Cristal

Cristal


Cristal

Página 12 de 17

La cafetería de Potopotawoc cerraba a finales de septiembre y permanecía cerrada todo el invierno, de modo que tenía que prepararme yo misma la comida en la cabaña. No era una cabaña en el sentido de algo agradable y rústico; era un auténtico chamizo: tenía que poner latas y cubos en el suelo, por las goteras, y a veces tropezaba con ellos en la oscuridad. En los días húmedos del verano, venían del bosque unos caracoles muy grandes que se me subían por las paredes interiores, dejando un rastro de baba que resplandecía de un modo inquietante a la luz de la lámpara. A veces oía crujidos en el porche, por la noche, y por la mañana me encontraba montoncitos de cáscaras trituradas: eran los mapaches, que se comían lo de dentro. Los pocos permanentes que se quedaban en invierno daban por sentado que yo tenía algo que ver con el personal, y supongo que el personal me tomaba por una huésped especial. Nadie me preguntó nunca lo que estaba haciendo allí. A veces me acercaba andando hasta el Toldo para jugar a las damas. Casi siempre encontraba a alguien con quien jugar. Si nevaba no salía, pero en los días de sol a veces hacía a pie todo el camino hasta el pueblo. Había una estación de servicio en las afueras que también era tienda de comestibles y parada de Greyhound, y allí iba en busca de cosas de comer en invierno y de helados en verano. El autobús de la Greyhound pasaba todas las tardes casi rozándome por el camino del pueblo, levantando un vendaval de polvo y gravilla, y a veces se me pasó por la cabeza subirme a uno y largarme —nadie me lo habría impedido si lo hubiera hecho, estoy convencida—. Me puse orejeras el primer invierno, por el frío, y luego en verano, para cancelar el estrépito de la cafetería. También me las ponía cuando el personal organizaba juegos en la pradera, con un balón, como ya he mencionado, o con

frisbees, para cortar el paso a los gritos, las ovaciones y las peleas —inevitables: el personal tenía que estar siempre pendiente de las peleas verbales y las peleas a puñetazos—. A veces, cuando iba andando al pueblo, tenía miedo de que me atacaran, como ya había ocurrido antes, decían, por la presencia de homosexuales en Potopotawoc. Nadie parecía saber seguro si habían linchado a alguien o la cosa había quedado en amenaza. Yo no soy homosexual, pero no estoy segura de que ellos lo supieran. Nunca ocurrió nada, y al cabo de un tiempo dejé de sentirme amenazada cuando iba al pueblo. La rata está otra vez dando golpecitos. Cuando no está dando golpecitos está haciendo girar la rueda. A la hora de la siesta. Habría sido de esperar que le bastara con hacerlo por las noches. Aunque también puede ser que esté dedicándose a dormir por la noche y pasar los días en vela, solo para fastidiarme. No voy a aguantarlo mucho más.

Me compré el periódico en la tienda de comestibles y me fui con él al parque. Un señor mayor me siguió hasta el parque y se sentó en un banco de enfrente del mío. Sacó semillas de una caja de latón que tenía en el regazo y las roció a su lado, en el asiento, y también en el suelo, a sus pies. Llevaba unas botas marrones de trabajo, con manchas azules y amarillas de pintura, y sin calcetines. Tenía los tobillos delgados y varicosos. El rótulo de la caja estaba en francés; decía

Crêpes à dentelles. Me pregunté si no sería un artista de alguna clase, por las manchas de pintura y el rótulo en francés, supongo, y por su desprecio de los calcetines, pero lo más probable era que estuviese pintando su cuarto, y nada más. Tuve varios amigos pintores en Nueva York, y todos llevaban zapatillas de tenis blancas, sin calcetines. En verano, claro está, porque en invierno vestían como todo el mundo. Habían encontrado a Henry Poole tirado en el suelo del sótano, boca abajo, a un par de pasos de una válvula de gas abierta. Murió asfixiado, estaba ya muerto cuando la casa explotó. Muerto por su propia mano, están diciendo, aunque no han encontrado ninguna nota. «La explosión se llevó por delante casi todo, incluida cualquier cosa que el señor Poole hubiera confiado al papel», decían. Me gusta esa frase: confiado al papel. Henry Poole, cincuenta y dos años, nacido en Tulsa, Oklahoma, de oficio reparador de televisores. Residente en el Northside desde hacía tiempo, era, según el periódico: «Una figura familiar en el vecindario, aunque casi un extraño para quienes vivían en la puerta contigua a la suya.» Decían que lo habían visto pasear a un pequeño perro marrón a todas las horas de la noche. Un vecino lo describe como «reservado y un poco raro». El perro apareció ileso a tres manzanas de allí, de un modo que la Sociedad Humanitaria11 consideraba un verdadero milagro. Levanté la vista del artículo para observar la llegada de las palomas, que se juntaban en remolinos alrededor de las botas manchadas de pintura del hombre del banco de enfrente, que les arrojaba las semillas a puñados. Poole llevaba meses sin tocar la correspondencia amontonada en su porche delantero; lo habían visto apartar las cartas a patadas al entrar o salir de casa. Algo que, según el periódico, era «un signo revelador». ¿Qué otra clase de signos hay? Una noche, un ventarrón depositó gran parte de las cartas en el jardín contiguo, y Poole se acercó por la mañana, lo recogió todo en una brazada, y lo volvió a tirar en su porche. Desde allí las cartas siguieron revoloteando por el vecindario en los días siguientes, hasta que por fin un vecino fue al porche y lo metió todo en bolsas de plástico. Trocitos de escombros, copos de algo que al tacto parecía relleno de tapicería, junto con trozos de papel y de aislamiento de fibra de vidrio, «como nieve rosa», dijo alguien, estuvieron cayendo sobre el vecindario durante varias horas posteriores a la explosión. Plegué el periódico y me levanté para marcharme. El hombre me miró, sonriente. Iba yo a abrir la boca para decir algo relativo a las aves, cuando todas ellas levantaron el vuelo al mismo tiempo y el hombre desapareció en un ventisquero de aleteos. Había estado a punto de decirle: «Siempre me olvido de traer migas de pan cuando vengo aquí», pero lo que dije fue «Buenas tardes». Si esto llega alguna vez a ser un libro, me gustaría eliminar las cosas raras. Ídem en lo concerniente a observaciones triviales e insustanciales. Si Poole hubiera dejado una nota, la habría escrito con la IBM Selectric que vi en la tienda. Más hojas al suelo. La foto de Clarence y los leones que había pegado a la ventana también se ha desprendido. La vi caer planeando y seguí dándole a la tecla, impertérrita.

Me senté en el sillón después de cenar y miré la muerte de la luz. Luego, más tarde, me volví a sentar, a oscuras, escuchando cómo menguaban los ruidos callejeros. Pensaba en cuánto he olvidado, qué poco, del enorme basural que llamamos pasado, había logrado traerme conmigo, qué pocas de las personas que conocí sigo recordando, cuántas han pasado sin dejar huella. Claro está que en realidad no puedo

pensar en las cosas y personas que no han dejado huella. No puedo

decir que esté pensando en ellos, porque en realidad solo estoy pensando en las palabras «personas y cosas que he olvidado». Las palabras están ahí, como guardándoles el sitio a las cosas y las personas que se han evaporado, como asientos reservados para quienes jamás volverán a ocuparlos. A veces, alguna cosa o alguna persona siguen teniendo nombre, pero es todo, como alguien de cuyo retrato se ha borrado todo menos el sombrero. Queda el sombrero, en lo alto del borrón: el sombrero es como el nombre de una persona que el tiempo ha borrado; o es un sombrero que va flotando río abajo, cuando la persona a quien pertenecía se ha ahogado, y entiéndase por río el devenir del tiempo, evidentemente, y por sombrero nuestras palabras, trocitos de basura flotante, anclados a nada. No puedo pensar en muchas cosas de Clarence, no, seguramente, en casi ninguna faceta de Clarence. Por mucho que utilice el nombre «Clarence» o recurra a frases como «Clarence estaba abotonándose la camisa vaquera» o «Clarence apoyaba un pie en el león», él no se acerca; las palabras no lo traen más cerca; lo único que hacen es traspalarlo más lejos, enterrándolo bajo una pila de sillas vacías. Y luego pensé en lo fácil que resulta decir cosas que no son verdad. Por ejemplo, pensándolo otra vez, me doy cuenta de que no era totalmente cierto lo que conté del jardinero, aunque yo lo creyera cierto mientras lo ponía a máquina. El jardinero no se echó el topo al bolsillo, como antes sostuve; se lo metió en la parte delantera de los pantalones. Lleva unos tirantes azules, muy anchos, y lo que hizo fue ahuecar los pantalones por la cintura y dejar caer el topo en el interior. Estirar así los pantalones dio lugar a una apertura igual que un bolsillo, y por eso fue seguramente por lo que antes dije bolsillo. Antes dije bolsillo porque así era como lo recordaba antes, lo cual no ayuda en nada, que antes lo recordara mal no ayuda en nada, y ahora lo recuerdo de otro modo. No se puede

recordar una cosa de un modo y luego

recordarla de otro modo, distinto del primero. Es evidente que en una de las dos ocasiones no estabas recordando, quizá en ninguna de las dos. Clarence me preguntaba, refiriéndose a algún pasaje de algo que estuviera escribiendo: «¿Es creíble?» Quería que las cosas que imaginaba parecieran tan reales y sólidas como el suelo que pisaba, decía. Real, para él, significaba como pensamos que son. Todo lo no extraño es invisible. En Aviñón, los chicos alemanes y yo no olíamos a los bueyes. Aquí sentada, ahora, no huelo a Nigel, aunque estoy segura de que el olor me tumbaría de espaldas si ahora entrase de primeras en esta habitación. Mi cómodo sillón marrón de ahí está más lejos que la luna, más lejos incluso que el propio Aviñón. No es que no siempre lo perciba: nunca puedo hacer

más que percibirlo: de hecho, puedo no verlo. Incluso cuando hago el esfuerzo lo único que consigo es quedarme mirándolo tontamente. ¿Cómo habría que hacer para devolverle la visibilidad? Lo mismo ocurre con los nombres, supongo. La palabra

sillón es tan muda y está tan muerta como el propio sillón. A saber cuál de los dos moriría primero. Imagino que habrán muerto juntos, abrazados, sofocados por la indiferencia y la costumbre, envueltos en película de plástico. Si le hubiera enseñado a Clarence algo de lo que he tecleado estos días y le hubiese preguntado: «¿Es visible?», ¿qué habría pensado él? Si ahora me volviese y viera mi sillón, de pronto, sería algo tan sorprendente y extraño como un rinoceronte al ataque, o como lo que fuese que atacara a Clarence aquella vez, un hipopótamo, quizá. «A Edna la dejó sin habla un sillón al ataque» es como podría decirse. Entiéndase: mentalmente sin habla.

Tenía muchos ratones en Potopotawoc, y un día, de camino al pueblo, me encontré con un gato muerto de hambre y me lo llevé a casa. No era más que huesos y pellejo y se comió todos los ratones, entre otras cosas —sobras que me traía de la cafetería—, y se puso gordísimo. En otras cabañas también tenían ratones, y les ponían veneno, y mi gato, habiéndose comido todos mis ratones, empezó a visitar las demás cabañas para comerse sus ratones, algunos de los cuales se habían infectado con el veneno. Un día volvió a casa enfermo, vomitó bilis, se metió en el armario, arrastrándose, y se murió. Acudió el director. Estuvo de acuerdo en que el gato había muerto por comer veneno para ratones; el karma, dijo. Yo le contesté que no era esa mi idea del karma, que sería el karma si él, el director, hubiera muerto por comer ratones, porque había sido él, y no el gato, quien había puesto el veneno. Enterramos al gato delante de mi cabaña. Varios residentes escribieron poemas al respecto y los leyeron en el entierro. Cantaron «era una muchacha excelente» (era una gata naranja y amarilla), y el director pronunció unas palabras leyéndolas de un texto que traía escrito a máquina en que se elogiaba al animal por haber muerto en cumplimiento de su deber. El director también se llamaba Brodt. No le di mucho a la tecla en Potopotawoc, y tampoco leí gran cosa, salvo revistas, como seguramente ya he mencionado antes. Siempre había revistas recientes en el Toldo. Y también tuve otros animales, mapaches y mofetas que se acercaban hasta la puerta misma e incluso se metían a veces en la cabaña si dejaba abierto, y los oía arañar durante la noche. Decían que había lobos, pero nunca me lo creí. No les tengo miedo a los animales, si son animales, aunque en una ocasión fue un hombre que se había perdido al salir del Toldo. Una vez, alguien me invitó a participar en sus juegos de pelota, y al ver que me negaba me tendió la pelota, de todas maneras, me la encajó en la mano, pero cuando empezó el partido no supe qué hacer con la pelota y me quedé ahí quieta hasta que vino alguien y me tiró al barro de un empujón. Estando en México, en la época en que aún nos considerábamos peripatéticos —hacíamos el equipaje y nos mudábamos en un abrir y cerrar de ojos, lo cual les parecía divertido a muchas personas, e incluso nos llamaban «los gitanos»—, lo normal era mirar por la ventana y ver un par de ratas. Nuestra casa estaba en una calle muy estrecha, casi un callejón, que de noche se hacía muy oscura, con solo una lámpara con protección metálica cada manzana, o incluso cada dos manzanas. La luz de nuestra manzana colgaba de un cable extendido entre nuestra casa y la de enfrente, y se balanceaba en cuanto había un poco de viento, dando lugar a unas sombras gigantescas subiendo y bajando por las fachadas de nuestras casas. No dormíamos nada bien en México, por el calor y por las radios de las otras viviendas, y a veces uno de los dos —o ambos— se levantaba e iba a sentarse junto a la ventana, donde se estaba un poco más fresco los días en que circulaba el aire. Nuestro dormitorio estaba en la segunda planta y desde la ventana veíamos ratas arrastrándose por la acera rota, bajo la luz de la lámpara; no se podía estar mucho tiempo ahí sentado sin verlas. Curiosamente, rara era la vez en que veíamos alguna durante el día, y eso que tenía que haberlas por todas partes, escondidas. A Clarence le encantaba decir que las ratas iban a heredar el mundo algún día: le encantaba soltar ese tipo de generalizaciones terroríficas. Guardaba un montón de estadísticas en la cabeza, casi todas inquietantes, y podía pasarse mucho tiempo dándoles vueltas, cuando se ponía a ello. Sabía, por ejemplo, cuántas toneladas de arroz se comían las ratas todos los años en Indonesia. Pronunció la cifra una noche, estando ambos sentados junto a la ventana, aunque, claro, ahora no me acuerdo de cuántas toneladas eran, pero tienen que haber sido muchísimas, porque, de otro modo, ¿para qué iba a contármelo? La fabulosa memoria que tenía para las estadísticas era uno de sus rasgos más fastidiosos, aunque también hubiera gente a quien le parecía impresionante —algún hombre, debería decir, porque supongo que no impresionaría a muchas mujeres—. Nunca logré comprender que alguien que pretende ser un artista también quiera memorizar un montón de datos estadísticos, aunque nunca se lo dije a Clarence con esas mismas palabras. Su faceta estadística hacía casi imposible que nadie le ganara en una discusión, porque cuando ya lo tenían acorralado salía con una u otra cifra, citada así, de memoria, que ponía de manifiesto cuán equivocado estaba el oponente. Nunca supe con certeza si no se iría inventando esas cifras según la ocasión. Era muy capaz de hacerlo, de apañar los datos para ganar, en función, supongo, de su lado más implacable. Renunciar a cualquier principio que entrara en conflicto con su propia ventaja, sin pestañear, era el modo en que por lo general manifestaba su implacabilidad, e inventarse cosas era lo de menos. No estoy progresando nada. Y las hojas que van cayéndose al suelo también son lo de menos. Estoy luchando por forzar un progreso; de hecho, hace unos días estaba progresando, y aquí estoy, otra vez atascada en las ratas de México. Me importan un comino las ratas de México.

Potts se ha caído de un caballo y se ha fracturado algo, la tibia, creo que dijo la persona que llamó, alguien emparentado con ella, a pesar del fuerte acento alemán que creí detectar en él, y una muñeca, y no regresará hasta finales del verano. Tanto mejor, quizá, aunque ello implique tener que ocuparme de la rata una temporada más. Últimamente apenas si he parado mientes en Nigel, salvo para ponerle de comer y para darle un golpe en el tanque cada vez que hace demasiado ruido con la rueda. Disfruto disponiendo del edificio entero para mí sola. Es la primera vez que sucede desde hace mucho tiempo. Con Potts abajo, en la actual coyuntura, me sentiría invadida y molesta, no por el ruido que hace, porque apenas hace ninguno, sino por los vapores de su muda presencia al filtrarse por el suelo, por su existencia silenciosa al metérseme en la vida. Si estuviera en la tienda de comestibles y me dirigiera a alguien en tales términos… me tomarían por loca. Si me ocurriera a mí, si me hallara en el lugar de esa otra persona, ¿también lo consideraría una señal de locura? Seguramente. Se hace raro pensar en Potts subida a un caballo.

Estaba resolviendo un crucigrama, hace unos minutos, cuando me fijé en las mordeduras del lápiz nuevo, cuatro muescas cuneiformes cerca ya de la goma de borrar. No me había fijado en ellas hasta que le di la vuelta al lápiz para borrar una anotación y para ello lo agarré por la parte de arriba (que ahora es la de abajo) y noté las marcas al tacto. No sé exactamente cuánto tiempo hace que tengo este lápiz. Han construido un nuevo colegio elemental a unas pocas bocacalles de aquí, en sustitución del que veo desde la ventana de la cocina, el vallado, y los niños que llegan corriendo a clase, con las mochilas de los libros rebotándoles en la espalda, pierden lápices con bastante frecuencia. Casi todas las semanas me encuentro dos o tres tirados en la acera, y a veces recojo uno, porque siento necesidad de un lápiz, si tengo intención de meterme con un crucigrama, o porque el lápiz tiene pinta de ser nuevo, como la tenía este, hasta que le di la vuelta. En el último supuesto (el de que tenga pinta de nuevo), el lápiz abandonado se me antoja irresistible, y casi siempre lo recojo, a no ser que vaya a toda prisa para guarecerme de un aguacero, y aun así hay veces en que luego vuelvo a buscarlo, aunque últimamente no estoy haciendo tal cosa, porque me cuesta mucho trabajo agacharme. De modo que las muescas de este lápiz son seguramente obra de los dientes de un niño, y la verdad es que son bastante pequeñas, más pequeñas que las que acabo de hacer yo ahora con mis dientes, a efectos comparativos. No suelo morder los lápices, o digamos que ya no suelo morder los lápices, pero cuando lo hago, como ahora mismo, cuando mordí el lápiz que iba a utilizar con el crucigrama, para ver, recuerdo inmediatamente el sabor de la pintura amarilla. De pequeña me encantaban los lápices nuevos, porque podía mordisquearles la pintura… arrancársela, más bien, no mordisquearla, utilizando los dientes de delante como cinceles, rascando con mucho cuidado, para no dañar la madera del lápiz, hasta que no quedaba ni un trocito de pintura, aparte de una línea amarilla muy delgada bajo la pieza de metal que alberga la goma de borrar y que no había que tocar con los dientes, por la desagradable sensación eléctrica que producía. Para arrancar ese último trocito solía recurrir a la punta de una tachuela o, más adelante, cuando ya estudiábamos geometría, al pincho del compás. He apartado el helecho de la pared y con una tijera le he podado las partes que se habían puesto amarillas. Ahora tiene un hueco grande en un lado, pero en conjunto está más verde. Más pequeño, pero más verde. Podría recortar el otro lado, para igualarlo, como hacía Papá con los setos, aunque sin pretensión de tallar animales. Despego de la ventana la nota sobre los libros de la biblioteca, pero no he podido arrancarla por completo y me han quedado restos de celo, aun habiéndolos raspado con un cuchillo de cocina. No tengo ninguna cuchilla de afeitar, que es lo que los limpiaventanas utilizaban. Imagino que el pegamento se endureció con el tiempo. No sé cuántos años tendrá. Hay algunas notas que se han puesto amarillas y resecas, sobre todo las que escribí en trozos arrancados de revistas. Las hay a rotulador, blanco o rojo, y a bolígrafo o lápiz. Las de lápiz serán seguramente las que se me ocurrieron mientras hacía algún crucigrama, porque para otras cosas nunca utilizo el lápiz. Una, en una ficha amarilla, dice Escribir a Lily. Han pasado muchísimos años desde que se me ocurrió escribirle a Lily. Para situarme de modo que pudiera alcanzar la ventana, para rasparla, tuve que pisar mis folios, y en dos ocasiones oí crujir algo. No fueron caracoles, desde luego, aunque eso fue lo primero que se me ocurrió. Algún trozo de cristal de los marcos rotos tiene que haberse metido debajo. A Clarence le encantaban los pistachos y siempre estaba tirando las cáscaras al suelo, para que las pisara el primero que pasase. Le sugerí que se las metiera en el bolsillo, si tanto trabajo le costaba tirarlas a la basura. Me contestó que no iba a andar por la ciudad con los bolsillos llenos de cáscaras. Ni que decir tiene que no era eso lo que yo le sugería: nada la impedía tirarlas al cubo de la basura antes de salir a la calle. Y apenas podía decirse que aquello fuera un pueblo, no había más que un sitio para comer, una gasolinera y varias casas, todas cerradas, en la franja de arena que separaba la ciénaga del océano. Consumía un montón de pistachos allí, mientras trabajaba, para no beber. Saco a relucir los pistachos ahora, a pesar de que más me valdría adelantar tarea, porque al pisar el cristalito noté una punzada. Y ahora hay huellas de pie en los folios, dando lugar a nuevas punzadas. Podría, supongo, reducir este texto hasta dejarlo en una lista de punzadas, solamente, con sus correspondientes causas desencadenantes. Resultaría demasiado corto para un libro, claro, pero cubriría buena parte de una introducción, en caso de que la señora aquella, la de Grossman, siguiera interesada. Puedo escribirle preguntándoselo, supongo. Si tallo un animal, tendrá que ser pequeño, sin demasiadas protuberancias. Durante una de nuestras mejores rachas, cuando Clarence y yo nos pasábamos el día escribiendo como posesos —no como posesos, de hecho: con mucha facilidad y rapidez—, estando en los Berkshires, en una especie de cabaña mejorada que nos habían dejado unos amigos, el suelo estaba totalmente cubierto de folios desechados. Una tarde volvió Clarence de hacer unas compras en la localidad, con mucha prisa, supongo, aunque no recuerdo por qué, y pasaba dando sus habituales zancadas por el cuarto de estar cuando resbaló en un folio, igual que sobre hielo, y cayó de espaldas y las cosas que acababa de comprar volaron en todas direcciones. Parecía sacado de una comedia de cine mudo, abierto de brazos y de piernas, y las cosas de la compra volando primero y desparramándose luego por todos los rincones. A él no le pareció divertido, claro. Le dio un ataque de rabia y se negó a contestarme cuando lo pregunté si estaba bien. Recogió todos mis folios —los había a decenas—, sin decir palabra, hizo un montón con ellos, sujetándolos con los brazos, y luego los tiró por la puerta de delante, donde el viento se los llevó por el césped, hasta los árboles. Yo, desde la ventana del dormitorio, los vi volar por el campo hasta el huerto del otro lado de la carretera. Aquella noche llovió, y a la mañana siguiente, cuando fui a ver, había papeles mojados por todas partes, hasta en las ramas de los árboles. Ahí seguían cuando nos marchamos, dos semanas después. Los que nos habían prestado la cabaña, amigos de Clarence aficionados al campo, pasaron allí el fin de semana siguiente, y no dijeron nada de los papeles, aun siendo imposible que no los hubieran visto. Podría tallar un castor.

No siempre me molestó que Clarence silbara mientras le daba a la tecla. No sé muy bien cuándo empezó a molestarme. Tengo una clara imagen mental de él dándole a la tecla en la cocina, en la calle Jane, de pie ante la encimera tecleando y silbando, y no tengo la sensación de que entonces me preocupara la cosa. Siempre permanecía de pie mientras le daba a la tecla en aquellos días, y luego, cuando nos pasamos de la calle Jane a Filadelfia, diseñó una peana especial para situar la máquina de escribir a la altura y con la inclinación perfectas, y se la fabricó él mismo en el estudio de un escultor conocido suyo, que vivía en un granero en Nueva Jersey. Estaba montada con tornillos, de modo que podíamos desmontarla y trasladarnos con ella cada vez que nos mudábamos. Fue el único mueble que conservamos de casa en casa, si no consideramos muebles algunas cosas como los trípodes, las armas y las máquinas de escribir —que para mí serían equipamiento—. Mucho más adelante, cuando ya se había convertido en el tipo más bien pesado y cabezota de sus años de madurez, escribía sentado. Será justo añadir, creo, que su escritura también se sentó. Me daba a leer algo y yo notaba lo cargado que venía, de modo que le hacía sugerencias y trataba de animarlo. «

Allegro —podía decirle, para darle ánimo—,

allegro con brio, Clarence», y una vez le sugerí que tachara una frase sí y otra no. Fue por un pique que tuvimos por lo que le sugerí semejante cosa, creo. Tras unas cuantas mudanzas, tres o cuatro, acabé rindiéndome a la evidencia que nunca íbamos a estar demasiado tiempo en ningún sitio, y adquirí el hábito de tirar mis páginas mecanografiadas. Siempre había cajas llenas de ellas, me habían dejado de interesar, y siempre estaban por medio. Supongo que eran más bien muebles que equipamiento, sobre todo teniendo en cuenta que cuando las cajas se convertían en columnas solíamos colocarles cosas encima; y, dada su condición de muebles, las dejábamos atrás cuando nos mudábamos. Clarence poseía una gran cantidad de equipamiento, que él llamaba «efectos», casi todo relacionado con la caza o la pesca. Yo también cazaba y pescaba, pero no tenía equipamiento propio; utilizaba lo que Clarence me ponía en las manos. A él le habría encantado tener una casa llena de trofeos, con lanzas y rifles y etcétera colgando de las paredes, como en los albergues de cazadores que podía ver cuando asistía a cacerías con gente rica, en la época en que hacía reportajes para las revistas. Nosotros solo teníamos una cabeza, un ciervo enorme que mató en Wisconsin y luego mandó disecar. Nos pasamos años llevando esa cabeza a cuestas, y una de las primeras cosas que hacía al empezar a instalarnos en una casa nueva era fijarla a la pared. Le gustaba sentarse delante de la cabeza y decirle cosas. Salvo cuando estaba borracho, siempre le hablaba en broma. Pretendía que la cabeza era su ayuda de campo. Cuando íbamos a salir de casa para algo, lo mismo le daba por poner la mirada en la cabeza y decirle: «Porter, tráeme la chaqueta.» Lo que quería decir, claro, era que yo le trajese la chaqueta. En México, algo empezó a devorar la chaqueta, y al final estaba ya tan sarnosa y tan roída por las polillas que la tiramos por ahí, estando en la casa de la playa. Ese fue el año en que Clarence decidió retomar su condición de farmacéutico. El único equipamiento que yo poseo, aparte de los cacharros de cocina, es esta máquina de escribir, a no ser que incluyamos la radio. Y, ya que hablamos de ella, acaba de anunciar que son las cuatro y nueve minutos, y que dentro de unos momentos oiremos el

Concierto para orquesta de Bartók. Cuatro y nueve minutos de la

tarde, para ser exactos.

Ni siquiera en su pleno apogeo llegó Clarence a ser un escritor imaginativo. Cuando se ponía descabelladamente inventivo solía ser de un modo deshonesto, como cuando escribió un largo artículo sobre un viaje a Suráfrica, incluyendo en él la caza de un rinoceronte (que luego convirtió en hipopótamo) que iba lanzado hacia él y que se desplomó a un palmo de sus pies. Resultó que los guías africanos ya le habían acertado al animal, varias veces, y este salía de entre los matorrales mortalmente herido y lo más probable es que ni siquiera se percatara de la presencia de Clarence cuando este le pegó el tiro. Estaba con Denis Zimmerman, amigo suyo, que le contó a todo el mundo la verdadera historia. O la falsa entrevista que se hizo a sí mismo —aunque supuestamente se la hiciera en plena selva un periodista surafricano— y que intentó venderle a

Ir a la siguiente página

Report Page