Cristal

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Cristal

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Dejé que Lily fuera en la parte de delante, cuando íbamos los tres en el coche, porque ella era la invitada, pero más adelante, cuando se convirtió en intrusa oficial, seguí sentándome detrás, por costumbre. Prefería ir detrás, creo, porque no me gustaba que la cabeza de Lily apareciera junto a mí, por encima del respaldo, cuando se inclinaba hacia delante para decirle algo a Clarence, que conducía. Estaba casi todo el tiempo diciéndole cosas, cuando íbamos a algún sitio en coche. Rebobinando, ahora, recuerdo que algunas veces sí que prestaba atención a lo que se decía, pero lo normal era que mirase por la ventanilla abierta los suelos agotados, mientras el viento se llevaba sus voces, o que me echara hacia atrás en el asiento y me durmiera. Dado que la casa empapelada de flores amarillas estaba en mitad de lo que Clarence denominaba el sitio más aburrido de Norteamérica, ambos adquirieron la costumbre de hacer viajes por ahí, y yo unas veces los acompañaba y otras me quedaba atrás. Montgomery, Chattanooga y Savannah son algunos de los sitios a los que fueron sin mí, si no recuerdo mal. Solían mandarme una postal, que siempre llegaba cuando ellos ya habían regresado. Clarence traía el correo del buzón de la carretera y decía: «Vaya, qué cosas, Edna tiene una postal de Savannah», si era allí donde habían estado. Una vez que fui con ellos bajamos hasta el Golfo y nos bañamos en el océano, si el Golfo de México puede considerarse océano. Los golfos son parte del océano, claro, pero quedaría raro que dijese que nos bañamos en parte del océano, como si fuera posible bañarse en el océano

entero. Al regreso paramos a repostar gasolina en algún lugar al norte de la ciudad de Panamá. Enfrente de la gasolinera, al otro lado de la autopista, había una especie de parque temático cutre llamado Aventuras en la Jungla, y Clarence se empeñó en que nos acercáramos. Lo fascinaba ese tipo de cosas, chabacanas, desmedradas, por su niñez, que tanto abundó en ellas, cosas desgarradoras que no conseguía olvidar. Le compramos las entradas a un adolescente sentado en la puerta trasera de una furgoneta de reparto que permanecía aparcada ante la puerta del parque. Clarence, más adelante, dijo que el chico le recordaba a él mismo cuando tenía su edad, pero yo no le vi el parecido. El parque temático consistía mayormente en media docena de animales africanos tamaño natural, varios dinosaurios y varias mesas de picnic distribuidas bajo los árboles. Los animales estaban hechos de algún material duro y suave, plástico o fibra de vidrio, supongo, y sonaban a hueco cuando se les daba un golpe en el costado. Al borde del parque, casi en el arcén de la autopista, montada sobre una gran placa de madera contrachapada, que a su vez iba apoyada por detrás en un andamiaje inclinado, había un retrato tamaño natural de un cazador, típicamente eduardino, en bombachos caqui, medias altas y salacot. Tenía agarrado un enorme fusil aún humeante, un Rigby de 10,6 × 74 mm, según Clarence, y apoyaba un pie en la cabeza de un león con la lengua morada asomando. En el tablero había un hueco ovalado donde tendría que haber ido la cara del cazador, y ello hacía que el conjunto pareciera un cuadro de Magritte. La idea era colocarse detrás de la placa y asomar la cabeza por el agujero y que alguien te hiciese una foto. Primero fue Lily la que se puso, luego Clarence, y yo me ocupé de fotografiarlos. En este momento, si levanto la cabeza veo la foto de Clarence que pegué con cinta adhesiva a la ventana, la que está con el pie en la cabeza de un león. No tengo la foto que le hice con la cabeza en el agujero y el pie en un león falso, pero si la tuviera la pegaría junto a la otra. Eso sí que sería irónico.

La mayor parte del tiempo que pasé en Potopotawoc fue sin darle a la tecla más que para copiar algo, y luego, cuando regresé de allí a la casa del empapelado floral, también fue una época casi sin darle a la tecla. Con Clarence todo el día fuera en el coche y en aquel bosque demasiado caluroso y polvoriento para que resultara agradable pasear por él, cabría suponer que le hubiera dado muchísimo a la tecla, antes de marcharme, pero tampoco recuerdo haberlo hecho allí. Algo tengo que haber tecleado, sin embargo: si no lo hubiera hecho durante todo el verano que permanecimos en aquella casa empapelada, lo recordaría como un periodo baldío. No lo recuerdo como un periodo baldío. Donde ahora vivo, y por ahí tendría que haber empezado, pasé varios años sin teclear una sola palabra, con la máquina en el armario, y esos años los tengo mentalmente señalados por la falta de darle a la tecla, y pienso en ellos como años baldíos. Cuando volví de Potopotawoc, sin embargo, estoy segura de que no le di a la tecla. Permanecí en la casa del papel floreado con Clarence y Lily. Pasaba mucho tiempo en la cama, sin estar enferma. Los oía en el patio, tirando al blanco con latas, haciendo cosas juntos. Era invierno y la casa estaba fría. En los días de sol daba largos paseos por el arcén de la autopista, porque no me gustaba pasear por aquel bosque que había dejado de ser campo de cultivo hacía tan poco tiempo que no era un auténtico bosque y estaba hecho más bien de pinos pequeños como matorrales. Volví de Potopotawoc cuando acababa un verano, y me marché cuando acababa el invierno siguiente. Clarence y Lily se quedaron allí; permanecieron juntos, como debían, según acordamos, y yo me marché.

Me veo en el pasado como si estuviese fuera de mi vida, observándola con una cámara. Me veo, por ejemplo, con un grupo de amigas, bajando a toda carrera la escalinata del Palacio de los Fundadores de Wellesley, o sentada frente a Clarence en el comedor del hotel Norfolk de Nairobi. Por mi expresión deduzco que era feliz en aquellos momentos, no me cabe duda de que lo era, pero no logro

sentir de nuevo esa felicidad. El hecho es que ni siquiera puedo imaginarla.

Me voy a comprar un lápiz rojo. Los lápices rojos nunca tienen goma de borrar. Son para gente segura.

Llevo días y días sin darle a la tecla. Días y noches, mejor dicho, porque a veces me he sentado a la mesa de teclear a altas horas de la noche, pero sin darle a la tecla. Algo debe de pasarles a los compresores: de pronto se han puesto a hacer más ruido, de modo que apenas oigo el tráfico que pasa bajo mi ventana. No sé si quiero seguir dándole a la tecla. Hace un ratito, estando yo a la ventana, pasaron unos coches de bomberos, y no oí las sirenas, sin llevar las orejeras puestas. ¿Por qué lo estoy diciendo así, cuando lo que quiero decir es que no las oí

a todo volumen? Porque las ideas me rugen en la cabeza, probablemente, me rugen, quiero decir, haciendo más ruido que los compresores del techo de la fábrica de helados. Aúllan, de hecho. «Las ideas de Edna aúllan como polillas.» No sé qué estarán aullando.

Ineluctable, incorregible deriva. Desviación a un lado, incurable, inevitable, de una mujer que habla, que habla porque no le queda otra cosa. Podría preguntar por qué. Claro está que en algún sitio, en algún plano existencial, siempre hay un no quedar otra cosa. Casi nadie se instala ahí, sin embargo. La pregunta es: ¿cómo ha llegado ahí esta mujer? y ¿por qué se queda? Se lleva comida a la boca, se viste, respira. ¿Está escapándosele el mundo? ¿Está haciéndosele pequeño, como visto con un tubo largo? ¿Está oscureciéndosele?

Informe sobre la situación actual de la mujer: pensativa, lastrada de recuerdos, lacrimosa.

Me he gastado la última moneda de lo que me quedaba para vivir este mes. En un pastel y un café con leche en Starbucks.

«Ni una palabra más», me digo. Se acabó darle a la tecla. Y garrapatear y hacer garabatos y tomar notas. De ahora en adelante, silencio, listo es lo último que oirán ustedes de mi. O.K. Adiós.

Creo que el helecho está rigurosamente muerto. Si fuera una de esas inglesas anticuadas, como el cazador sin cara, podría decir que está bestialmente muerto, lo cual sonaría divertido, dicho de una planta15.

Rugido. Y, por encima del rugido, golpes en la puerta. Ni que decir tiene que no estoy majareta:

ahí, podría afirmarse, está el problema.

La cosa está en seguir hablando, donde «hablando» quiere decir «dándole a la tecla».

No es ni siquiera soledad, es algo peor que la soledad, es una cabeza llena de particularidades.

Llevo la vida entera con la gorra llena de abejas.

De nuevo golpes en la puerta, ahora acompañados de voces de mujer, pero no la de Potts, más alta, que dice: «Edna, quiero que hablemos.» Me oyen darle a la tecla. No tiene sentido fingir que no estoy. Voy a hacer una pausa ahora. Sospecho que el próximo espacio en blanco va a ser el mayor de todos. Voy a hacer una pausa, abrir la puerta (siguen ahí), pero antes voy a meter un folio en blanco en el carro. Si esto llega alguna vez a ser un libro, esta será la última página. Tal vez antes de abrir, o después de abrir, con ayuda de quien sea que esté llamando, recoja todos los papeles que tengo en el suelo. Harán un respetable rimero, me parece. Clarence habría dicho: «Vaya montonazo, muchacha», seguramente. Y luego, cuando vuelva, me traeré un lápiz rojo. Colocaré el montonazo encima del sillón marrón, y quitaré unas cosas y añadiré otras, supongo, y luego ya veré.

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