué había ocurrido, pero descartó la idea. Si salía, no le permitirían hacer lo que tenía en mente.

Se asomó por la ventana y miró hacia todos los rincones en busca de un saliente de la fachada por el que descolgarse. Salió al alfeizar con paso firme y se puso de espaldas al vacío. En los jardines, la gente ya se había percatado de su presencia, y todos miraban hacia arriba pendientes de lo que haría. Hubo quien pensó que iba a saltar, y pronto empezaron a preocuparse y a llamar a más alumnos.

Cristal suspiró. No le convenía que la gente la viera salir de allí. Aun así se concentró en su cometido y se impulsó hacia arriba con los brazos para seguir trepando. Cuando estuvo en la parte superior de la ventana, volvió a buscar algo a lo que agarrarse y siguió subiendo, y subiendo... Pronto, media academia se había reunido frente a ese lado de la fachada, curiosos, expectantes. No paraban de hablar ni de gritar, pero no dejó que aquello la distrajera.

Cuando había llegado por fin al alfeizar de una ventana del piso que buscaba, escuchó que los gritos ya no eran por ella. Se atrevió a asomarse, y de la ventana por la que había salido vio al instructor de la prueba y a Andrea.

―¡Cristal! ―Gritó Andrea. ―¡¿Qué diablos crees que estás haciendo?!

―El golpe de la cabeza ha debido trastornarla más de lo que pensábamos.―Comentó el instructor.

―¡Estoy bien! ¡Voy a demostrar que soy capaz de pasar la prueba!

―¿Qué estás diciendo? ¡Vuelve dentro de una vez, maldita sea! ―Volvió a bramar su tutor.

―¡No! Voy a volver a repetir la prueba. ―Al decir aquello, se desequilibró y al echar un pie hacia delante para recobrar el equilibrio, piso en el aire. Antes de caer al vacío pudo aferrarse al alfeizar con una mano. Procuró recuperarse del susto y volvió a subirse a él como pudo. Los alumnos cada vez estaban más alterados, por no hablar de la cara que tenía Andrea.

Antes de seguir perdiendo el tiempo, se coló por la ventana y corrió en busca de la sala del espejo. La gente con la que se cruzaba por el pasillo se le quedaba mirando, curiosa, sin entender a qué venían esas prisas. Pero no tenía tiempo de dar explicaciones. Andrea también había vuelto a entrar dentro, y seguramente correría junto con el instructor para disuadirla de que volviera a repetir la prueba.

Cuando por fin la encontró, respiró tranquila. Caminó con rapidez hasta el espejo y deseó que pudiera realizar la prueba. Quizá el espejo ya había vuelto a la normalidad y solo mostrara sus sueños y pensamientos, y no sus miedos. Se arrodilló frente al borde y cerró los ojos. Se dejó llevar y sintió cómo una corriente de aire helado tiraba de ella. Abrió los brazos y se dejó arrastrar por ella.

Cayó de golpe, y casi sin respiración, sobre unos arbustos. Y empezó a toser sin poder incorporarse. Cuando consiguió serenarse, se puso en pie. Frente a ella crecía un árbol de ramas retorcidas y hojas de inusuales colores que no parecían propios del verano.

Todo a su alrededor era pura maleza incontrolada. Incluso ella estaba encima de un arbusto. Divisó un hueco por el que salir. Pero justo cuando flexionaba las rodillas para saltar le pareció que el hueco entre los arbustos se estrechaba. Algo la desconcertó aún más. En su cabeza empezaron a sonar unas voces que murmuraban. Se le antojaron siniestras y susurrantes. No hacían más que decirle que iba a fracasar, que no lo iba a conseguir. Acabó decidiendo que eran parte de la prueba y saltó los arbustos. Al hacerlo, no calculó bien y se raspó las rodillas con sus espinas.

Se agachó y se recogió con la yema de su dedo índice una gota de sangre que resbalaba por su pierna para después llevársela a la boca. Miró hacia adelante y descubrió que la maleza seguía cerrándole el paso. Desenvainó la espada y se preparó para cortar todo lo que se le pusiera por delante. Mientras tanto, las voces seguían resonando en su cabeza, incansables.

Arrancó lianas, cortó arbustos y podó ramas, pero la maleza no le concedía descanso alguno, ni siquiera le regalaba un simple claro donde poder detenerse. Por eso mismo acabó recostándose contra el tronco de un árbol de corteza rugosa. Fue entonces cuando se vio las piernas y los brazos y se arrepintió de ir en manga corta. No tenía heridas graves, ni de gran importancia. La mayoría apenas le sangraban, pero los numerosos arañazos que se había hecho le escocían terriblemente, y no podía hacer nada para aliviar el dolor.

Empezó a quedarse dormida, somnolienta, aunque intentó evitarlo. Si lo hacía, podría despertar entrada la noche y eso no le convenía. Sin embargo, su cuerpo le pedía cerrar los ojos, dejar caer los párpados, que cada vez le pesaban más y, como dominada por un somnífero, cayó rendida.

Al abrir los ojos, ya era noche cerrada. La luna iluminaba el firmamento y daba luz al lugar. Dio gracias de que estuviera allí, porque así le sería más fácil realizar la prueba. Como si algo leyese sus pensamientos, una nube se interpuso entre la luna y ella, y todo volvió a oscurecerse.

Demasiada casualidad. Empezó a plantearse la posibilidad de que todo lo malo que se le pasara por la cabeza fuera a hacerse realidad. Aún sin estar segura de su teoría se concentró para desviar los pensamientos que no le convenían y pensar solo positivamente.

No iba a resultar demasiado fácil. Además de restringir la entrada a su cabeza de pensamientos negativos, tenía que fingir que no escuchaba las voces y, aunque era una iniciada en el mentalismo, aquella tarea era bastante difícil al tratar de controlar dos cosas a la vez.

El bosque fue poco a poco despejándose y, para cuando consiguió salir de él, se encontró frente a un muro de piedra. Caminó a su lado buscando sus límites para bordearlo, pero pronto acabó dándose cuenta de que no los tenía.

De la pared rocosa colgaban varias lianas y, sin pensárselo demasiado, agarró una de ellas y comprobó que aguantaría su peso. Repitió la operación con otras dos. Se enrolló una a la cintura para sujetarse y se amarró a las otras dos de tal manera que pudiera ir tensándolas a medida que subía.

Con un pequeño salto se encaramó a un saliente y comenzó a tensar las cuerdas. Volvió a lastimarse los codos y las rodillas, pero no pensó en ello para no centrarse en el dolor.

Aunque sabía que si llegaba a resbalar se quedaría colgando, tuvo mucho cuidado y procuró no dejarse caer, porque si lo hacía podría perder la concentración mental.

Una de las ocasiones en las que agarró un risco, este se despeñó y quedó totalmente colgada de una mano. De pronto, un flash le vino a la mente. Se vio a sí misma unas horas antes en la academia, escalando la fachada para poder volver a repetir la prueba. Chasqueó la lengua e intentó volver a serenarse para mantener la cabeza fría. Tensó una de las cuerdas y esta se rompió por la presión.

Quedó colgada de medio lado, y las voces se intensificaron. Había perdido el control sobre ellas, pero pensaba recuperarlo enseguida. Había llegado a la conclusión de que todo a lo que le tenía miedo acababa por hacerse realidad, y no debía dejarse llevar por los nervios.

Siguió subiendo, y entonces una roca resbaló bajo sus pies, y no pudo evitar mirar abajo. En otras circunstancias, quizá no se habría mareado. Pero el miedo debió de causarle la impresión óptica de que estaba a miles de metros sobre el suelo. Ni siquiera alcanzaba a verlo. Le entraron náuseas y las voces se hicieron más fuertes.

Entonces gritó, gritó con todas sus fuerzas para ordenar sus ideas, y siguió ascendiendo hasta que alcanzó la cima. Nada más poner el primer pie en ella vomitó. Con el estómago aún revuelto, alzó la cabeza dispuesta a seguir, pero las piernas le fallaron. Ante ella no había nada, absolutamente nada. Tan solo el trozo de tierra marrón, donde ella estaba apoyada. Pero el resto era vacío. Un vacío compuesto por una oscuridad infinita por la que era imposible caminar.

Una fugaz idea cruzó su cabeza. No lo pensó demasiado, cuando se le ocurrían ideas descabelladas como aquella procuraba no hacerlo para no echarse para atrás. Seguía consolándose a sí misma diciéndose que en la sala del espejo estarían Andrea y el instructor. Ellos podrían reanimarla si algo salía mal.

Se desató la cuerda que llevaba a la cintura. Se puso de espaldas al precipicio y dio un salto hacia atrás. La sensación de vértigo mientras caía se intensificó, pero cerró los ojos e intentó no pensar en nada. Apenas duró unos segundos, y pronto llegó al suelo. No fue un golpe duro, no se destrozó el cuerpo como habría sido normal desde semejante altura. Cayó de costado, fue un golpe seco. Solo sintió una punzada aguda en el codo y un fuerte dolor en el costado, a la altura de las costillas. Pero no se detuvo mucho tiempo a pensar en ello. La pared desde la que había saltado desapareció ante sus ojos, como había supuesto. Había previsto que esa prueba estaba relacionada con el resbalón que había tenido subiendo la fachada de la academia, y allí su miedo había sido caer, por eso debía hacerlo.

En lugar de la pared apareció una espesa selva y decidió seguir por ella. Al cabo de un tiempo, las voces seguían sonando en su cabeza y, cuando se descuidaba, hablaban más y más alto. Sintió un cosquilleo en el brazo, y pensó que se trataba de una de las heridas, pero en lugar de eso, al bajar la cabeza descubrió que una pequeña araña había trepado por su antebrazo. Sacudió el brazo con rapidez antes de que la araña siguiera ascendiendo. Su fobia hacia las arañas la hizo desconcertarse y cuando se deshizo de la araña movió la cabeza de un lado a otro y eso hizo que las náuseas volvieran a subir por su garganta. Se desconcertó por unos instantes y tropezó.

Escuchó un crujido bajo ella y, al mirar el suelo, se dio cuenta de que este estaba cambiando de color. Se puso de pie de un salto y observó que la vegetación estaba desapareciendo ante sus ojos. El terreno se estaba volviendo gris y escarpado. Era yermo y el suelo estaba compuesto por placas grises entre las que se abrían grietas por las que salía una especie de vapor.

El relinchar de un majestuoso caballo que se erguía a su espalda la sobresaltó. Se acercó para observarlo mejor, y alzó la mano para acariciarlo. Mientras estaba ensimismada contemplando a la criatura, un trueno rompió el aire a lo lejos. Levantó la vista hacia el lugar, y pudo ver que de la nada habían surgido unas ruinas. Entrecerró los ojos y escudriñó el horizonte. No tuvo dudas, montó al animal y le ordenó que galopara hacia allí.

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