Cristal

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Cristal

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temporalmente, quiero decir, para ocuparme en alguna otra cosa, no dejarlo de veras, por más que haya no pocas cosas que podría apetecerme hacer aquí mismo, en la mesa: dibujar, por ejemplo, o apoyar la cabeza para descansar, o comer algo, una manzana, pongamos por caso, que me haya encontrado. Podría, tras un rato de darle a la tecla, tomar la decisión de levantarme, por los calambres, estirar los brazos por encima de la cabeza, apoyar con fuerza los pies en el suelo para desentumecer las piernas. Podría ser, si ahí afuera no llueve ni hace frío, tras unos cuantos estiramientos y un rato de apoyar el pie con fuerza, que abriera una ventana y mirara la calle con los codos apoyados en el alféizar, o quizá que permaneciera tumbada en la alfombra durante unas horas, como un perro. También podría parar por otras muchas razones: porque estoy almorzando o porque me he ido al cine; o tal vez por estar durmiendo o por haberme ido de viaje a algún sitio, aunque esto último parezca poco probable, como ya mencioné al principio. Pensé en variar el tamaño del espacio en blanco según la cantidad de tiempo que permanezca fuera —cuanto más ancho el espacio, más largo el tiempo—, pero pensándolo mejor decidí que no sería práctico: me harían falta auténticos rimeros de folios en blanco si llegara a marcharme de viaje, aunque fuera uno corto, a la vuelta de la esquina, con lo lenta que soy andando. Y dudo que vaya a apetecerme mencionar todo lo que hago cuando no estoy a la máquina. No voy a decir: acabo de levantarme a orinar, acabo de levantarme a ver si ha llegado el correo, y etcétera. Supongo que el mero hecho de ver la foto de la Niñera, cuando la utilicé de marcapáginas, con la cantidad de años que llevaba sin verla, podría ser lo que me impulsó a sacar la máquina de escribir del armario, aunque ello, por sí solo, no baste para abolir el misterio; solo lo lleva un paso atrás, a la pregunta de por qué, después de tanto tiempo, decidí, para empezar ponerme a hurgar en la caja de las cartas. Hurgar en mi mente es lo que estoy haciendo. Digo esto y me viene la imagen de alguien metido hasta el cuello en un montón de periódicos hechos una bola; una mujer, a juzgar por el peinado. Por la ventana se ve que ya ha oscurecido fuera. No por completo, porque vivo en una calle urbana donde siempre hay luces, pero bastante, dentro de lo posible. He encendido las luces de la habitación, la del techo y la lámpara de pie que hay junto al sillón. La última vez que mencioné algo así aún brillaba el sol; que mencioné, quiero decir, si era de día o de noche, situaciones ambas que son meros síntomas de lo que verdaderamente ocurre ahí fuera, a saber: el movimiento planetario, la rotación de la Tierra sobre su eje y (para nosotros) la noche que sigue al día, el día que sigue a la noche, como si tal. Digo esto y veo el planeta Tierra, el aspecto que tiene desde la Luna en las fotos que se trajeron de ese sitio tan espantoso, como una canica de cristal blanca y azul girando en mitad de la nada. En este momento ha completado aproximadamente tres vueltas y medía desde que empecé de nuevo a darle a la tecla. Cuando estaba en noveno nuestra profesora de ciencias nos contó la reacción de la gente, cuando el Renacimiento, ante la idea de que la Tierra fuera redonda y no plana, algo que debió de resultar bastante sorprendente en aquel momento. No puede ser redonda, decía la gente, porque los que viven en la parte de abajo se caerían. La profesora se reía al contarnos eso, por lo tonta que era aquella gente, y todos nos reímos también, y estoy segura de que todos pensamos: «Qué gente tan tonta.» Yo también me reí, claro, aunque, la verdad, no tenía ni idea de por qué no se caen los de abajo. Me sigue pareciendo raro que no se caigan. Creo que una de las farolas de la calle no funciona, por eso está tan oscuro ahí fuera.

Este pasado mes de noviembre, creo que fue, recibí una carta de la primera editorial de Clarence, de una señora que allí trabaja, cuyo nombre ya se me ha olvidado, contándome su proyecto de reeditar

El bosque de noche, porque el año que viene será el cuadragésimo aniversario, dijo, lo cual resulta difícil de creer; y que si me gustaría escribir un prólogo. Se llama Angelina Grossman. Por un momento pensé en contestarle por carta, recordándole un par de cosas dolorosas, que siguen doliéndome, pensé decirle, y esperaba que también dolorosas para ellos, la gente de Webster & Davis, ahora que han tenido tiempo de reflexionar. Unas líneas displicentes, seguramente a lápiz, en una de esas postales blancas que venden en Correos, no una postal con ilustración. Y luego pensé que a fin de cuentas no escribiría, que me limitaría a no dar respuesta, expresando así mi indiferencia y mi desprecio, y tiré la carta a la papelera. Luego la recogí de la papelera y me lo pensé. Y luego la rompí. Durante el proceso de hacer y deshacer y luego de recomponer la carta trocito por trocito, con el celo empeñándose en adherirse donde no era, me exalté muchísimo, me quedé consternada. Se me ocurrió que si yo me negaba igual le pedían a Lily que lo hiciera, por despecho, por las cosas tan desagradables que dije de ellos en su momento. Serán conscientes, seguro, de que Lily no está en condiciones de escribir nada, tienen que saberlo, pero imaginé que podían grabarla con un magnetófono, recogiendo su versión de Clarence, una versión unilateral y completamente mutilada, y pagándole luego a alguien para que la pasara a un lenguaje correcto. Eso, claro, es una idea absurda, y el hecho de que pudiera ocurrírseme muestra lo exaltada y lo confusa que estaba. Al final le envié a Grossman una postal de un oso. Le dije que no podía (subrayado, el

no) escribir un prólogo breve, pero que me pensaría la posibilidad de escribir una introducción larga, o incluso, le dije, un libro aparte (subrayado dos veces,

aparte); en él habría mucho sobre Clarence, pero no sería solo sobre Clarence sino también sobre mi vida de antes y de después, porque era imposible entender a Clarence sin eso. Si tal es la razón de que la máquina de escribir esté ahora encima de la mesa, tardó en hacer efecto. Saqué la máquina del armario en enero, creo que fue, cuando ya casi me había olvidado de la carta, que, como ya he mencionado, llegó en noviembre, o puede incluso que en octubre, y ahora estamos en abril.

Estaba comiendo, a primera hora de la tarde, cuando de pronto sonó el timbre de la puerta. No exactamente comiendo, no masticando activamente, solo paseando la comida por el plato: lentejas de una lata que había abierto unos días antes y que se me había olvidado hasta que la descubrí en el refrigerador, buscando el queso. Me comí un buen trozo de queso mientras calentaba las lentejas, y se me quitó el hambre. Si digo

trozo de queso en vez de

cacho, que es lo que era, es porque

cacho tiene un sonido alegre que no casa con el ambiente que predominaba mientras me lo comía, un ambiente apagado y un pelín lamentable, removiendo las lentejas en la cocina. Era queso cheddar. No sé la marca, porque venía sin envolver del Bread of Life Center, donde a veces recojo comida, cuando se me han terminado los vales. Suelo llevar queso cuando visito el centro, porque no tomo alimentos procesados, que es lo que la gente suele donar a estos comedores, ya que, supongo, eso es, más que ninguna otra cosa, lo que comen los pobres. A ellos les parece natural, imagino. No recuerdo ningún momento de mi vida en que pudiera afirmarse que comía con gusto. Me falta energía vital, eso es lo que solía decir Clarence; me faltan las ganas de vivir, así era como lo decía. Pensándolo bien, fui yo quien lo dije, y Clarence me dio la razón. Asintió con la cabeza, eso fue lo que hizo, sentado en la cama junto a mí en la casa del papel amarillo cuando yo acababa de volver de Potopotawoc. Si esto llega alguna vez a ser un libro, tendré que contar algo de Potopotawoc. Y no debería haber dicho que el timbre sonó de pronto. Al fin y al cabo, un timbre no puede sonar de otra manera. A no ser que le montaran un mecanismo que lo hiciera funcionar in crescendo, para que se fuera expandiendo gradualmente a partir del primer tintineo. Debería haber dicho que no

esperaba que sonase el timbre, porque llevaba mucho tiempo sin sonar, meses y meses, estoy segura, y, en rigor, se trata de una chicharra de puerta, no de ninguna clase de timbre. Mi primera idea fue no contestar. Hace mucho tiempo, cuando aún le daba en serio a la tecla, era capaz de hacerlo, y tampoco contestaba al teléfono, y todo el mundo comentaba lo decidida que era, con admiración, además, y no se picaban ni siquiera cuando eran sus propias llamadas telefónicas las que no contestaba, a pesar de que los contestadores aún no se habían inventado y si una persona no contestaba había que volver a llamarla una y otra vez hasta que por fin lo cogían, desperdiciando quizá una buena parte del día. Y todo el rato sin saber si el que fuese no contestaba por estar terriblemente ocupado, como era mi caso, o por estar terriblemente enfermo, o tan deprimido que no podía soportar el sonido de una voz humana. No había forma de saber si te evitaban personalmente o era sin más que no estaban en casa, como solía ocurrir en el caso de Clarence, que siempre andaba por ahí. Las llamadas de teléfono eran casi siempre para Clarence, y ese era otro de los motivos por los que yo no contestaba. Aunque ahora vuelvo a estar ocupada, dándole a la tecla, aún no me he hecho al cambio, aún no me he acostumbrado a estar ocupada y sentirme ocupada, y por consiguiente no tengo las otras costumbres que van con ello, como no contestar a la chicharra. A veces lamento que la puerta de mi casa no esté provista de uno de esos agujeritos por los que se puede mirar a ver quién es. Claro está que quien sea siempre puede taparlo con el dedo, pero eso ya sería una pista: indicaría, por ejemplo, que la persona cuyo dedo está obturando la mirilla tiene intención de sorprenderme, quizá llegando al extremo de gritar «¡sorpresa!» en el instante en que abra la puerta una rendija, suponiendo que llegara a abrirla para alguien que ha obturado la mirilla. En esos pensamientos me demoraba, en qué me llevaría a abrir o no abrir y si habría algún momento en que por pura desesperación le abriría a alguien que hubiera puesto un dedo en la mirilla, jugando con la remota posibilidad de que fuera alguien conocido con ganas de broma, cuando la chicharra volvió a zumbar. Se me ocurrió que podía ser un mensajero con un paquete para mí, aunque ello, pensándolo mejor, también fuera una ocurrencia más bien descabellada. «Fue sin esperárselo como Edna abrió una rendija de la puerta y se encontró con que era Potts, la del piso de abajo» es en última instancia lo que ocurrió. Supe en todo momento, claro, que tenían que ser o Potts o el casero, porque Potts es la única persona, además de mí, que sigue viviendo en el edificio, y el casero vendría por el alquiler, que no he pagado completo desde que dejé de acudir al trabajo. También podría haber sido alguien de la agencia, supongo, con alguna petición. No voy a entrar en el tema de la agencia ahora. Mi piso está en la última planta, de las tres que son, y Potts vive en la de abajo. En el primero no vive nadie. Cuando yo llegué había una compañía de seguros, pero cerró al cabo de unos años, y luego un partido político en campaña instaló su cuartel general allí, por breve tiempo, pero lleva vacío desde entonces. Es decir vacío de gente; Giamatti, el casero, guarda cosas allí. Potts lleva viviendo en este edificio casi tanto tiempo como yo, primero con su marido y luego, cuando él murió, hace años, de cáncer galopante, sola con muchísimas macetas, un surtido de peces de colores con unos ojos monstruosos, como de insecto, y una rata amaestrada. Ni así nos hemos hecho amigas. Hay una escasez por mi parte de afecto a Potts, incluso del afecto insustancial que se puede tener por una vecina. Tengo observado que las soledades no se atraen. Nos hacemos pequeños favores, tratamos de no crisparnos mutuamente los nervios, y evitamos los acosos verbales. Potts es rechoncha y fornida, con unos grandes ojos marrones muy protuberantes, una boca pequeña que abre y cierra entre frase y frase, como bebiendo a sorbos, y el cuello corto. Con ese troncho de cuerpo y su rapidez de movimientos, emite una impresión de solidez compacta, como un pequeño aparato doméstico, una tostadora maciza. En otro tiempo poseyó la habilidad, absolutamente antiamericana, de fumar como una posesa, con un cigarrillo encendido siempre colgándole del labio inferior, incluso hablando, con los ojos húmedos, parpadeando sin cesar por efecto del humo. Aquello le confería un encanto barriobajero que se desvaneció en cuanto dejó de fumar. Se marcha dentro de unos días a ver a su hijo a California, o igual es Texas, o posiblemente Utah, donde trabaja de ingeniero petrolífero. Le había prometido cuidarle las plantas, hace meses que se lo prometí, y luego me olvidé. Tiene varios hijos, no sé muy bien cuántos, y se explaya a gusto sobre ellos con un fervor incontenible cada vez que nos encontramos, en la escalera, por lo general, o en la pequeña tienda de comestibles que hay en la esquina, cuando hago un esfuerzo por prestarle atención, poniéndome muy tensa. Me levanto las orejeras y trato de no toquetear ni jugar con la mercancía mientras está hablando, si estamos en la tienda, o de no resbalar la mano subiéndola y bajándola por la barandilla, si estamos en la escalera, pero no he llegado a hacerme una imagen ciara de ninguno de los hijos. Puede que no sea culpa mía, puede que sean así de amorfos. Lo era el señor Potts, y quizá sus hijos hayan heredado este rasgo. El de Texas, si es Texas, digo que es ingeniero petrolífero porque así lo llama su madre, pero no tengo la menor idea de a qué puede dedicarse en realidad, un ingeniero petrolífero. Cuando tecleo esas palabras de hecho estoy tecleando algo que para mí no significa casi nada. Valga ello para demostrar lo sencillo que es pensar tonterías, sobre todo cuando se le está dando a la tecla, qué fácil le resulta al lenguaje apartarse de nosotros y funcionar por su cuenta, como parece haberles ocurrido a los jóvenes de hoy. Solíamos hablar de la verbena del lenguaje, pero es más bien una refriega. Nosotros tuvimos a Joyce y a Proust y al señor Waugh, tan curioso, para mantenernos a raya; ahora todo son cómics y dragones. Y no sé qué ha podido llevarme a decir algo tan pretencioso como que las soledades no se atraen. No tengo la menor idea de si se atraen o no. No sé muy bien qué cáncer se llevó al señor Potts, porque no estuve en su casa durante la enfermedad, y luego se murió, y habría sido de muy mal gusto pedir detalles clínicos en ese momento. Sigo sintiendo curiosidad, sin embargo, porque dio la impresión de pasar de sano y fuerte a difunto en un espacio de tiempo sorprendentemente corto —corto para ser cáncer, quiero decir: se puede uno morir de un ataque al corazón en un abrir y cerrar de ojos, evidentemente—. Con Potts de vacaciones, voy a ser la única moradora de este edificio. Trajo una caja de cartón llena de «bienes perecederos» (así lo dijo) —queso y apio y demás, plátanos con manchas marrones en la piel, una caja de cereales abierta. Traté de quitarle la caja, pero la sujetó cuando tiré. Se la llevó al pecho y se coló a toda prisa hasta la cocina. Yo esperé en el descansillo. Arranqué trocitos de pintura de la pared que estaba pelándose y me los metí en el bolsillo de la falda, una falda negra con bolsillos pequeños a los lados. La pared está pintada de amarillo arriba y de marrón abajo, ya desde los tiempos en que había niños en el edificio, seguramente, para que no se vieran las huellas de manos, pero la pintura está sucia incluso donde no hay peladuras. Ante la puerta abierta oía a Potts en la cocina sacando cosas de la caja y poniéndolas en la encimera, la puerta del frigorífico abriéndose y cerrándose, y luego un silencio en el que me pareció oírla mirar las cosas. Volvió runruneando —había sacado una rebanada perfecta—, y bajamos juntas a echarles un vistazo a las plantas.

El piso de Potts tiene exactamente la misma distribución que el mío, con un ventanal como el mío, pero no produce la misma sensación: es como un armario, agobiante, no es luminoso y aireado como el mío. Al cabo de unos minutos me entra una especie de desesperación, allá abajo, por la acumulación de muebles (tapicerías diversas y alfombras y cosas oscuras con tiradores) y de macetas y de bibelots rompibles por todas partes. La sensación es exactamente de estar atrapada, de estar quedándome sin aire. No creo que esa mujer tire nunca nada, salvo, claro, las sobras y la basura, y etcétera, y la ropa usada, imagino. Las pertenencias del señor Potts todavía andan por ahí desperdigadas. Incluso las revistas deportivas que leía como un obseso siguen amontonadas de cualquier modo en una mesa de tres patas al lado de su mecedora tapizada, como si el hombre acabara de salir a fumar. El año pasado, cuando se me atascó el baño, bajé a utilizar el suyo. La bata de cuadros escoceses que el señor Potts se ponía, cuando bajaba a la calle a recoger el periódico seguía colgada de una percha en la parte de dentro de la puerta del cuarto de baño, y vi en un bolsillo el bulto de una bola de clínex. A mí no me gustaría tener las cosas de Clarence por todas partes. Me imagino llegando a casa, a oscuras quizá, con la compra a cuestas, y tropezando con sus zapatos. Estoy segura de que no pensaría: «Vaya, ahí están otra vez los zapatos de Clarence en mitad de la habitación.» Esa es la clase de cosa que podría haber pensado en algún momento, cuando efectivamente Clarence iba dejando los zapatos por todas partes. Por «algún momento» entiéndase el tiempo que estuvimos juntos: no hubo manera de hacerlo cambiar en lo tocante a los zapatos. Pero si después de muerto yo hubiera dejado sus zapatos tirados por ahí, como hace Potts con las cosas de Arthur, y tropezara con ellos, más bien pensaría «Vaya, ahí están los zapatos

vacíos de Clarence». Y luego, claro, me entraría la congoja. Cuando me mudé a este sitio no me traje nada que hubiera pertenecido a Clarence. Miré todos y cada uno de los libros antes de empaquetarlos, y si había puesto su nombre en la portadilla, como hacía invariablemente cuando compraba uno nuevo, lo dejaba atrás. Abrir un libro y encontrarme con su nombre, imagínense la congoja.

Permanecíamos juntas delante de la pecera, mientras Potts peroraba sobre el modo adecuado de dar de comer a los peces —unos pececitos anormales, con el cuerpo en forma de huevo, los ojos saltones y una cola muy larga y muy curvada. Nadaban diáfanamente para atrás y para delante. Subiéndose a un taburete y metiendo el brazo hasta el codo en el agua, Potts me mostró el modo correcto de desincrustar las algas del cristal con un pequeño rascador que había comprado justo para eso, para que pudiera hacerlo yo en caso de que las algas superaran la capacidad de acción de los caracoles, mientras los peces se lanzaban frenéticamente en todas direcciones. No se lanzaban, en realidad. Sus cuerpos gruesos y sus aletas hipertrofiadas hacían imposible algo tan ágil como lanzarse, e incluso algo tan grácil como nadar; avanzaban a empujones, como renacuajos brillantes con una bufanda a rastras. Cuando me preguntó si me importaría regarle las plantas, lo cual tuvo que ser hace ya unas semanas, no me dijo nada de los peces. Había preparado un folio de instrucciones sobre las plantas y otro sobre los peces, y los había pegado con imanes al frigorífico. Plantadas ante el frigorífico, los leímos juntas: ella los leía en voz alta y yo seguía el texto con los ojos, asintiendo con la cabeza, quiero decir, no que los leyéramos a coro. No entendí una palabra. Recorrimos la casa, Potts por delante, dando unos pasitos muy rápidos, como un muñeco al que acabaran de dar cuerda para que corriese, perorando sobre las plantas, y yo unos pasos atrás, esforzándome en escuchar, inclinada. Como soy más alta que Potts, no tuve más remedio que fijarme en la calva de la coronilla, un círculo color salmón, del tamaño de medio dólar, en el ápice de su bóveda. Tenía que haberle salido hacía poco, porque si no ya se lo habría visto. No podía evitar que la mente se me concentrara en ello, y empecé a preguntarme si sería síntoma de algo y si debería mencionárselo, por si aún no lo había notado, o no mencionárselo, no fuera a ser algo que ella misma se provocaba, tirándose de los pelos como una neurótica, por ejemplo. Hice un alto ante la jaula de la rata, que no es una verdadera jaula, sino un acuario corriente con tapa de rejilla, como el tanque de los peces, solo que más grande —un terrario, para ser exactos, o quizá un vivero—. Me pareció vacío al principio, pero luego vi una cola sin pelos asomando de un tubo blanco de polivinilo acostado sobre virutas de madera.

—Nigel está durmiendo —dijo Potts. Dio un golpecito en la rejilla de la jaula. Nada se movió—. Tuvo una noche muy agitada.

—De la rata no voy a ocuparme dije yo. A ella se le iluminó la cara:

—Oh no, cariño, va a venir un amigo del club de Ratas y Ratones y se lo va a llevar a su casa. A Nigel le encanta conocer ratas nuevas.

Las plantas que necesitaban más cantidad de agua las había puesto en la bañera, llena hasta los bordes. Me dijo que esas las podía regar con la ducha de mano y me mostró el método correcto, salpicando de agua el suelo. Además de las muchas que había en la bañera, también había plantas en todas las superficies, las mesas, los alféizares, la mochila del váter, las encimeras de la cocina. Según íbamos pasando junto a cada una de ellas, me decía el nombre y una o dos anécdotas sobre dónde la había comprado, sobre la vez en que estuvo a punto de matarla por exceso de fertilizante, y etcétera, soliloquios pronunciados sin apartar la vista de la planta en cuestión, como dirigiéndose a ella, nunca a mí. Era imposible prestarle atención. Terminamos el tour delante de un helecho titánico, frondas plumosas brotando como de una fuente de una maceta grande y negra, de cerámica brillante, con las puntas llegándome casi al hombro. Era, me dijo Potts, el regalo final que le había hecho Arthur, comprado el último día en que se sintió lo suficientemente bien como para salir a la calle, y esta planta, explicó, además del riego normal, al modo habitual, hay que rociarla dos veces al día. Blandió un pulverizador de plástico. «Importante, importante», dijo, meneando la botella como un dedo admonitorio. Fue idea suya subir la planta a mi casa, para ahorrarme viajes escaleras arriba y escaleras abajo, así lo dijo, aunque, claro, lo que estaba pensando era que no resultaba muy probable que yo me acordase de rociarla dos veces al día si no me la encontraba delante a cada rato. Yo no soy una persona práctica, estoy segura de que ella lo sabe, y no soy aficionada a la naturaleza. Una vez me regaló un geranio, hace muchos años, al poco tiempo de que su marido y ella se mudaran aquí. Lo puse en algún sitio y me olvidé de él hasta que varias semanas más tarde, limpiando el polvo de mi dormitorio, vi que encima del tocador había una maceta llena de tierra y ramas secas. Clarence y yo nunca permanecimos en el mismo sitio el tiempo suficiente como para tener plantas, aparte de flores cortadas, excepto al final, y en ese momento ninguno de los dos se molestó. Quizá no nos molestáramos a causa del empapelado de la última casa, tan florido y tan lleno de vida. Quiero decir que las flores avivaban el papel; era un diseño de flores. Rosas amarillas.

Inclinándonos hacia el helecho, hundiendo los brazos hasta los hombros en las hojas, agarramos el borde curvo de la maceta, una a cada lado, y la levantamos. Pesaba muchísimo, la cerámica resbalaba, y tuvimos que pararnos cada tres o cuatro pasos, ya cuando subíamos, sujetándola con las rodillas para evitar que cayera escaleras abajo, mientras jadeábamos por encima de la planta. A Potts le saco la cabeza, y cada vez que levantábamos la maceta las hojas se le metían en la cara y le descolocaban las gafas. Con ambas manos agarrando la maceta, no tenía más remedio que dejarlas así, colgándole de la punta de la nariz, hasta que llegaba el momento de hacer otra pausa, y en dos ocasiones se le cayeron dentro de la espesura, obligándonos a parar mientras las buscaba, separando las hojas y mirando con los ojos fruncidos, como quien busca insectos. Ya en el piso de arriba, dimos la vuelta y maniobramos con la planta hasta meterla por la puerta, conmigo andando de espaldas. Así, de sopetón, no se me ocurrió donde ponerla, y no quería que Potts me anduviera por la casa mientras lo hablábamos, de modo que sugerí dejarla en el suelo, junto a la mesa, ladeando la cabeza para señalar la mesa de la máquina de escribir, y dije

dejar para transmitir la impresión de que me importaba un rábano dónde quedara. Ahí sigue, en el suelo, junto a la mesa. La rozo con el codo cuando le doy a la palanca de retorno, y me hace cosquillas y tengo que parar para frotarme. Varias de las hojas parecen haberse roto durante la subida —cuelgan en ángulo recto como las alas de un pájaro tullido—, aunque también podría ser que las haya roto yo al pasar para sentarme. Voy a tener que ponerla en algún otro sitio. Es la una y media de la mañana. Me he pasado dos horas dándole a la tecla con el tema de Potts. En los intersticios silenciosos que se abren periódicamente en medio del ruido de las teclas (estoy tentada de escribir «la tormenta de las teclas»), cuando hago una pausa para pensar antes de proseguir (o antes de volver atrás y sepultar algo bajo una cadena de

equis), observo lo tranquilo que ha quedado todo, y por «todo» entiéndase la ciudad, o al menos la porción de ella que hay bajo mi ventana, aunque hace rato alguien ha estado gritando «Martha» una y otra vez. Quiero explicar lo del silencio: es el silencio de un rugido, un rugido que se prolonga durante todo el día y algunos de sus componentes también toda la noche: rugido de los compresores de la fábrica de helados, rugido oceánico del tráfico del Empalme, el rugido amalgamado y cacofónico de personas y coches mezclándose en la calle de abajo. Estoy tan acostumbrada a él que ni siquiera lo oigo durante la mayor parte del tiempo, especialmente en la estación fría, cuando tengo las ventanas cerradas, como están ahora. Lo oigo cuando para. Esto no es en absoluto lo que quería hacer. Mi intención era mencionar a Potts de pasada, observarla parentéticamente, por así decirlo. «Edna, de pasada, dejó caer unas palabras sobre Potts, una vecina» es como podría haber quedado. Pensé utilizar el encuentro con mi vecina como ejemplo de la clase de cosa que puede ocurrir en los espacios en blanco. No fue una buena elección; ahora me doy cuenta. No transmite de ningún modo la profundidad del tedio que define estos lugares, que constituye, de hecho, su vacuidad. Uno, lo saqué demasiado pronto; y dos, aunque acarrear el helecho escaleras arriba fue muy agotador en el aspecto físico, no resultó en absoluto aburrido. Gracias a las gafas de Potts, fue incluso cómico, de modo endeble. De hecho, las más de las veces no ocurre nada en los espacios en blanco, y cuando mi espacio en blanco se prolonga durante años, tanto que harían falta miles de páginas en blanco para indicar lo largo y lo tedioso que es, una hora con Potts no puede ni empezar a transmitirlo, y no sé por qué sigo diciendo

tedio, cuando en realidad es mucho peor que eso.

Llevo en mi sitio desde primera hora de esta mañana. El sol aún no está por encima del techo de la fábrica de helados, pero los autobuses circulan y la calle ya está atestada de coches, como deduzco del ruido, y los compresores van a toda pastilla. Si se me ocurriera abrir las ventanas ahora, tendría que ponerme orejeras. Por «mi sitio» entiéndase mi mesa, claro; también podría llamarla mi puesto o un incluso mi avanzadilla. Aquí estoy de centinela, con el dedo en el gatillo, léase en las teclas, en un último reducto contra la melancolía. Tentada estoy de decir un

desesperado último reducto, como Custer en Little Big Horn. He apoyado la foto contra la jarra de café, donde puedo verla mientras le doy a la tecla —la foto de la Niñera y mía de la cual me disponía a hablar cuando me distrajo Potts, entre otras distracciones—. Deben de haber pasado siete vueltas de la Tierra sobre su eje. No le di a la tecla ayer ni anteayer, de ahí la línea en blanco de más arriba. La niñera lleva un sencillo vestido largo con grandes bolsillos abultados en la parte delantera (los bolsillos son de un color distinto al del vestido), y yo en cambio llevo un vestido corto de volantes y sin bolsillos que se vean. La foto es en blanco y negro, es decir que mi vestido parece blanco, pero lo recuerdo amarillo pálido. Tengo en el pelo un lazo grande que parece negro, pero también puede haber sido azul oscuro o marrón: es decir que la cinta parece negra, yo tenía el pelo castaño rojizo y no recuerdo ningún lazo. Ninguna de las dos sonríe. Estamos junto a uno de los setos altos que delimitaban el acceso a casa, algunos de ellos tallados a la europea en forma de animales. Los ideó mi padre, pero la manipulación y el recorte los hizo un jardinero en lo alto de una escalera de madera, con mi padre gritándole instrucciones desde abajo. El animal del seto que tenemos al lado parece ser un oso. De hecho, el oso está muy en el centro de la foto, con la Niñera y yo a un lado, así que a lo mejor no debería haber dicho que es una foto nuestra: es una foto del oso en la que salimos nosotras. Detrás del oso está la casa en que vivíamos, una casa grande, de ladrillo, en lo alto de una colina —la colina no se ve en la foto—, con varias chimeneas de buen tamaño que sí se ven, que suben por las paredes exteriores, y una cúpula en el techo, de la cual solo se ve la parte superior. La cúpula tenía ventanas todo alrededor. Con sus seis u ocho caras (he olvidado cuántas exactamente), parecía la parte de arriba de un faro, pero no estaba ahí más que de adorno y no tenía conexión con ninguna escalera o puerta. Recuerdo que estaba en la hierba con Papá y le pedí que me subiera a la cúpula, y él me explicó que no se podía entrar en ella. El ventanal de este piso me hace pensar en la cúpula, el aspecto que habría podido ofrecerme desde dentro si hubiera entrado en ella alguna vez. Rodeaban la casa un jardín de los caros, con estatuas, varias fuentes y, como ya he dicho, setos tallados en forma de animales. Era muy pequeña el día en que la Niñera y yo, paseando por el jardín, encontramos un topo muerto. Se lo enseñamos al jardinero, la Niñera lo señalaba con la punta del zapato (llevaba zapatos negros de lazo, igual que la doncella y la cocinera, porque eran sirvientas, pensaba yo, en vista de que Mamá nunca llevaba zapatos negros de lazo), y él lo cogió y se lo metió en el bolsillo. Por alguna razón, este es el recuerdo más claro que tengo de mi infancia cada vez que me paro a pensar en aquellos tiempos durante el rato suficiente, sale a relucir el topo. Una verja de hierro con las lanzas muy altas guardaba el perímetro completo —la casa, el jardín, las cocheras y etcétera—. Más adelante, cuando le enseñaba fotos a la gente, siempre explicaba que la verja estaba ahí para evitar que escaparan los animales. Salvo el jardín de infancia y el sarampión, no recuerdo gran cosa de lo que ocurrió en mi vida antes de los cinco años, cuando me atacó en la acera de casa, un perro marrón y blanco, muy grande. Tuve la suerte de que me salvara el cartero, aunque poco faltó para que me quedara sin vestido. Y una vez durante una tormenta intenté pasar de mi dormitorio al de mis padres por la cornisa estrecha que circundaba toda la casa bajo las ventanas, y me resbalé y caí en un seto de boj del que me sacó el chófer de mi madre, para luego llevarme a casa en brazos, y aún hoy el olor a ramaje húmedo trae consigo una sensación placentera, un ligerísimo vértigo de emoción, que podría estar relacionado, creo, con el hecho de que me rescataran de ese modo, aunque no recuerdo para qué quería ir al dormitorio de mis padres o por qué no utilicé las puertas.

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