Cristal

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Cristal

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Ya había oscurecido cuando bajé a casa de Potts. Traspuse el umbral y estaba alargando el brazo para accionar el interruptor de la luz cuando oí el crujido. Llevaba zapatos. Ignoraba cuántos podía haber, para empezar: más de uno, sin duda. Lo recogí con un clínex y lo tiré al váter. A Clarence le encantaban las ostras crudas y se reía de mí cuando le decía que aún estaban vivas cuando se las tragaba. Creo que debería desprenderme de mis libros. A fin de cuentas, llevo bastante tiempo sin leer, y no espero leer nada en lo sucesivo, ahora que vuelvo a darle a la tecla. Es cierto que a veces echo un vistazo a los títulos, cuando recorro el pasillo en una u otra dirección, si me paro un momento por alguna razón, a lo mejor para apoyarme en la biblioteca, si me entra un mareo entre la cocina y el cuarto de estar, o para ver si recuerdo lo que iba a hacer, si me he despistado, y basta una leve ojeada para poner en marcha mis pensamientos, haciéndome recordar de qué trataba el libro o qué ocurría en mi vida cuando lo leí. Estaba leyendo

Winesburg, Ohio por primera vez cuando conocí a Clarence. No sería enteramente falso afirmar, como solía hacer en las fiestas, que

Winesburg, Ohio fue la causa de que nos conociéramos; fue, al menos, la excusa que utilizó para pararse a hablar conmigo, porque acababa de leerlo. Estaba leyéndolo en la escalinata del Metropolitan Museum, porque hacía calorcito allí, al sol de abril, al abrigo del viento frío que soplaba en el parque, y allí fue donde se detuvo a hablar conmigo. Había acudido al museo para educarse en el campo artístico. Su frase fue: «Quiero educarme en el campo artístico.» Y

dijo que acababa de leer

Winesburg, Ohio, que es como tendría que haberlo expresado así, antes, porque cuando nos pusimos a hablar del libro no parecía recordarlo muy bien. En ese sentido, en cuanto vehículos de la memoria, los libros son como fotos.

Luz de agosto podría ser otro buen ejemplo: un mero vistazo a la cubierta negra y amarilla y vuelvo a la enorme granja francesa en que Clarence y yo pasamos un invierno entero. Él era la primera vez que estaba en Europa, pero para mí ya era la tercera vez en mi vida de persona adulta. Hubo una tremenda ola de frío en Francia aquel año, hizo tanto frío que por el Sena bajaban grandes bloques de hielo —había fotos en todos los periódicos—, y el frío nos obligó a refugiarnos en la cocina y mantener la chimenea encendida día y noche, comiendo y durmiendo allí, a pesar de que la casa era enorme, con cinco o seis dormitorios. La chimenea también era enorme, y el tiro se llevaba el calor hacia arriba: casi teníamos que sentarnos dentro para calentarnos algo, y yo tenía las manos tan heladas que apenas lograba volver las páginas del libro que estaba leyendo,

Luz de agosto, como ya he dicho. Lo había comprado en la pequeña librería inglesa de la

rue de Seine, en París, pensando que seguramente me gustaría, porque me había gustado

El ruido y la furia9, pero resultó que no era un libro de los que a mí me van. Aun así, lo he guardado durante todos estos años, empaquetándolo y desempaquetándolo no sé cuántas veces desde entonces. Curiosamente, hasta ahora no lo había considerado un engorro. No es

Luz de agosto el único libro que ahora me parece engorroso, sino también todos los demás. O puede que lo engorroso no sean los libros, sino los recuerdos: empaquetarlos y desempaquetarlos. Mientras fuimos peripatéticos, como nos pasó la mayor parte del tiempo que estuvimos juntos, íbamos por ahí con baúles de libros, además de las armas y los palos de golf de Clarence. No los llevábamos encima, físicamente, en los viajes —habría resultado demasiado incómodo—, lo que hacíamos era facturarlos por delante, al punto de destino. La única vez en que llevamos todas nuestras posesiones con nosotros fue en el último viaje, cuando trasladamos todo al sur en un Pontiac ranchera. Nigel sigue en su rueda, haciéndola girar y girar y girar. Ya apenas me doy cuenta; y de pronto, sí, me doy cuenta, y tengo que dar un golpe en un lado del tanque para que se detenga. A veces, cuando le hago eso, salta de la rueda y enseguida se vuelve a meter de otro salto.

Solíamos leernos en voz alta. Ir a librerías, hablar de libros y leernos en voz alta eran las cosas que más hacíamos juntos al principio. Nos turnábamos por capítulos; y cuando había largos pasajes dialogados o cuando leíamos obras de teatro, nos turnábamos con las voces. Leíamos casi siempre en la cama, pero también, sobre todo durante el periodo inicial, nos leíamos sentados uno frente al otro en sendos sillones, o juntos en un sofá, o en un banco del parque, o en un tren hacia o desde el oeste. No sé por qué dejamos de leer juntos, pero fuimos dejando de hacerlo con regularidad, y luego, sin percatarnos de lo que ocurría, nos encontramos leyendo libros distintos, y dejamos de interesarnos en lo que podía estar leyendo el otro, porque no era el libro que estábamos leyendo y nos aburríamos y nos distraíamos cuando el otro hablaba de su libro. Lo que hacíamos —leer libros distintos— era amueblar habitaciones distintas, construir mundos separados, casi, en los que poder estar y ser nosotros mismos otra vez. Claro está: en estas habitaciones estábamos cada uno a solas, y gradualmente fuimos pasando cada vez más tiempo en ellas y cada vez menos en la casa donde vivíamos juntos. Cuando Clarence se marchó, no creo que me quedara más sola de lo que ya estaba al final, viviendo él todavía en casa. Si hoy abriera la puerta y por algún milagro me lo encontrara sentado en el descansillo, sería, claro, una considerable sorpresa, por no decir que sería un auténtico milagro, dadas las circunstancias, pero, dejando de lado este aspecto de la cuestión, no cambiaría nada: estaría sentado en el descansillo leyendo algo que no me interesara, supongo, de modo que ni siquiera intentaríamos hablar del asunto. ¿De qué hablaríamos?

Verdaderamente debería regalar los libros que aún tengo, si no voy a leerlos. Aunque entonces tendría que convivir con las baldas vacías. Imaginen que les entra un mareo mientras recorren el pasillo y lo único que tienen para agarrarse es una estantería vacía. Sería como desmayarse en el metro.

Debo de haber sido guapa en mis tiempos, lo que yo llamo guapa. «Sí, fue guapa en sus tiempos», creo que dijeron, que alguien ha dicho, viéndome ahora y pensando. El hecho es que nunca fui lo que la mayor parte de la gente considera clásicamente guapa. Supongo que fui del montón. Tenía un aspecto corriente, lo cual me sacaba de quicio, porque sabía que lo de dentro no encajaba, como si la cara me impidiese parecer lo que era: me presentaba al mundo, pero mi cara se interponía. Clarence se paró a hablar conmigo, pero no porque fuese especialmente guapa, pensé, sino porque fue capaz de percibir mi interior. Si esto llega a ser un libro, querré añadir unas pocas palabras sobre mi aspecto de entonces. «Delgada», «cargada de espaldas», «pelo castaño claro», «mandíbula ancha», «ojos color avellana», «pecho plano», «mirada intensa, inquisitiva»… son algunas de las palabras que podría añadir, supongo, si alguna añadiera. También querré; en el libro, describirme como soy ahora más a fondo de lo que llevo hecho hasta el momento, y será difícil.

He apoyado un espejito contra la taza de café, para verme mientras le doy a la tecla. Ahora me estoy mirando de cerca: veo un ojo. ¿Cómo es este ojo? Mira. Supongo que pestañea, aunque no pueda verlo cuando lo hace. Cuando era pequeña intentaba verme con los ojos cerrados. Quería saber si tenía los párpados como pequeños pliegues arrugados, como los de mis dos primas pequeñas cuando cerrábamos los ojos en los juegos, o si eran suaves y de color azul pálido como los de mamá en sus tardes acaloradas, cuando se echaba un rato en el sofá. En el espejo veo una mujer (¿es un dato importante?) de edad indeterminada, una persona de edad; de cuánta edad, no está claro. Tiene el pelo fino y aparentemente se lo corta ella misma en casa. La espalda encorvada (eso no lo veo en el espejo), un bulto en la parte alta de la espina dorsal, que no llega a joroba, pero de consideración. Suele llevar orejeras, incluso en días cálidos, por el ruido del tráfico y de los compresores. Se llevará una alegría, dice, el día en que se quede sorda.

Giamatti ha vuelto a llamar por teléfono. Le dije que pronto. Y he adherido una nueva nota: dar de comer a los peces. La he pegado donde puedo verla mientras le doy a la tecla, justo encima de otra que escribí hace años, en letra muy pequeñita, con rotulador rojo en una ficha rayada que se ha vuelto grisácea con el paso del tiempo, y que ahora está tan borrosa que no podría saber qué pone si no la recordara exactamente: «El trueno volvió a alumbrar fuera, de pronto, con un estallido, zigzagueante.» Lo puse ahí porque es una de las mejores frases cortas que conozco. No quizá una de las mejores que conozco, así, sin más: una de las mejores que conozco referidas a México. Le puse pilas nuevas a la linterna de Potts, y, destellantes bajo los muebles, encontré a los caracoles, todos ellos, creo, incrustados en el hueco entre la pared y el fondo de contrachapado del mueble sobre el que está puesto el acuario, abajo del todo, encima del zócalo. Tenían pinta de estar secos. Se habían puesto en marcha, supongo, en busca de mejores pastos, pensando (pongamos) que más allá del horizonte habría una charca estupenda llena de hierbajos. Es interesante el modo en que la insensatez humana se extiende por todo el reino animal hasta llegar a los caracoles, que se han comportado, quiero decir, igual que Clarence. Traté de apartar el mueble de la pared, pero pesaba demasiado, por la carga del acuario, y el hueco era demasiado pequeño para el palo de la escoba, que se quedó atascado cuando lo metí a la fuerza. Incapaz de sacarlo, ahí lo he dejado, con los ramojos de la escoba asomando y pegados a la pared de detrás del acuario. Fui a buscar un vaso, lo llené en el acuario y se lo vacié encima a los caracoles. No sé en qué momento tomó Clarence la decisión de hacerse escritor. Seguro que no antes que yo, porque yo era mayor y tenía los antecedentes más adelantados que los suyos.

Adelantados no es probablemente la palabra exacta: en una revista habrían dicho que mis antecedentes eran más ricos en oportunidades culturales. Cuando nos conocimos yo ya llevaba muchos años escribiendo, y él, en cambio, casi había terminado Farmacia cuando por fin se decidió. Digo que por fin se decidió porque así es como él lo decía, así fue como me lo dijo en la escalinata del Metropolitan Museum el día en que nos conocimos. Siempre lo expresó así, a pesar de que, una vez tomada por fin la decisión, no hiciera nada por cambiar su modo de vida, no permitió que la escritura entrase en su vida, que siguió siendo bastante corriente y, según él mismo decía, industriosa y aburrida. Añadió, creo, un par de cursos de inglés a su plan de la universidad, y trató de leer libros como el

Ulises, que le habían dicho que era muy difícil y muy importante, y empezó a hablar de sí mismo de un modo nuevo, todo lo cual resultaba bastante tonto, porque no había escrito lo que se dice nada, pero también tuvo su importancia, porque lo empujó a hacerlo, como una apuesta de futuro. Clarence se consideraba de veras en la obligación de leer libros como

Ulises y

Don Quijote y

Tristram Shandy, aun habiéndole yo explicado lo ridículo que era si no le

apetecía. Era sincero creyendo cosas así, que estaba en la obligación, como él decía, de ponerse al día en arte, y su sinceridad fue lo que me conmovió en aquel tiempo. Pero no se sentó a escribir, todavía, en el momento en que tomó la decisión, porque le preocupaba el dinero y quería encontrar el modo de ganarse la vida mientras se situaba, y esa era otra de sus frases, lo de situarse. Ya he mencionado lo deprimentemente práctico y calculador, al modo mercantil, que podía ser a veces, por culpa de sus orígenes y de su angustioso temor a caer en la pobreza. Cuando nos conocimos en Nueva York vivía (he estado a punto de escribir se

empeñaba en vivir) en un mezquino apartamento de una sola habitación, en el Bronx, y trabajaba en una farmacia de Yonkers, mientras trataba de escribir relatos, y donde digo «trataba» entiéndase que en aquellos días se sentaba delante de la máquina, igual que yo, y tecleaba cosas que nunca terminaba.

Me eché en la cama con intención de dormir un rato. Eran más de las cuatro cuando me desperté, y por unos momentos, mientras enfocaba la habitación, no supe dónde estaba. Me oí decir: «Hola, hola», como solía, cuando me despertaba tarde y quería averiguar si había alguien en casa —por alguien entiéndase Clarence, por supuesto, excepto durante el breve periodo en que se instaló con Lily, durante el cual alguien fue Steven—. Steven no duró, y ni siquiera nos acercamos al punto de que yo esperara encontrármelo ahí al despertar. Debo de haber olvidado, durante la siesta, dónde vivo ahora, y cuando me desperté y volví a descubrirlo, como algo nuevo y reciente, fue una verdadera conmoción. El motivo de que estuviera a punto de escribir, hace un rato, que Clarence se

empeñaba en vivir en aquel sitio miserable del Bronx es que esa fue la impresión que me produjo en el momento; no podía evitar la sospecha de que lo hacía a propósito, porque hasta entonces no había conocido a nadie, a ningún amigo, que fuera auténticamente pobre. Había conocido a varias personas que vivían activamente en la sórdida escasez, pero lo hacían porque estaban aburridos del dinero, y la pobreza se les antojaba chic e interesante, y todos ellos, excepto los dos que murieron al incendiarse su apartamento, regresaron a la riqueza pasado un tiempo. Clarence no sabía nada cuando lo conocía, y eso lo hacía diferente. Solo era capaz de entusiasmarse con algo si se le daba permiso, porque tenía miedo de cometer un error. Se había unido a un grupito de escritorzuelos desharrapados, y sus opiniones eran todo lo que él tenía para seguir adelante, y como nunca estaba muy seguro de qué admirar, se dedicaba a admirar lo que los demás admiraban, y eso, claro, quedaba fatal. A veces, sin embargo, no era lo bastante tímido. Una vez estuvo perorando de un modo exagerado sobre Modigliani, delante de un grupo de amigos míos de entonces, de cuando nos juntamos por primera vez en Nueva York en calidad de jóvenes escritores, y una de las chicas, a quien como consecuencia luego retiré la palabra, lo engreía para que siguiese diciendo esas sandeces tan ridículas. Cuando llegué yo estaba hablando de Modigliani y de Lautréamont, aun sin saber absolutamente nada de Lautréamont. Me acerqué y subí el volumen de la radio, para ahogar sus palabras, pero lo que conseguí fue que hablara más alto, de modo que tiré de él para ponerlo de pie y lo obligué a bailar conmigo. Luego, no obstante, se creó todo un conjunto de opiniones y se aferró a ellas, incluso después de haberle explicado yo lo toscas y lo manidas que eran. Durante nuestro primer año, más o menos, siempre estaba emocionado con su escritura, a pesar de que todavía no era nada bueno; y cuando empezó a ser bueno yo ya estaba harta: tenía veintiséis años y estaba totalmente harta. En la universidad ya estaba harta de las cosas que concitan a la gente en calidad de proyectos juveniles, a pesar de que nunca tuve ningún proyecto, quitadas unas pocas semanas al principio del primer año, y ahora también estaba harta de las cosas de adultos. Fue en parte porque ya estaba harta, creo, por lo que me atrajo Clarence, porque me encantó el hecho de que él no tuviera ni idea de semejante hartura. La gente me acusó de haber permitido que Clarence me «subsumiera» en su vida (eso, al menos, es lo que creo que decía la gente, lo que supongo que decían entonces), cuando en realidad era al revés: yo poseía todo lo que Clarence deseaba, poseía, quiero decir, en lo tocante a antecedentes familiares y cultura. Podría dividir el libro en dos partes: Edna ascendiente y Clarence ascendiente. O podría titular la segunda parte Edna descendiente, que quedaría más conmovedor y expresaría mejor la sensación, el modo en que percibí aquella bajada, desde mi punto de vista, considerándola tan ineluctable como inexplicable. Un filodendro (digo yo que será un filodendro) parece que se ha muerto.

Con las ventanas de par en par oigo claramente el Empalme. Se oye más en días como este, con nubes, he notado, porque el ruido va a chocar con las nubes y rebota hacia abajo. Sé que es así, pero no por ello deja de antojárseme rara la idea de algo tan invisible como el sonido yendo a rebotar contra algo tan blando como las nubes. Hace más fresco hoy, pero no voy a cerrar aún las ventanas, porque luego me veré obligada a ver lo sucias que están y tendré que utilizarlas a la luz sucia que las atraviesa. «Una mujer de cierta edad teclea su vida en una habitación repleta de luz sucia» es como podría empezar el libro. No sé a qué viene ahora preocuparme por lo sucias que están las ventanas, porque llevan un montón de tiempo poniéndose cada vez más sucias, un poco más cada día, supongo, molécula por molécula, durante años, por no mencionar el hecho de que las tengo casi cubiertas de papeles pegados. Pagarme un limpiador de ventanas está fuera de mi alcance. Me refiero a las personas que limpian ventanas, claro, no a los instrumentos, que en realidad no son más que un cubo, un escurridor y un par de trapos, que yo sepa. Los instrumentos no están fuera de mi alcance, no al menos en sentido pecuniario, aunque seguramente sí que están fuera de mi alcance en este momento, entiéndase este mes, y el que viene también, seguramente, a no ser que ocurra algo. Pero están en todo momento, es decir para siempre, fuera de mi alcance en el sentido físico: no me imagino colgada de una ventana para lavar la parte exterior, donde está casi toda la porquería, diez metros por encima de la acera, con las rodillas enganchadas al antepecho. Doy por sentado que las ventanas estarán cada vez más sucias, mientras el mundo, el edificio de enfrente, y el sol, van haciéndose borrosos, vagos y menos alegres. «Molécula tras molécula, su mundo irá ensombreciéndose», es lo que sucederá, seguramente, y esa podría ser la segunda frase, la que crea el ambiente para lo que va a ocurrir, o no. La gente mirará mis ventanas desde abajo y verá una forma moviéndose tras los cristales, y no sabrá decir si es hombre o mujer.

Clarence era bastante guapo, a lo bestia, a la manera viril, ya entonces me parecía así, aunque la verdadera virilidad no hizo aparición hasta más tarde, cuando echó carnes y se dejó un bigote a lo Clark Gable. A los treinta era ya muy robusto y verdaderamente impresionante, al modo viril. Era un bigote casi como el de Emiliano Zapata, en un momento dado. Cuando nos conocimos ya era viril, claro, pero en una dirección etérea, no sé si se entiende, esbelto y amuchachado, con ojos de susto, de modo que no se le notaba la tendencia a ser corpulento y brutal; era el susto, la sensación de que estaba viendo el mundo por primera vez, como si lo hubieran creado delante de sus ojos, lo que me atrajo de él, por causa del cansancio que antes mencioné, y se desvaneció por completo en los años siguientes. Lo primero que publicó —cuando ya llevábamos tres años juntos— fue un relato breve, una nota de diario, verdaderamente, de cuando cazaba ardillas de pequeño, lo minucioso de cazarlas con una escopeta pequeña, y la importancia alimenticia que tenían las ardillas en aquellos tiempos, y de este modo presentaba sus privaciones y padecimientos infantiles. Envió el manuscrito a tres o cuatro revistas literarias, que lo retuvieron durante meses para al final devolvérselo sin ninguna explicación. Fue su guapura al modo viril lo que al final hizo que se publicara, en una revista nacional de caza, porque acudió a las oficinas en persona tras haber enviado el texto por correo, para ver qué le decían, y así pudieron verlo, y lo que vieron los convenció de su autenticidad. Era una época en que la gente daba gran importancia a la autenticidad. Es interesante el modo en que las cosas que parecen obvias y están incluso en el ambiente en cierta época luego resultan increíbles: ahora, cualquiera diría que se puede ser manifiestamente falso sin que a nadie le importe. Las privaciones de su infancia contribuían a que sus textos dieran una impresión de autenticidad, otorgándoles significado, pero también lo hicieron estrecho de mente e intolerante con respecto a mi vida, porque, según él, quien no hubiera sufrido de un modo crudo y evidente y externo de verdad, como él había sufrido, y su familia había sufrido durante generaciones, no había sufrido nada en absoluto, estaba fingiéndolo todo, o engañando. «Miseria neurótica» era lo que le encantaba decir, para que sonara a falsedad; y también pensaba, aunque nunca se atreviera a decirlo en voz alta, que quien no ha sufrido de ese modo evidente y externo tampoco puede escribir nada auténtico y significativo. Era un error terrible por su parte, que lo condujo a incluir cosas en sus escritos —guerras, homicidios, violaciones y demás, muchísimos adulterios y divorcios, incluso el genocidio judío, en una ocasión, y una hambruna africana, para ambientar— que a él le parecían llenas de significado y, estaba convencido, se lo añadían a sus relatos, cuando en realidad para lo único que servían era para hacerlos vulgares. Yo le decía que los relatos no adquirían significado por lo que ocurriera en ellos, sino al revés, pero él nunca fue capaz de verlo así. En el frigorífico, esta mañana, encontré las uvas que compré hace un tiempo, como creo haber mencionado, para luego olvidarme de ellas, arrugadas pero intactas, y me comí la bolsa entera mientras hacía el crucigrama que me llevé de Starbucks. No conseguí completarlo, pero es que ahora es imposible, porque muchas de las definiciones se refieren a programas de televisión y a gente famosa que no puede uno conocer sin ver la tele, me parece a mí. En los últimos años, los propios crucigramas del

New York Times se han vuelto así y resultan inabordables para personas como yo, de inclinaciones literarias y sin televisor. Pensándolo mejor ahora, supongo que ese es el motivo de que no me molestara en garrapatear la nota en el periódico, el otro día, avisando de que faltaba el crucigrama: no creo tener nada en común con las personas capaces de completar los crucigramas de hoy en día. Miro los crucigramas, y los clientes de los cafés, todos sentados a sus mesas con el ordenador delante, y los ojos puestos en la pantalla, y pienso: «¿Quién será toda esta gente?»

Las uvas no están tan deliciosas como pensé que iban a estar, cuando las vi en la tienda, aunque, claro, ahora ya no están frescas, dada la cantidad de tiempo que llevan en mi frigorífico. Tampoco tienen la forma que deben tener las uvas: son oblongas, como judías de gelatina, y la pulpa es más firme de lo que debería, casi correosa. Supongo que todo ello es señal de que han viajado mucho para llegar aquí —lo cual tienen que haber hecho, sin duda, porque aquí, como ya he dicho, estamos en primavera—, desde Chile o incluso Australia. Criaron así las uvas para que pudieran viajar intactas una distancia tan larga, de pulpa firme, por ejemplo, para que no se aplastaran al apilarlas. Cuando estuve en Francia, la primera vez que estuve de mayor, cuando aún no había terminado en la universidad, cuando fui con Rosaline Schlossberg, fui a un pueblo de los alrededores de Aviñón a recoger uvas a finales del verano —cuando no llevaba en París más que dos meses, aunque para entonces ya me esperaban en casa—, con unos chicos alemanes que había conocido unos días antes. Primero dormí con uno y luego con el otro, y al final con los dos. Dormíamos en sacos de dormir en una habitación elevada de un establo. En el espacio de debajo de nosotros guardaban dos bueyes, y durante la noche los oíamos moverse en los pesebres, y olían espantosamente al principio, aunque al cabo de unos minutos de estar con ellos se acostumbraba uno tanto al olor que ya no había forma de percibirlo, ni queriendo. Por «dormir» entiéndase hacer el amor y también dormir juntos en el calorcito del saco de dormir. A la gente le va a parecer pintoresca mi forma de hablar, supongo. Varios de los extranjeros que conocí en París solían bajar todos los otoños a la vendimia, porque era un modo de ganar un poco de dinero, según todo el mundo decía, aunque en realidad era un sueldazo. Cuando digo extranjeros quiero decir gente que no era francesa, no gente que no era americana, y para ellos era un modo de ganar dinero porque no hacía falta permiso de trabajo para recoger uva, y yo fue la única vez que lo hice. Uno de los chicos se llamaba Karl; he olvidado el nombre del otro, pero sí recuerdo que tenía la barbilla larga y que no era tan atractivo como Karl, aunque sí divertido en otros aspectos. Las uvas, en realidad, no se recogen: se corta el tallo con un cuchillo curvo, lo cual, si no estás acostumbrado, como no lo estaba yo, hace que enseguida te salgan ampollas en la mano. Después de trabajar íbamos a darnos un chapuzón en un pequeño arroyo, y yo me sentaba en una roca en mitad de la corriente con la mano de las ampollas metida en el agua fría. Va a ser mejor que no entre en este tipo de cosas. Es sorprendente hasta qué punto la memoria está hecha de bagatelas.

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